Tal vez el Caballo de Troya
fuera la primera obra de arte activista. Basado por una parte en la subversión
y, por otra, en la toma de poder, el arte activista interviene tanto desde
dentro como más allá de la fortaleza sitiada en la alta cultura o “el mundo del
arte”
Lucy Lippard
“Un día de
tormenta […] me hallaba luchando contra el viento en la esquina de una calle,
cuando de pronto dio vuelta a la esquina un hombre con tal precipitación que
chocó violentamente conmigo. Antes de que pudiera reponerse del susto y
murmurar unas palabras, consulté con gran afectación mi reloj y, como si
hubiera preguntado la hora, dije cortésmente: “Son exactamente las dos menos
diez minutos” (aunque la verdad es que eran casi las cuatro), y continué mi
marcha. Tras haber caminado unos cuantos pasos, me volví y pude ver que todavía
me seguía mirando, evidentemente confundido y extrañado por mi observación”[1].
Esta anécdota pertenece a Milton Erickson. Sobre ella asienta las bases de una
de las teorías claves de la psicoterapia breve: la técnica de la confusión.
Esta técnica tiene algo que ver con la desviación pero con una forma de la
desviación sometida al poder de la incertidumbre. Lo que viene a decir Erickson —simplificando— es que tras
una paralización inicial, todo estado de confusión provoca una reacción de
búsqueda de causas o motivos que arrojen luz sobre la incertidumbre, así como
sobre la sensación de inseguridad que ésta provoca. Es en ese estado de
confusión donde proliferan, por ejemplo, los “lavados de cerebro”. Pero vayamos
por partes. En situaciones de confusión, como la descrita por Erickson, todo el
mundo echa mano del primer cable aparentemente salvador, es decir, del primer
punto concreto de apoyo. A este punto se le atribuye una importancia (y validez) superior a la
que en realidad posee, incluso cuando el punto de apoyo en cuestión sea
totalmente erróneo o, al menos, insignificante. Dicho en otros términos: para
salir de la confusión construimos un fantasma o, mejor, una fantasía de orden.
Tomando prestada
esta situación —en una mala lectura ericksoniana— es posible extrapolar dicha
situación a otras esferas. Todo estado de confusión —más allá del territorio
psicológico— genera o irradia múltiples posibilidades; posibilidades que
tienden a autoproclamarse estados de seguridad. Esta fórmula de la técnica
de la confusión
extraída de su contexto original puede servirnos, por ejemplo, para interpretar
modelos políticos más amplios. La confusión ha solido verse como un sinónimo de
desorden pero sobre todo como un antónimo radical de la seguridad. En este
sentido, retomando a Erickson, ciertas políticas han tratado de mostrarse como
lugares de seguridad, esto es: se han retratado como ese cable salvador que puede
“sacarnos de la confusión”. Si bien la etimología, co-fundere, apunta hacia una situación en la
cual “algo fluye”, es decir, apunta hacia una realidad que escapa a la
catalogación de lo cerrado, su estigmatización filosófico-política es
igualmente antigua. Evidentemente Platón ejerce de personaje tutelar. Es la
huida de la confusión lo que en buena medida está detrás de varios postulados
de La república.
La confusión es la enemiga superior de la política, tanto desde el punto de
vista de la justicia como —por extensión— de las artes. La justicia implica un hacer cada
uno lo que debe
y, en este sentido, queda enmarcado en los límites formales de su punto de
partida. La confusión se constituye como el claro enemigo de la justicia (y de
la política, y de la moral, etc.). Con respecto a las artes, tanto los poetas
como los pintores, en el famoso libro X, son expulsados en tanto que,
ontológicamente, confunden lo real; gnoseológicamente, confunden al espectador
sobre el origen de su conocimiento; y psicológicamente, envenenan la mente de
los espectadores al mostrar a personajes contradictorios en situaciones
confusas y lamentables. Es más, Platón reprocha a los artistas el hecho de que
incluso pretendan confundir al espectador haciendo partícipe a éste, es decir,
provocando que salga de su papel de espectador. Todo esto ejercerá una amplia tutela filosófica, durante
siglos. El temor a la confusión es una herramienta de control, y dicho estado
de temor provoca la virulenta necesidad de hallar un “cable salvador”,
provocando a su vez una situación (fantasmática) de seguridad, donde la
búsqueda de “lo claro y distinto” se transforma en base (y causa) de todo
conocimiento.
Es esta engañosa y
débil tendencia a concebir la seguridad como principio lo que, llegando al terreno que
nos ocupa, ha sido edificado por la derecha en el ámbito de la política, con la
desidia de buena parte de la izquierda. En este sentido, el abandono efectivo
de “lo político” ha provocado que la derecha se haya convertido en un
espacio de no-confusión, que si bien no es sinónimo de seguridad, si tiene la forma de
“gestión del desorden”. De esta forma, un libro como Pensar desde la
izquierda[2], sirve para escenificar una larga lista de cuestiones que
tratan de dibujar tanto el rostro de una derecha que ha puesto a funcionar su
activismo (fundado en la no-confusión, y ofreciéndose como cable salvador) como
a una izquierda que se ha replegado (por no decir, desactivado). En este
contexto se establecen las líneas de tensión de este libro, de varios y
múltiples autores que, en lugar de como un libro al uso, habría que leerlo como
si de una puesta en escena del pensamiento de la izquierda actual se tratase.
