Leo en el último ABC cultural (24/12/2010) la columna de José Luis García Martín sobre la reedición del libro Contra la poesía. Contra los poetas de Witold Gombrowicz que acaba de publicar Visor. Para empezar obvia la que hizo en 2009 la editorial sequitur, aunque esto sea algo menor. Sin embargo, lo interesante reside en el hecho de que García Martín parece desenfocar (intencionadamente) el problema, pero no como en otras ocasiones, con gracia y humor. Para empezar desenfoca el contexto de su publicación, y sin ese contexto esta obra pierde parte de su sentido. Este texto fue escrito en 1947, justo tras la segunda guerra mundial. Otros escritores recordarán, como Günter Grass, el odio que en esa época existía hacia determinados poetas que tras el horror del holocausto seguían cantando a las adelfas y las lilas, ausentes por completo del mundo en el que vivían. Hablaba Günter Grass de una “desconfianza hacia todo tintín-retintín, hacia esa intemporalidad poética de los místicos de la Naturaleza […] Se trataba de abjurar de magnitudes absolutas, del blanco o negro ideológicos, de decretar la expulsión de las creencias e instalarse sólo en la duda, que daba a todo, hasta al mismo arco iris, un matiz grotesco”. El tema estaba sobre la mesa. ¿Cómo podía sobrevivir la poesía en un mundo así? La poesía necesitaba mutar o desaparecer. Un año antes, 1946, Heidegger se había preguntado, a través de Hölderlin, “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?” y su respuesta había sido tibia y más bien reaccionaria. Será unos pocos años más tarde, en 1951, cuando Adorno lance su muy mal leída y peor interpretada frase: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Evidentemente Adorno, como los demás, se refiere a un tipo concreto de poesía (no a toda la poesía): la poesía pura, entendida ésta como desligada de las condiciones sociales y políticas desde las cuales el poeta escribe. Cada poeta, al escribir un poema, debe dejar el rastro de su sociedad en la escritura, no sólo en su contenido sino fundamentalmente en su forma. (Adorno, está claro, escribió multitud de textos sobre poesía, como por ejemplo, su impagable “Poesía lírica y sociedad”.) Es contra la poesía y contra el poeta ausente del mundo por completo contra lo que se lanzan tanto Gombrowicz como Adorno. No van contra la poesía, sino contra cierta poesía. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que defiendan la poesía panfletaria. Todo lo contrario. Esta poesía no refleja las condiciones sociales a través del lenguaje sino que impone un contenido (excesivamente demagógico) a una estructura imposibilitando que brote el sentido propio del tiempo. Es decir: el tiempo del poema se trasluce en la estructura, en la construcción del poema y no en el simple contenido. García Martín —volvamos a él— parcela la tesis de Gombrowicz para su provecho: “los versos no gustan a casi nadie, el mundo de la poesía es un mundo ficticio y falsificado”. Esta es, según el crítico, la tesis del texto. Y García Martín añade que dado que no gustan a nadie no tiene sentido que se publique tanta poesía, que sólo diez o doce poemas se salvan. De alguna manera, García Martín tergiversa la tesis de Gombrowicz. Si leemos el texto de Gombrowicz por completo lo entenderemos: “parecerá [esta tesis] desesperadamente infantil; y, sin embargo, confieso que los versos no me gustan y hasta me aburren un poco. Lo interesante es que no soy un ignorante en absoluto en cuestiones artísticas ni tampoco me falta sensibilidad poética; y cuando la poesía aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos […] tiemblo como cualquier mortal”. Y añade: “lo que difícilmente aguanta mi naturaleza es el extracto farmacéutico y depurado de la poesía que se llama “poesía pura” y, sobre todo, cuando aparece versificada”. Bien. Todo esto es lo que obvia García Martín. Y es mucho. Para empezar a Gombrowicz le asombra darse cuenta (de pronto) de que a pesar de poseer sensibilidad literaria, la poesía le espanta. Parecería que al sorprenderse a sí mismo escribiendo eso, tratase de recular. Por ello Gombrowicz añade que la poesía, cuando aparece mezclada con otros elementos cotidianos, crudos, prosaicos, tiembla como cualquiera. Ahí está lo importante. El lenguaje poético como tal no existe sino es en estado de mezcla con lo real, con lo cambiante, con lo crudo y prosaico. La poesía no está en