viernes, 6 de abril de 2012

ESCRIBIR DESDE OTRO LADO: LOS LOCOS LITERARIOS DE RAYMOND QUENEAU (con una previa sobre la Asociación Española de Neuropsiquiatría)




Desde hace varios años sigo con admiración la colección de Historia de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Me declaro adicto lector y coleccionista de esta editorial. No me cabe la menor duda de que es una de las mejores muestras de cómo una editorial institucional puede publicar trabajos limítrofes con otras disciplinas y, al mismo tiempo, mantener tanto el rigor documental como la fidelidad de sus lectores. Entre los libros de su colección con los que más he disfrutado está el Tratado de la risa de Laurent Joubert, un tratado médico-psiquiátrico publicado en 1579, que deja boquiabierto a cualquiera, y sobre el que apenas hallamos referencias en los indispensables tratados sobre la risa y la comedia que van de Baudelaire a Simon Critchley, pasando, evidentemente, por Henri Bergson. El libro de Joubert, tiene epígrafes “científicos” fabulosos, tales como: “XXIII. Cómo la risa produce tos y hace salir por la nariz lo que estaba en la boca”, o “XXV. Del dolor que se siente en el vientre por reír demasiado”, o “XXVI. A qué se debe que se mee, se cague y se sude a fuerza de reír”. En fin, un fabuloso tratado renacentista. Aunque, para mí, su momento más elevado es el capitulo final: “Si alguien se puede morir de la risa”, donde leemos: “Creo que la causa principal de la muerte que procede de la risa es la falta de respiración. Pues me cuesta aceptar que por una carcajada se produzca tal disipación de espíritus que se lleve a la muerte, dado que en la risa la dilatación es repentinamente sorprendida por la contracción del corazón”. Aunque, “no obstante, sabemos de oídas que algunos se han muerto de risa, como aquel joven al que unas chicas hicieron cosquillas hasta que se murió, los que tiene el diafragma herido, etc.” (pp. 173-74). En fin, un libro a medio camino entre la filosofía y la medicina, que acaba con un ruego: “ruego a los lectores que tengan la suerte de filosofar mejor que yo, que no desdeñen esta tarea, sino que empleen una parte de su habilidad para enriquecerla con sus más doctas y sólidas razones” (p. 175).
             Es difícil elegir entre títulos tan impactantes. De los títulos más interesantes —aparte de los clásicos— desde mi punto de vista: Teatro de lo cerebros (1583) y El hospital de los locos incurables (1586) ambos de Tomaso Garzoni, o Sobre las pasiones (1805) de Étienne Esquirol y La filosofía de la locura (1791) de Joseph Daquin.
         Sin embargo, sobre el que he vuelto recientemente es  un libro realmente fascinante, cuya lectura desquiciante no es posible hacer de una sola vez: En los confines de las tinieblas. Los locos literarios, de Raymond Queneau. Cuando uno comienza a leerlo, sin avisos previos, sin concesiones filológicas, la pregunta que nos asalta es: ¿qué libro es éste? Lo mejor es comenzar por unas declaraciones del propio escritor: “El tipo que hubiera ido de un editor a otro diciéndoles: “por qué no hace usted una enciclopedia de la que yo sería el director?” habría estado un poco loco. Pero, de hecho, resulta que hace unos años, escribía una enciclopedia, no yo solo sino con ayuda de locos, y es más, de locos difuntos. En cierta época de mi vida, me interesé por lo que se llama los “locos literarios” que luego prefería llamar heteróclitos. tras haber acumulado documentos durante varios años y desenterrado cierto número de ellos, exhumados del negro polvo de la Biblioteca Nacional”. Esa es la historia. Queneau, durante décadas recopiló información sobre esos llamados “locos literarios”. Estos no eran simplemente sujetos fuera del sistema, ni aclimatados o “fichados” por su locura tales como Sade o Blake. Se refiere a los que quedan en medio: sus obras han sido editadas “lo cual —escribe Queneau— implica que hay un cierto grado de aceptación social”, aunque defienden “tesis que se pueden calificar fácilmente de extravagantes”. Tanto Queneu, como Breton y otros, hallaban en estos personajes que ahora veremos, un ascendente fascinante. No se trataba de reírse de ellos, sino de aprender de su delirio. Así, Queneau ordenó, archivó, profundizó, etc., en toda esa información recogida y en 1934 se lo presentó en forma de libro a varias editoriales, entre ellas a Gallimard y Denoël, que fueron rechazando el manuscrito sucesivamente. Pero ¿qué contenía exactamente este libro? Bien, el libro se divide en cuatro partes: 1) el círculo, 2) el mundo, 3) el verbo, y 4) el tiempo. Como él mismo afirma, durante años recopiló información sobre escritores deslocalizados, en los límites entre la literatura, la ciencia y el delirio. Dicho de otra forma, se trata de una “eciclopedia del delirio literario”. Entre esos personajes exhumados por Queneau encontramos a Jean Pierre Aimé Lucas, nacido en 1796 y que publicó Tratado de aplicación de los trazados geométricos en las líneas y superficies del primer grado o principios sobre las relaciones de la primera y segunda potencia. Este libro matemático-literario-delirante