En este sentido, su lectura tiene el objetivo de no dejar ninguna puerta
cerrada, sino que más bien se ofrece como lugares por los cuales establecer un
tránsito de propuestas y contra-propuestas. Veamos algunas.
Una de las ideas que
recorren el libro es la puesta en obra, al mismo tiempo, de un activismo de la
derecha y una difuminación de la izquierda. De esta forma el texto de Christian
Laval, que abre el libro, dispone sobre el escenario algunas de las cuestiones
a tener en cuenta: “No existe tarea más urgente que la de comprender los
mecanismos por los cuales las ideas y las políticas de inspiración neoliberal
han llegado a ser preponderantes” (p. 13). Podemos apuntar que esta tarea y esta urgencia no pueden formularse desde un único principio o causa. La
causalidad no explica estos activismos desde la derecha. Al contrario, es la derecha la que tiende a
gestionar su propia causalidad. De esta forma el libro trata de enfocar el
problema de ese (des)activismo de la derecha desde lugares diferentes. Así, por ejemplo, se traza el camino
que va del liberalismo al neoliberalismo, desmantelando una serie de tópicos,
entre ellos, precisamente, el que haya una conexión efectiva, una causalidad
entre ambos territorios de pensamiento. Pero sobre todo desmonta Laval, a
través de su lectura de Wendy Brown, el hecho de que se piense ese
neoliberalismo como una forma anglosajona “metida” con calzador en el resto de
países. Al contrario, la propuesta inicial invita a mostrar el neoliberalismo
como un virus,
como una forma que se expande (y muta) pero que adquiere rostros diferentes en
función del contexto adaptativo.
Así leemos: “Un tópico muy extendido éste, que hace del neoliberalismo,
y tal vez del liberalismo en general, una creación anglosajona ajena al genio
francés y católico” (p. 15). El texto hace referencia —ésa es la idea de Laval—
al hecho de pensar el neoliberalismo en clave francesa. Este neoliberalismo
establece las bases de la desdemocratización —algo sobre lo que se insiste a
lo largo del libro— a partir de la construcción de un sujeto que abandona su
faceta de “pueblo” o de “trabajador” para convertirse en “emprendedor”. El diseño de este sujeto “emprendedor”
es una de las más hábiles estrategias del neoliberalismo y de la derecha en
general. Al subjetivizar falsamente los procesos de lectura del trabajador, al
convertirle en responsable y calculador, imposibilita no sólo la crítica hacia
el sistema (ya que sería una crítica hacia sí mismo) sino que somete toda vida,
todo proceso cognitivo, a un sistema de cálculo, eficacia y rentabilidad. De
esta forma, la “figura humana se reunifica en la construcción del sujeto económico, quien desde este
momento alcanza consideración de empresa al acecho de cualquier oportunidad de
negocio en un contexto de absoluta y constante competitividad. […] Los
criterios de eficacia y de rentabilidad y las técnicas de evaluación se
extienden a todos los terrenos a manera de evidencias indiscutibles” (p.19).
Una vez implantado este sistema, comienza a ser visible —como ocurre en la
actualidad— esa desdemocratización que podemos leer bajo el epígrafe de la “paradoja de la
democracia” que podría resumirse del siguiente modo: poner en estado de
excepción los principios de la democracia para fortalecer la democracia. Esta
paradoja muestra los entresijos del problema. Poner en “ausencia” los valores
de la democracia para fortalecer los principios económicos que sostienen cierta
versión de la democracia. Abramos ahora un paréntesis. Si pensamos esta versión
del neoliberalismo en clave “española y católica” deberíamos visualizar el modo
en el que se realiza este tránsito hacia el neoliberalismo (o derechismo)
actual. Dicho tránsito puede ser fácilmente rastreable desde la perspectiva de
lo que podemos denominar “retórica del esfuerzo”. Si aceptamos la idea de que
el neoliberalismo no ha de representarse como un todo que se trasplanta desde
el mundo anglosajón sino como un virus que se adapta y muta en función de los
contextos, en España podría estudiarse esa mutación desde aproximadamente los
años cincuenta-sesenta, cuando el franquismo comienza a postular ferozmente una
“retórica del esfuerzo” de origen católico, que tiene al sujeto-trabajador como
destinatario. Veamos un ejemplo. Recientemente Mariano Rajoy señalaba lo
siguiente: “o trabajamos todos unidos para lograr los mismos objetivos o
nuestros esfuerzos serán estériles. O demostramos, de verdad, que somos una
nación dispuesta a sacrificarse para conquistar un futuro mejor o no merecerá
la pena el esfuerzo"[3].
El Rey Don Juan Carlos recogía la misma forma retórica del siguiente modo:
“responsabilidad, solidaridad, templanza y espíritu de sacrificio”[4]. Sin embargo, estas palabras se enmarcan
en una tradición retórica anterior: “la base para la transformación
económico-social de nuestra Patria es el esfuerzo que venimos desarrollando.