el verso. Si leemos algunos fragmentos de Contra los poetas lo entenderemos mejor: “¿Por qué no me gusta la Poesía pura? Sí, ¿por qué? ¡Pues por la misma razón por la que no me gusta el azúcar en estado puro! El azúcar sirve para endulzar el café y no conviene comerlo a cucharadas como si de una sopa se tratara”. Y a esto añade eso que le cansa de la poesía. Es decir, hay una parte tolerable (que es la que tratará de ver Milosz en su famosa carta de respuesta) y otra excesiva. Escribe: “Lo que cansa de la Poesía pura es el exceso de poesía, la ristra de palabras poéticas, de metáforas, de sublimaciones, en suma, ese exceso de condensación que limpia esos textos de cualquier elemento apoético y acaba asemejándose a productos químicos”. Eso es lo que le cansa: el poema como producto, como cartón piedra, como fusión de reglas preestablecidas. Por eso añade: “Dedicados a perfeccionar con ahínco el Arte, dejamos de preguntarnos sobre el vínculo, el contacto, que tiene con nosotros. Cultivamos la Poesía, olvidando que lo Bello no siempre ha de gustarnos. Si no queremos que la cultura pierda toda su relación con el ser humano, deberíamos de vez en cuando interrumpir nuestros laboriosos ejercicios para averiguar si lo que producimos nos expresa o no”. Ahí está el tema, la cuestión. Eso que escribimos: ¿qué relación tiene con la realidad que nos rodea? Este texto es una reescritura de Contra la poesía y fue publicado en 1951. Denota, en igual medida que otros textos de la época, ese pavor hacia huida, o, mejor dicho, esa inmersión en el disfraz de la técnica o de la pureza, como si ese reino existiera realmente. Del mismo modo que un día descubrimos que los reyes son los padres, el poeta debe descubrir cuanto antes —esta sería la tesis oculta de Gombrowicz— que la poesía carece de territorio real, que no existen palabras más o menos poéticas, que el poema no está exclusivamente en el verso ni en el mundo interior del poeta. Esto no quiere decir que Gombrowicz defienda una poesía popular accesible a todo el mundo. Escribe: “¿Son o no son herméticos? Nada más lejos de mi intención que acusarles de “difíciles”; no pretendo que escriban para que “todos los entiendan” y puedan ser leídos por doquier. ¡No! […] Un arte que se respete jamás lo haría. El artista inteligente, sutil, profundo debe expresarse como tal y adoptar el estilo que le pertenezca. […] Nada hay de malo en que la poesía moderna sea accesible a cualquiera, pero sí hay en que nazca de la convivencia unívoca y estrecha entre hombres y mundo idénticos”. (Aquí la lectura debería ser a la luz del texto de Adorno “Poesía lírica y sociedad”, antes citado). Acto seguido, en un juego interesante donde se pone a sí mismo como modelo —sin olvidar que habla de poetas generando por lo tanto un territorio indefinible entre poesía y prosa— apunta: “Yo mismo soy un autor que defiende su propio nivel pero mis obras no olvidan nunca que además de mi mundo existen otros. Aunque no escribo para el pueblo, escribo como quien se siente vigilado por el pueblo, y que depende de, y se ha formado en, el pueblo”. Y concluye el párrafo de un modo clarividente: “Mi arte ha crecido no tanto en contacto con personas semejantes a mí sino de la relación con el adversario”. Para Gombrowicz el problema es que muchos poetas olvidan todo esto. Se olvidan del factor sociedad, mundo, realidad, otro. Por ello apuntala sus tesis: “En efecto, ningún poeta es exclusivamente poeta, sino que en cada uno de ellos existe también el no-poeta, el que ni canta ni ama el canto… ser hombre es algo más que ser poeta”. Si esto se olvida el poeta se transforma en fraile, en protector del fuego sagrado, sacerdote de un puñado de ideas poéticas y de poetas y de poemas, como en una especie de rito ceremonial. Para Gombrowicz, cuando la poesía se transforma en rito (muy irónicamente habla de los recitales de poesía como homilías) desaparece la literatura, desaparece el otro, desaparece el mundo, la realidad. Es decir, se esfuma la poesía. Por eso, hacia el final del texto señala: “Creo haber explicado más o menos porqué soy reacio a la poesía en verso; y porqué los poetas, dedicados en cuerpo y alma a la Poesía, al cerrar los ojos ante la realidad, olvidan la existencia del hombre concreto y acaban encontrándose más allá del aparente Triunfo, más allá de toda la pompa de sus rituales, en una situación catastrófica”.