tiene como fin “la cuadratura del círculo”. En este capítulo Quenaeu se dedica al estudio de esos matemáticos obsesionados con tal posibilidad. Entre “lo matemático” y el delirio psiquiátrico, entre crisis psquiátricas y ataques epilépticos, descubrió Lucas  —según Queneau— lo que su nombre ocultaba: LUS-C-AUS. Una cabala numérica y literal donde halla la siguiente revelación: “Luz sublime- Círculo- Autor Sublime” (p. 58). Queneau también nos habla de Jospeh Lacomme de quien nos dice que “no sabía ni leer ni escribir, y descubrió “experimentalmente” la solución de la cuadratura del círculo” (p. 61). Uno de los personajes más interesantes investigados por Queneau es Pierre Roux. Roux entre 1843-44 sufre “una catástrofe”. El propio Roux, escribe: “Fui agraciado con ideas tan sublimes que no pude evitar cosas que se me presentaban con la vivísima luz de la verdad” (p. 73).  Al modo de una patografía delirante escribe: “Cuando Dios me dio la orden categórica de escribir, escribí” (p 74). Y así hace Roux, según nos cuenta Queneau. Escribe sin descanso, o mejor, describe esas visiones a través de las cuales —siempre con apariencia científica— trata de explicar la verdad esencial del universo. Entre las ideas de Roux llama la atención el descubrimiento de lo que llama la pila todopoderosa. Así, leemos: “He descubierto un agente con el cual puedo hacer (de maneras distintas) pilas eléctricas omnipotentes, es decir de una potencia que está sometida al arte, y que no tiene límites, y que supera con facilidad, todas las necesidades futuras que el hombre pueda tener en esta tierra. Esas pilas se alimentan por sí mismas y pueden aplicarse ya sea a la mecánica, ya sea a todas las necesidades de las otras artes y ciencias. Este descubrimiento es tan gigantesco, que no se ha hecho ninguno semejante desde el diluvio y supera al de Newton en la misma proporción en que los cielos están elevados por encima de la Tierra” (p. 98). Pilas todopoderosas, ideas sobre la masturbación y la composición del universo, etc. Incluso una concepción mísitica de la fotografía: “Si los hombres tuvieran la fuerza y la pureza de los ángeles o espíritus (que no tienen ni carne impura, ni huesos, sino solamente sistema nervioso), todas las mujeres concebirían fotográficamente y darían a luz hermafroditas perfectos que serían llevados al cielo, como hizo María  tras haber concebido fotográficamente del ángel Gabriel” (p. 95). Este post se podría alargar indefinidamente con cada uno de los personajes que salen en esta enciclopedia literaria, que verdaderamente merece la pena leer despacio, muy despacio, dejando transcurrir tiempo entre un capítulo y otro, para así digerir mejor a cada uno de los autores retratados. Por ejemplo, Pierre Brisset, por quien seguramente Queneau (y los surrealistas) no podía dejar de sentir predilección. Brisset, en su Gramática Lógica de 1883, afirmará que “la Biblia no ha sido comprendida por nadie”, excepto él. Para Brisset es la experiencia de la Palabra el elemento vertebrador de toda nuestra experiencia trascendental. Ahora bien, esa palabra tiene un antepasado, desde el cual evolucionamos. Una evolución cristiana que no tiene, obviamente, al mono como antecesor. Así habla Brisset: “La creación de Dios no es el hombre animal, es el hombre espiritual que vive el poder de la Palabra y la palabra tuvo su origen en el bi-archiantepasado, la rana, hace más de un millón y menos de diez millones de años. Las ranas de nuestros pantanos hablan francés, basta con escucharlas” (p. 181). Escuchar a las ranas para descubrir el origen de nuestra especie, para escuchar a Dios. Queneau quedó prendado de esta idea. Otros “locos literarios”, o “heteróclitos”: los fabulosos delirios lingüístico-cabalísticos de Augustin Bousquet, J. J. B. Charbonnel autor de Historia de un loco que se ha curado dos veces a pesar de los médicos y una tercera sin ellos (1837), o el “profeta bonapartista” Honoré Joseph-Fortune Roustan, quien eleva profecías sobre el destino de Francia, la religión y el socialismo.

         Bien, para acabar, señalar que Queneau no vio publicado en vida este material tal y como él había planificado (y que en España podemos disfrutarlo desde hace años gracias a la A.E.N. antes mencionada). Las editoriales se lo rechazaron por impublicable (o poco interesante, o ilegible o peligroso). Ante este hecho Queneau no cejó en su empeñó de que el mundo conociera a los locos literarios y muchos de estos personajes catalogados por él —como alguno habrá intuido— aparecen finalmente dispersos en sus novelas, como por ejemplo en Les enfants du limon de 1938.
          En los confines de las tinieblas. Los locos literarios, no es sólo una catalogación de delirios, no es sólo un libro para asombrarse (y reirse), sino que hallamos a personajes en el límite de la escritura, para quienes —el hecho de escribir— supone un ejercicio esencial que les permite permanecer en la tierra. No son meros ejercicios de locura insensata, y eso lo tenía muy claro Queneau, sino que son escritura en un estado sin estado, son escritura desde otro lado.