[…] Nuestros esfuerzos se encaminan a que se realice la igualdad de
posibilidades en la cultura en la forma más justa y amplia, que si no nos
permitirá resolver el problema completamente para las generaciones de ayer, sí
nos lo consentirá para cambiar la suerte de las jóvenes y venideras. […] Ha
sido necesario el emplear a fondo energías y esfuerzos para vencer intereses y
resistencias. […]Hemos de considerar que por habernos planteado estos problemas
hace veinticinco años, y por la continuidad de los esfuerzos desarrollados en
este tiempo, España es la nación que puede mostrar al mundo una solución
moderna y eficaz para asegurar la paz permanente entre los estamentos sociales.
[…] Cualquier otra interpretación es superficial y no representaría sino la frustración
de un gigantesco esfuerzo y sacrificio vivido heroicamente con ánimo de
salvación y de continuidad por todo un pueblo”[5].
Lo mismo: heroicidad, sacrificio, esfuerzo, paz, etc. Estas palabras de
Francisco Franco pronunciadas en 1961 en la apertura VII Legislatura de las
Cortes Españolas dan forma a ese discurso asumido por el neoliberalismo y la
derecha. Ese mismo año de 1961, en su discurso de fin de año volvía con la
misma retórica, esta vez mediatizada por la metáfora del navegante que tanto
gustaba al dictador y que usó en varios discursos: “En el campo de lo terreno
hemos de considerar que la feliz navegación no se debe sólo al mérito del
capitán, ni a la capacidad y resistencia de la nave, ni a la buena doctrina de
marear, sino al conjunto de estos elementos unidos al esfuerzo de su
tripulación”[6]. El esfuerzo
de la tripulación es una expresión propia de cualquier totalitarismo
nacionalista. Cerramos ahora paréntesis.
Esta revisión
entendida como reactualización retórica puede leerse dentro de un proceso más
amplio de desdemocratización. Dicho proceso
se puede situar también en el marco de gestión del desorden al que alude Giorgio Agamben a lo
largo de la entrevista que se incluye en el libro. De este modo, el primer paso
parece evidente: tratar de establecer una arqueología del discurso de la
derecha. Discurso que, volviendo al principio, tiene como base la técnica de
la confusión.
Ante un posible desorden o confusión se construye un delirio de seguridad. “El actual discurso sobre la
seguridad —afirma Agamben—, contrariamente a lo que afirma la propaganda
gubernamental, no tiene como finalidad la prevención de atentados terroristas u
otras formas de desorden público; su función es, en realidad, el control y la
intervención a posteriori”. En este sentido, los gobiernos no pretenden “el
mantenimiento del orden sino la gestión del desorden” (p. 28). Gestión del desorden:
medidas de tipo biométrico, huellas, fotos, etc. cuya finalidad no es impedir
un delito sino poner en orden tales delitos, generando una constante sospecha
de los otros. Dicho orden apela a la identificación del sospechoso, a crear una
ficción fantasmal del orden. Ficción que también podemos ver a la hora de
gestionar las manifestaciones, donde la policía tiene como único fin ese gestionar
el desorden. Por
ello añade Agamben: “Una democracia limitada a disponer como único paradigma de
gobernación, y como único objetivo, el estado de excepción y la búsqueda de
seguridad […] deja de ser una democracia” (p. 28). Pero llama sobre todo la atención
acerca de un fenómeno que suele pasar desapercibido y que forma parte de esa técnica
de la confusión:
“Las limitaciones a la libertad que el ciudadano de los países denominados democráticos está ahora dispuesto
a aceptar son infinitamente mayores de las que hubiera consentido hace sólo
veinte años”(p. 31). La identificación de la democracia con procesos
económicos, con el imperio de la seguridad, con temor a la confusión, etc.,
conlleva inevitablemente la fractura de un verdadero proceso democrático. Es en
este proceso donde se sitúa la orbita de trabajos más interesantes de este
libro, o de este escenario de pensamientos, como podemos entender un libro de las
características de Pensar desde la izquierda.
El temor a la
confusión —y por lo tanto a la inseguridad— se retrata igualmente bajo el
rostro de “la minoría”. De este
modo, Frédéric Neyrat, a partir de Arjun Appadurai, señala lo siguiente: “Si
nos sentimos incompletos es porque nuestra mayoría resulta insuficiente; si
esta mayoría resulta insuficiente, una minoría puede llegar a ocupar nuestro
lugar. Aumenta entonces el miedo a perder su espacio, el miedo al “intercambio
de papeles”. Desde el momento en que la minoría se considera, se concibe o es
concebida como sustancial en número, puede ser declarada un peligro. […] Visto
así, el miedo que inspira el escaso número nada tiene que ver con la realidad
de estas minorías: su capacidad sediciosa no es sino puramente imaginaria” (pp.
76-77). Es más, “el temor que inspira el pequeño número supone ciertamente una
forma de delirio, pero un delirio que responde a la realidad de la
globalización —no sólo a la imaginación—“ (p. 80). Ahora bien, estas minorías
pueden estructurarse de modos diferentes, siendo capaces de producir lo que
Toni Negri denomina “lo común”. Por ello, señala el propio Negri: “Si bien
estamos atrapados en el esclavismo capitalista, somos rebeldes, fugitivos. Ser
móviles, inteligentes, poseer lenguajes, ser capaces de la libertad no es un
don natural. Es una potencia, el producto de una resistencia creativa” (p.