¿Y José Luis García Martín? Su columna se dirige hacia lo más superficial del texto para hacerse notar él mismo, tal vez. Antepone su yo a sus propias ideas, y esto es muy difícil. Resalta los fragmentos menos destacables del texto de Gombrowicz. Esto es, simplemente destaca aquellos que hablan de vanas polémicas fácilmente criticables entre poetas. Por otra parte, señala que Visor publica este texto para halagar a sus lectores copiando la estrategia Media Markt que nos dice “Yo no soy tonto”, que es una forma graciosa de llamarnos idiotas. No lo sé. Sin embargo, leer el texto de Gombrowicz así —como parodia o caricatura de los poetas fuera de toda historicidad— carece de sentido. Además nos dice que tras cerrar el libro, es capaz de “rebatir una a una sus razones”. Rebatir sus razones no significa superarlas. El crítico rebate sus razones sin decirnos cómo. Pero esa sería otra cuestión. Y añade que Gombrowicz, “de algún modo, tiene razón”. ¿De algún modo?
Sin embargo, García Martín no entra en el texto de ningún modo, sino que lo entiende al revés. Para empezar escribe el crítico: “Gombrowicz no ataca a los poetas, sino a su caricatura”. Al contrario. El objetivo de Gombrowicz es ir contra los poetas. Precisamente ése es el título de la obra. Pero, como Adorno —a pesar de las distancias entre ambos—, no va contra todos los poetas sino contra ciertos poetas que hacen de la poesía un rito ceremonioso. Va contra los frailes de la poesía, que ven ella una especie de lugar de comunión religiosa, como una especie de convento cerrado al público. Una especie de logia donde sólo unos pocos valen. Curiosamente —dando la vuelta a la tortilla— ésa es la postura de García Martín. Y ahí está el punto clave de la digresión de García Martín, en la que se columpia y trata de transformar la hipótesis de Gombrowicz, con la que podemos estar o no de acuerdo pero que exige una reflexión centrada. Gombrowicz, precisamente, se ríe de aquellos sacerdotes poéticos que se preguntan: “¿Vale la pena gastar tanto papel, esfuerzo y dinero con tan poco provecho?” (escribe García Martín). La poesía —parece decirnos García Martín—es tan virginal que se destruye en contacto con el papel. No. No es esa la idea. Curiosamente, por motivos peregrinos, García Martín considera que Gombrowicz tiene razón, pero de lo que no se da cuenta es de que él está siendo la caricatura de la que hablaba Gombrowicz, al sostener la frailedad (o frailismo) exclusivista de la poesía: “pero diez o doce poemas al año, tras tantos siglos de escribir poesía, y en tantas lenguas, bastan para formar una memorable antología inagotable. Sobran casi todos los poetas”. No es ésa la idea de Gombrowicz. García Martín se convierte, precisamente, en el fraile de la poesía, en el protector sacerdotal de la poesía, personaje contra el que se dirige, precisamente, Gombrowicz. La poesía no necesita frailes.