153). Esta resistencia, sin
embargo, permanece parcelada, desconectada. Los trabajadores, los movimientos
feministas, ecologistas, etc., forman lugares de protesta desconectados, desvinculados
entre sí a pesar de su cuestionamiento de la ficción de seguridad construida por el poder. Por ello
Negri habla de “la inteligencia de crear lazos entre las luchas que vienen de
distintos frentes. Estas luchas pueden venir de la ecología, de la fábrica, del
trabajo social, de los servicios, etc. Se trata, en definitiva, de reunir a
todos los sectores en los que se desarrollan nuevas condiciones de producción”
(p.155). Pero al mismo tiempo, tanto Negri como Hardt, asumen el hecho de que
los modos de producción han variado, y que la biopolítica, como emergencia de
lo inmaterial, domina el territorio del trabajo. Al respecto, Hardt considera
“que, mientras que en los últimos ciento cincuenta años la producción
industrial era dominante, estamos ahora en un periodo de transición en el que
la producción inmaterial y biopolítica es la que se vuelve dominante. La
producción industrial no era dominante en términos cuantitativos” (p. 170).
Ahora bien, según Negri, el biopoder es inclusivo: “Proletarios, obreros, precarios, todos son
pobres. Pero no están excluidos, están incluidos entre los pobres del biopoder: la pobreza —en el mundo global,
en el mundo de la producción social—-es siempre inclusión, inherencia a una
relación con el capital en la que la sociedad invierte y pone a trabajar. En la
relación biopolítica, hay que considerar la existencia de pobres de manera global” (p.
163). El hecho de que el capitalismo actual se transforma en política difusa (que sería otro modo de entender
la democracia) en tanto que esparce su proceder desde la sutileza de lo inmaterial como forma
de controlar toda confusión, queda perfectamente retratado tanto bajo el
concepto activo del espíritu del “emprendedor” como en la propia invisibilidad
de ciertos trabajos. En este sentido, una de las aportaciones más interesantes
del libro es la propuesta de lectura de Delphine Moreau, quien dedica su texto
a la teoría de care y su perspectiva política. Las teorías del “care centran su atención en la manera
en que ciertas personas cuidan de otras y se preocupan por sus necesidades, al
igual que en la dimensión moral de estas tareas y en el carácter injusto de su
distribución” (p. 133). De alguna forma lo que pretende mostrarnos no es tanto
el sentido del trabajo centrado en el cuidado como las estrategias de
invisibilidad que las estigmatizan. “Estas actividades —escribe Moreau— son
indispensables para hacer que nuestro mundo sea habitable, y su invisibilidad
es también la de los, y sobre todo la de las —mujeres extranjeras— trabajadoras
de clases pobres que las efectúan” (p. 133). Una invisibilidad que la propia
autora escenifica del siguiente modo: “En las oficinas, la limpieza se hace a
menudo a horas tardías o pronto por la mañana. Los que trabajan durante el día
en esas oficinas pueden no ver jamás a quienes trabajan en la frontera de la
noche, vacían sus basuras y limpian sus espacios de trabajo. De esta manera,
pueden desconocer sus condiciones de trabajo y literalmente no tener que
preocuparse por ello. El privilegio, unido a la desigualdad de papeles y a las
obligaciones de cuidado en nuestras sociedades garantizan “la posibilidad de
ignorar ciertas formas de adversidad con las que [los privilegiados] no tienen
que enfrentarse”” (p. 139). En este texto, altamente interesante, pone sobre la
mesa otra de las cuestiones centrales del biopoder: la anulación del lenguaje. A los
enfermos, a los que necesitan cuidados no se les otorga un lenguaje, o, en caso de pronunciarse,
jamás ese lenguaje es tenido en cuenta. De este modo, es un otro deslegitimado, o como mucho, construido tan sólo como imagen
(esto es: la limpiadora). Es aquí donde podría situarse, en paralelo, la aportación de
Jacques Rancière (aunque sea ésta distante de la producción de lo común de
Negri o Hardt). La suya es una aportación clave que apuesta por la emancipación del sujeto. Imagen y lenguaje son
su territorio. Ya en textos anteriores ha desarrollado Rancière la idea de que,
a pesar de lo que digan los medios y los intelectuales, el problema no son las
imágenes. El problema no está en que los medios nos muestren de un modo atroz
la muerte del otro, no está en la saturación de imágenes sino en la eliminación
de la voz (y del lenguaje). El otro aparece como terrorista, como víctima, como
inmigrante, etc., aparece, pero su lenguaje ha desaparecido. Este sujeto es encerrado
bajo una etiqueta-imagen cuya misión es encapsular e imposibilitar todo
discurso cuyo fin sea la huida de esa forma de catalogación sensible. En ese
sentido, para Rancière el proceso de desidentificación es capital para alcanzar la
emancipación del trabajador. Es decir, la limpiadora que trabaja en la oficina
se convierte en un fantasma que recorre las mesas, que apenas deja huella, y en
este no-dejar-rastro-de-su-presencia, está su papel. Escribe: “la emancipación
de los trabajadores comienza con la posibilidad de constituir maneras de decir,
maneras de ver, maneras de ser que rompan con las que están impuestas por el
sistema dominante”. Una emancipación que podemos situar en “el rechazo de la
adaptación, el rechazo de esa identidad de la que se le provee, rechazo a
sentir de ese modo, a percibir de ese modo a hablar de ese modo”, un rechazo
“de todo aquello que va adherido a la experiencia sensible ordinaria tal como
está organizada por la dominación” (pp. 386-387). En definitiva, la apuesta de
Rancière viene por “la transformación de la relación que tenemos con nuestra
propia condición” (p. 386).
Dicho esto, sería
interesante contraponer las posturas de Negri y Rancière. Para Negri la
producción de lo común así como la inminencia de la revuelta tiene al
trabajador cognitivo como pieza central. Si los “levantamientos populares son
hoy acontecimientos inminentes, y se presentan como de cumplimiento inevitable
si queremos construir un terreno constituyente” (p. 163), estos levantamientos
han devenir filtrados por ese trabajador cognitivo que ha de mostrar al
trabajador sus terribles condiciones de vida. Escribe Negri: “Pero si el
trabajo cognitivo no posee esta fuerza, si no estamos todos —nosotros que
sufrimos la explotación capitalista del trabajo y la cooperación social—
preparados para la revuelta, ¿se puede esperar que la clase obrera lo haga
sola? El privilegio del trabajo cognitivo consiste en que su medio de trabajo,
la inteligencia, no puede consumirse y pasa inmediatamente a ser común. ¿Lograremos
transformar esta comunidad en un arma revolucionaria común?” (p. 162). Es
frente a esto —frente al hecho de encasillar de incapaz a la clase obrera— donde se sitúa
Rancière, para quien el proceso supone una ruptura de esa jerarquización, esto
es, supone una visión donde el intelectual no tiene nada que enseñar al obrero.
O dicho de otro modo, para Rancière el problema no está en que el trabajador no
sepa que está explotado, es más lo sabe perfectamente, sino que el problema
reside en el proceso mismo de desidentificación con respecto al propio concepto
de explotación. Jacques Rànciere en Sobre políticas estéticas había escrito lo siguiente: “Los
explotados no suelen necesitar que les expliquen las leyes de explotación.
Porque no es la incomprensibilidad del estado de cosas existente lo que
alimenta la sumisión, sino la ausencia del sentimiento positivo de una
capacidad de transformación”[7]. He aquí la diferencia con la apuesta de
Negri, y que Rancière, como veremos, sitúa también cerca de la experiencia artística.
En cualquier caso, para Rancière la emancipación como desplazamiento se sitúa
frente a la idea de un trabajador cognitivo que ejerce la tutela. Negri, a su
vez, apuesta por una revisión del sindicalismo, el cual ha caído en un mero
órgano administrativo, pendiente de cuestiones que salen al paso en lugar de
cómo un movimiento político en confrontación y antagonismo constantes. Para
Negri, es el desprecio real por lo político por parte del sindicalismo europeo
lo que ha provocado que se
desarrollen formas alternativas de organización.
Entre estas dos
posiciones —o topografías intelectuales de la izquierda— podemos establecer
algunas de las escenas centrales para el pensamiento crítico actual. Lo que
implica otra pregunta: ¿cuál es el lugar del intelectual en los procesos políticos
actuales? A esto trata de responder el inteligente trabajo de Razmig Keucheyan,
titulado “Mutaciones del pensamiento crítico”. Es evidente —y este libro es una
clara muestra— que el hecho de la caída del muro y demás acontecimientos
relacionados desde entonces no ha reducido —al contrario— la cantidad de
esfuerzos por pensar la situación de la izquierda como proyecto. Es más, “que
sea largo el tiempo que nos separa de una reestructuración operativa del
socialismo no impide que los discursos críticos proliferen” (p. 205). Este
punto de partida provoca una serie de cuestiones altamente sugerentes. La lista de autores que apuestan por
esta reconfiguración de la izquierda desde la teoría incluye nombres conocidos:
Badiou, Zizek, Negri, Laclau, Balibar, etc. Como bien apunta Keucheyan “la
“novedad” de las ideas que [estos] elaboran proviene de su intención de pensar
el ciclo político abierto en el momento de desintegración del bloque del Este”
(p. 206). Ahora bien, el tema estaría en el marco desde donde se ejerce ese
pensamiento, lo que implica una pregunta acerca de las relaciones entre teoría
y militancia. El autor sintetiza el problema afirmando que el marxismo puede dibujarse desde
sus orígenes como un triángulo cuyos tres vértices son las ciencias sociales,
la filosofía y la política. Para Marx y Engels, al igual que para los marxistas
clásicos, como por ejemplo Lenin y otros, estos tres elementos se encuentran
por completo entremezclados, pero, ¿qué ocurre con los pensadores actuales? “Al
contrario que sus predecesores —escribe Keucheyan—, los pensadores críticos
actuales se enmarcan dentro de uno u otro vértice del triángulo, en raras
ocasiones de dos de ellos. En particular, ya no ostentan responsabilidades en
organizaciones políticas […] [limitándose] las más de las veces al papel de
conferenciante” (p. 207). Sin embargo, suponer que son estos pensadores
actuales los responsables de esa desconexión entre teoría y militancia,
supondría hacer claramente trampa. El “triángulo marxista” comienza a
descomponerse mucho antes, desde mediados de los años veinte. El fracaso de la
Revolución alemana en 1923 y el retroceso del movimiento obrero que la siguió
son la principal causa de esta descomposición. En esta época, se instaura un
marxismo “oficial”, controlado por Moscú, “que prohíbe toda innovación
intelectual independiente y sitúa
a los intelectuales ante la alternativa de mantenerse fieles al poder o guardar
las distancias con las organizaciones obreras. Esta separación no dejará de
aumentar con el tiempo” (p. 208).