Para Gombrowicz el problema no está exactamente en la poesía sino en la actitud de los poetas. Cuanta más poesía se publique y escriba más posibilidades de acceder a la poesía no pura, prosaica, cruda, que nos haga temblar —como él mismo exigía, tendremos. La poesía no está en el verso o la versificación —y ésta es la complejidad oculta del texto de la que no se percata o no quiere percatarse en su crítica García Martín— dado que no existe lo poético sino la escritura capaz de mezclar elementos diferentes, más allá de eso llamado versificación. La tesis fundamental de Gombrowicz tal vez sea que no existe lo poético. Encantados.
3 comentarios:
Muy buena crítica de la crítica: desmontar la crítica es un ejercicio muy saludable intelectualmente para todos.
La cuestión planteada, la validez de la exquisitez de la poesía tras un tiempo de destrucción y guerra no se circunscribe sólo a ella. Muchas manifestaciones artísticas (la música, la pintura...) podrían ser tachadas de superfluas, o despreciadas desde ese "odio" recordado en boca de algunos de estos autores, -en este caso admirable.
Y sin embargo yo creo que hay un proceso creativo individual y colectivo que no se interfiere, y por eso surge esa inquietud general ante el dolor y desasosiego periódicamente en la historia de la cultura en los momentos críticos que necesitan esa respuesta, y a la vez hay trayectorias que alcanzan cimas de armonía estética y placentera igual de necesarias.
El autor inconsistente y superfluo lo va a ser en la más cursi primavera y bajo el bombardeo sangriento. Hay un rigor interno -artístico, ideológico -me refiero a captar la realidad, no a politizarla- que desconoce por completo y que no va a alcanzar nunca. En el arte hay genios, hay dignos seguidores de lo abierto por estos, y luego los habituales y frecuentes mediocres.
¿O un prisionero salvado de Auschwitz -y cualquier persona en cualquier tiempo sean cuales sean sus circunstancias personales o sociales, conflictivas o favorables- no puede sentir deseos de recrearse con cimas de Vivaldi, Mozart, Velázquez, Fra Angélico, Juan de la Cruz, los escritores de haiku japoneses...incluso en sus peores momentos? ¿Hacemos una lista con el estigma de lo puro y lo impuro sobre el arte? Vuelve esto a sonarme a las marcas para jugar a un holocausto. Vaya avance.
Y ¿muchas de las obras bellísimas, aparentemente a salvo del deterioro de cualquiera de los sufrimientos del ser humano, no han sido creadas precisamente en un estado físico y real lamentable como sulimación de un estado crítico devuelto en una grandeza no entendible por el frío razonamiento? ¿Nadie recuerda todavía el último verso de Antonio Machado encontrado en sus bolsillos? ¿O el poema 'Masa' -y tantos otros- de Vallejo? Aquí yo sí que haría un inventario.
Siguiendo otro razonamiento, ¿deberíamos negar la obra de los autores que sabemos que deleitaban a los tiranos habidos en el mundo, capaces de ordenar horrores y a la vez llorar por la salud de sus mascotas o emocionarse con unas piezas de arte o un paisaje?
Nos perdemos en teoricismos que desconocen lo humano. El discurso teórico tiende a alimentarse de sí mismo. ¡Qué paradoja acusar de desconexión con la realidad por parte de quienes se creen habilitados para hacerlo! Al menos reconocen una animadversión o incapacidad de entender lo poético. "La realidad es el discurso. Y yo, pensador, lo decreto". Pues en gran parte no. Así es el mundo académico, tantas veces abstruso como superfluo.
magnífico, excelente la manera en que pones en su sitio a García Martín. Enhorabuena.
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