Étienne Balibar
incluye en su entrevista un concepto de ascendencia foucaultiana: “lo
insoportable”. Escribe: “Lo insoportable —que es en primer lugar, y sobre todo,
aquello que experimentan quienes son objeto de la explotación, de exclusión y
la discriminación— existe. Por lo tanto, es correcto sublevarse” (p. 295). Esta idea puede servirnos para
introducir otra de las cuestiones centrales del libro: lo político. ¿Cómo
entender eso que llamamos “lo político”?
Es esta pregunta la que nos trae diferente lecturas. Lo político se
muestra como lo opuesto a la democracia en tanto que proceso determinado
económicamente. En este sentido,
Chantal Mouffe apuesta por diferenciar entre “lo político”, que identifica con
el concepto de antagonismo y “la política” que sitúa bajo el rótulo de lo
hegemónico.
Hablar de hegemonía “implica que cada orden social no es más que la
articulación contingente de relaciones de poder particulares y que no tiene,
por tanto, cimientos racionales últimos” (p. 244). Lo que viene a suponer que
la hegemonía es una práctica contingente y que, por lo tanto, las cosas siempre
“podrían ser de otro modo. Todo orden tiene su fundamento en la exclusión de
otros órdenes posibles” (p. 244). El problema apuntado por Mouffe es que buena
parte de los socialdemócratas han aceptado esa hegemonía no como algo contingente sino que han entendido esa
hegemonía liberal bajo la óptica del “no hay alternativa” (de origen
tatcheriano), lo que ha desactivado toda oposición, ya que esta oposición ya no
se dirige a los elementos contingentes sino al sobrevivir dentro de la
hegemonía. Sin embargo, “todo orden hegemónico —apunta Mouffe— puede ser
cuestionado por prácticas contra-hegemónicas” (p. 245). Para Mouffe una acción importante
sería la posibilidad de construir lo que denomina cadenas de equivalencia. Se refiere con ello a “establecer una cadena de
equivalencias entre esas luchas diferentes para que , cuando los trabajadores
definiesen sus reivindicaciones, tuviesen también en cuenta las de los negros,
los inmigrantes y las feministas. Para ello hace falta, desde luego, que cuando
las feministas definan sus reivindicaciones, no lo hagan tan sólo en términos
de género, y que ellas también asuman las de otros grupos, con el fin de crear
una larga cadena de equivalencias entre todas esas luchas democráticas. En
nuestra opinión, el objetivo de la izquierda debería ser el de instaurar una
voluntad colectiva” (p. 246). Es desde aquí, opina, desde donde puede
construirse una democracia radical. Ahora bien, la presión de la hegemonía
neoliberal, con su forma de orquestar la democracia, ha propiciado que la
izquierda en lugar de luchar por radicalizar la democracia se haya visto limitada “a luchar contra
el desmantelamiento de las instituciones democráticas fundamentales” (p. 247).
Ante esta situación su propuesta aboga por una mayor implicación de la sociedad
civil, de los colectivos, capaces de ejercer la presión necesaria, pero sobre
manera incide en el hecho capital de que esos colectivos han de trabajar “con
las instituciones políticas establecidas” (p. 248). Es en este punto donde
difiere, por ejemplo, del caso de Negri antes mencionado. Para éste, al igual
que Mouffe, es fundamental “crear lazos” entre las luchas que vienen de
diferentes frentes: ecología, fábrica, servicios, etc., aunque su concreción
final sea muy diferente a la que propone Mouffe. Negri, al contrario del
carácter inclusivo de Mouffe y su “consenso conflictivo” defiende la
posibilidad de construir formas alternativas de organización. “Son propuestas —escribe Negri—
para organizar cooperativas y otras formas mutualistas que ataquen directamente
los niveles financieros de la organización del trabajo. Toda lucha, si no
quiere estar abocada al fracaso, tiene que organizarse en este sentido” (p.
155).
El libro, por tanto,
ofrece la posibilidad de no cerrar ninguna lectura crítica hacia el presente. Si bien la
disparidad de textos y propuestas que ofrece el libro (Badiou, Zizek, Hallward,
serían algunos de los autores que quedarían por citar y que construirían otra
ruta del lectura) implica la imposibilidad de una perspectiva unidimensional
—algo de agradecer— del pensamiento desde la izquierda, esa irreductibilidad conlleva en sí
rutas divergentes. De ahí, suponemos, la inclusión en el subtítulo del libro de
la palabra mapa,
en tanto que el libro ofrece esa posibilidad de irradiación de lecturas. Ahora
bien, dos cuestiones llaman la atención, y con ello podemos cerrar esta larga
lectura. Se trata de dos ausencias. Por un lado, la falta de una reflexión
profunda en torno a la relación entre el pensamiento desde la izquierda y las
nuevas tecnologías y, por otro lado, la desaparición de la pregunta —capital en
otro tiempo— entre el arte y la política.
Y en este sentido, ¿a dónde nos llevaría esa última pregunta?
CODA. UNA PROPUESTA: ¿ES POSIBLE UNA REVISIÓN DE LA
LITERATURA FAKTA?
La pregunta acerca de las relaciones entre arte y
compromiso dispara las alarmas. A lo largo de Pensar desde la izquierda no hallamos apenas referencias.
La primera de ellas la pone sobre la mesa Chantal Mouffe: “estoy convencida de
que tenemos mucho que aprender de las experiencias realizadas en el marco de lo
que se denomina “activismo artístico”, (p. 255), refiriéndose en concreto a los
proyectos de Act Up o Gran Fury. La segunda referencia, menos concreta, pero
con un mayor conocimiento del
marco estético, es la que desarrolla a lo largo de su texto Jacques Rancière.
Escribe Rancière al respecto: “Las cosas interesantes comienzan cuando el arte
es indeterminado y pierde sus fronteras” (p. 388). La apuesta de Rancière por
el arte crítico se construye sobre la idea de que un arte tal debe huir de la
crítica directa y panfletaria. La
crítica “cuyo objetivo debía ser que la gente comprendiese que se encontraba en
un mundo que no estaba bien y que había que cambiarlo, funcionaba sólo en la
medida en que, de hecho, bastante gente ya sabía o cería saber que no sólo
había que cambiar el mundo sino cómo cambiarlo. […] ¿Qué ocurrió? Pues ocurrió que
estos análisis críticos empezaron a girar en falso” (p. 390). Para Rancière la
forma de un arte crítico nace de la importancia de un proyecto emancipatorio
donde el sujeto explotado se desidentifica, es decir, sale de la etiqueta que el poder le ha
asignado. Así pues, su lectura de la crítica (y del activismo) retoma la forma
del anonimato frente a un arte crítico asentado como “triste lamento” (p. 390).
Una vez leídas las
escasas páginas que el libro ofrece acerca del arte crítico, podemos
desarrollar, no lejos de los postulados de Rancière, la formulación de un
encuentro entre el arte y la crítica. Un texto que Rancière conoce a la
perfección es “El autor como productor” de Walter Benjamin, y a ese texto en
concreto sería interesante regresar. Este texto de Benjamin se torna central
para comprender la posición de muchos artistas que optan por el ámbito crítico.
El texto de Benjamin es del año 1934 y tiene su origen en una conferencia
pronunciada en el Instituto para el estudio del Fascismo. En este breve
trabajo, y bajo influencia tanto del teatro de Brecht como de los experimentos
de Sergei Tretiakov, Benjamin llamó al artista de izquierdas a “encontrar su
lugar junto al
proletariado”[8], señalando
que “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo se puede determinar
(o, mejor, elegir) sobre la base de su posición en el seno del proceso de
producción”[9]. Lo que
proponía Benjamin no era una simple implicación (condescendiente) con el
proletariado, ni la construcción de un arte mascado y simplón de corte
panfletario, sino que instaba al artista avanzado de izquierdas a intervenir,
como trabajador revolucionario, en los medios de comunicación para
trasformarlos. En lugar de un arte que represente el modo de vida de los
trabajadores (los explotados ya saben que lo están, como señala Rancière) se
debería tender a producir una nueva imagen del arte y de la cultura,
desactivando las viejas fórmulas burguesas. Escribía Benjamin lo siguiente: “lo
que tenemos que reclamar pues del fotógrafo es la capacidad de dar a su imagen
un título concreto que la saque de las tiendas de moda y le confiera el valor
de uso revolucionario. Y esta exigencia la plantearemos con el mayor énfasis
cuando los escritores hagamos fotografías”[10].
A lo que añade que el artista ha de ser “capaz de convertir a los lectores o a
los espectadores en colaboradores”[11].
Cuando Benjamin escribe esto ha visitado ya la Unión Soviética donde entra en
contacto con Sergei Tretiakov, encuentro que será para él fundamental también a
nivel literario. Aunque no lo menciona en el texto, Benjamin está refiriéndose
a lo que en ese momento comienza a calificarse como literatura fakta, lo que podría definirse como literatura
de hechos. La literatura fakta o factografía supone una apuesta fundamental
que en la literatura soviética desarrolló una forma diferente de trabajo
crítico. Este tipo de trabajos abogaban tanto por la ruptura de géneros y
disciplinas como por el valor del anonimato y del amateurismo. “Su apuesta
—escribe Víctor del Río— venía a desarticular el modelo tradicional de novela
burguesa a través de estrategias literarias como el skaz y el ocerk que recuperaban algunos géneros
menores ensayados en el siglo XIX. La factografía se vincula, por ello, con una
tradición antiburguesa presente ya en los géneros o subgéneros populares del
realismo”[12]. Esta
literatura fakta toma como modelo la realidad en estado bruto no gestionándola
con la finalidad de construir un orden narrativo tradicional (ni esteticista).
En cualquier caso la factografía fue un movimiento muy diverso. Por una parte,
podríamos hablar de una literatura “cosista”, que proponía acabar con la
imposición estructural que la novela tradicional concedía al héroe, para dar
lugar a una literatura sobre las cosas, que pudiera prescindir de los personajes.
Tal era la propuesta de Tretiakov en su Biografía de la cosa, que focalizó el trabajo de
Benjamin antes citado. Otra forma factográfica hace referencia a la necesidad de
acabar con la labor del escritor
tradicional consistente en ofrecer una percepción distanciada de las
cosas, para sustituirla por una
descripción de los hechos desde el punto de vista del especialista-productor.
La forma breve “de la corresponsalía
obrera debe alargarse para adquirir las dimensiones del ensayo productivo, en
donde las cosas no se describirán ya metafórica o distanciadamente sino mostrando el proceso dialéctico de su
producción. Ahora interesa más la fiabilidad de los hechos que su esteticidad. La obra ya no es un fin en sí
misma sino un medio para presentar
un material real. La correspondencia cinematográfica la representaría en
este caso el cine- ojo de Vertov”[13]. Volviendo a los modelos de recuperación
de la literatura menor del siglo XIX, será el modelo del ocerk el más interesante para una
recuperación actual de la literatura fakta. El ocerk es “un tipo de escritura que es
un montaje de retazos textuales de procedencia heterogénea articulados a modo
de crónica por un autor. El origen de la palabra ocerk se vincula con la idea de esbozo
literario”[14]. El ocerk, como herramienta de esa
literatura fakta, se sitúa en un territorio inexplorado entre la imagen
fotográfica, el texto periodístico, la literatura, la entrevista, la crónica, y
todo ello dispuesto no bajo una uniformidad narrativa, sino bajo su propia
conciencia de fragmento y aproximación productiva. El ocerk es una herramienta de producción.
Así, en palabras de Tretiakov, el ocerk no es asimilable a un género literario —aunque
tenga su origen en un género popular—, sino que en realidad comprende en sí
mismo otros géneros. El ocerk es un método prosístico que se ubica con ambigüedad entre
la literatura artística y la literatura de carácter periodístico. Mejor dicho,
y retomamos palabras de Gorki: “el ocerk se encuentra en algún lugar entre el tratado
científico y el relato”[15].
Podría verse el ocerk, y en general a buena parte de la llamada literatura fakta, como un
modo de trabajo similar al fotomontaje. De esta forma “la relación con los
materiales persistentes, apropiados o recuperados mediante la cita, no hablan
sólo de una literatura de los hechos, sino también de su antecedente como tales
que configura una literatura de facto, anterior al autor y, por tanto, no
sometida a su única “autoridad””[16].
Este modelo de literatura fakta ofrece —ofrecía— la posibilidad de establecer un vínculo
con la realidad no desde un “realismo” que impostaba la realidad encajándola en
un orden arquitectónico a merced de los gustos burgueses sino desde la
producción de los mecanismos de esa realidad, permitiendo que ésta se mostrase desde
lugares diferentes. Así, por ejemplo, la ruptura de los géneros, la
introducción del fotoensayo (Tetriakov, de nuevo) o la participación
colaborativa del proletariado en la propia escritura —es decir, la entrevista,
el amateurismo, etc.—, favorecían un nuevo modelo desjerarquizado de lo
literario. El escritor debía (y tal vez es todavía un reto) desidentificarse de su posición de escritor y
salir de las fronteras en las cuales se dibuja para ofrecer una escritura capaz
de aglutinar el caos de fragmentos sobre el que discurre lo real. En este
sentido, la enseñanza de la literatura fakta puede encontrar en el espacio de
las nuevas tecnologías, pero igualmente en el papel, un modo directo de
intervención en lo real. Esta literatura factográfica, que juega a medio camino
con la entrevista, el ensayo, el documental, la fotografía, el cine, el relato,
la poesía, la catalogación, etc., podría construir modelos de acción crítica
capaces de generar respuestas diferentes, alejados del mero “lamento” o el
panfletarismo, pero también del esteticismo lúdico en el que ha desembocado
cierto apropiacionismo actual. La pregunta en el aire es evidente: ¿es posible
retomar elementos de la literatura fakta para el presente? Otra cuestión es: ¿tiene sentido
esta pregunta en el contexto actual?
[Este artículo apareció en el número 350 de la revista Quimera, enero 2013]
[1] Milton Erickson, The Confusion
Technique in Hipnosis,
“American Journal of Clinical Hipnosis”, 6, 1964, p. 186.
[2] VV. AA, Pensar desde la
inzquierda. Mapa del pensamiento crítico para un tiempo de crisis. Errata Naturae, Madrid, 2012.
[3]
http://www.larazon.es/noticia/816-rajoy-apela-a-la-unidad-como-signo-de-fortaleza
[4]
http://www.abc.es/20120713/espana/abci-consejo-ministros-201207131130.html
[5]http://hemeroteca.abcdesevilla.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/sevilla/abc.sevilla/1961/06/04/052.html
[6]
http://www.generalisimofranco.com/Discursos/discursos/1961/00038.htm
[8] Walter Benjamin, “El autor como
productor”, en Obras. Libro II. Vol. 2, Abada, Madrid, 2009, p. 304.
[9] Ibid., p. 305.
[11] Ibid., p. 310
[13] Pau Sanmartín Orti, La
finalidad poética en el formalismo ruso:
el concepto de desautomatización. [Tesis doctoral. Disponible en:
http://eprints.ucm.es/tesis/fll/ucm-t29437.pdf]
[15] Citado en ibid., p. 110.
[16] Ibid., p. 111.
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