La urgencia de un presente aparentemente tan variable como el nuestro
debería incitar —o eso parece— a la reflexión. En este sentido, guste o no, la
aportación de Vicente Luis Mora en el panorama literario español es innegable.
Desde su ensayo Singularidades ha tratado obstinadamente de señalar, apuntalar, resituar —desde su
particular punto de vista, eso sí— los marcos de referencia para un nuevo (y
personal) mapeado del hecho literario en España. Si en aquel libro el lugar
central lo ocupaba la revisión de cierta poesía como superación de la
“normalidad”, desde entonces a esta parte se ha internado de un modo más
preciso en el estudio de cómo las nuevas tecnologías se involucran en los
procesos de creación y recepción de la obra literaria. Ahora bien, tanto por
ser referencia indispensable como por su intento de ahormar desde una
conceptualización propia y personal el presente artístico-literario, su trabajo
no está exento —al contrario— de una frontalidad crítica. Es más, he de
suponer, y por eso escribo estas líneas, que su deseo es que los lectores de su
último libro, Lectoespectador, no se queden como estaban.
Así, a la hora de plantear una
crítica de este libro, uno puede optar o bien por aceptar su terminología o
bien por cuestionarla. O bien, es cierto, cabe otra perspectiva: aceptarla para
cuestionarla. Lectoespectador, desde esta idea, tiene una línea central de argumentación: vivimos
en un tiempo nuevo que requiere ser pensado de nuevo y donde los escritores
buscan nuevas formas de entroncar lo literario con lo tecnológico, y lo hallan
dentro de un nuevo tiempo y un nuevo estilo (o genero) denominado pangeico. Pero, aceptando que estemos en un tiempo diferente (algo que
puede parecer evidente), de esa premisa ¿hemos de deducir necesariamente un nuevo estilo? Esa sería una primera
cuestión: la conexión entre época y estilo. Recordemos lo que decía Schiller en
sus Cartas sobre la educación estética del hombre: “el artista es hijo de su tiempo, pero ay de él
como se convierta en su discípulo”. Es evidente que el cambio que se ha
producido en el marco de las nuevas tecnologías en los últimos años afecta a la
literatura a muy diversos niveles —y de ello da buena cuenta el autor no sólo
en este libro sino en su blog y en otros trabajos anteriores—. Ahora bien, que
un hecho como éste, que tiende a ampliar nuestras fronteras creativas y
receptivas, genere un estilo cerrado, conceptualizado (y conceptualista), es lo
que puede llegar a cuestionarse.
Mientras leía este libro, y tras una conversación muy reciente con el autor, así como tras la revisión de algún otro texto suyo, he recordado un fragmento de Bouvard y Pécuchet de Flaubert. Escribe éste: “Entonces sienten [Bouvard y Pécuchet] la necesidad de hacer una taxonomía, realizan tablas, oposiciones antitéticas tales como “crímenes de reyes y crímenes de gente”, bendiciones de la religión, crímenes de la religión. Bellezas de la historia, etc.; a veces, sin embargo, encuentran verdaderos problemas para colocar cada cosa en su lugar y sufren por ello”. Y eso, es decir, la necesidad de orden compulsivo (y sufrir por ello), es lo que en principio más me llama la atención de su trabajo. Un orden que no tiende a lo académico —no se trata de taxonomías científicas— sino de la necesidad de un orden que permita capturar escenas, nombres, situaciones. Recientemente Enrique Lynch, en su reseña del libro para un suplemento cultural, hablaba de cierto desorden en la composición del libro. En realidad, mi hipótesis es la inversa (y creo que de eso no se da cuenta Lynch): es el exceso (obsesivo) de búsqueda de un orden lo que otorga esa apariencia de desorden. La cuestión para el autor parece ser: ¿cómo construir otro orden conceptual? A lo que se puede responder: ¿para qué queremos ese orden conceptual? ¿por qué no construir reflexiones —micrologías— desde las propias derivas de las obras en lugar de tratar de subsumir éstas bajo conceptos más generales cuyo destino es, finalmente, dejar fuera elementos marginales? ¿No se está cayendo —de modo paradójico— en esta pretendida huida del fantasma conservador de lo académico en un nuevo academicismo igualmente conservador?
A partir de esta idea, uno de
los elementos conflictivos del texto sería, precisamente, el método. Un sistema
crítico —que parte de la idea de repensar lo nuevo desde lo nuevo— se funda
—paradójicamente— en la necesidad de crear cajones perfectamente delimitados
para poder pensar desde ellos. Un posicionamiento de corte idealista que
presupone la subsunción de los fenómenos a una idea o concepto superiores. Así
divide el espacio-tiempo histórico en tres: tardomoderno, posmoderno y pangeico
(el último asume y supera los anteriores). Él mismo reconoce que no se trata de
una simple secuenciación temporal, sino que en el ahora conviven los tres
estadios. Sin embargo, considera que a pesar de esa convivencia, la ultimidad
histórica —como escalón más alto en el podium— es posesión pangeica, tildando de anacronismo a los anteriores.
Por lo tanto, el punto de partida del autor es puramente historicista, asentado
sobre una línea temporal donde una cosa se sitúa detrás de la otra, y donde hay
un final —aun por descubrir—. O dicho de otro modo, un retorno a eso de que las
artes, como las ciencias, progresan, y progresan hacia un fin y por lo tanto
esconde una teleología, una causa final. Aceptar este presupuesto sitúa la obra
en una lectura modernista del presente, que trata de lo nuevo con lo nuevo como
si fuesen avances científicos. O dicho de otro forma, no estaríamos hablando
realmente de un cambio sino de una reseteado del presente con un ordenador (método) del pasado. Lo paradójico
reside en afirmar que no existen nombres/conceptos para el presente, que hallar
esos nombres es algo estrictamente necesario (¿?) y, sin embargo, utilizar métodos
tardomodernos para encontrar ese nombre. W. J. T Mitchell lo expone mucho mejor
que yo, a la hora de hablar de esta tendencia a compartimentar/empaquetar: “[se
trata de un típico] historicismo ritualista, que siempre confirma una secuencia
principal de períodos históricos, una narrativa dominante canónica que nos
lleva hasta el momento presente, y que parece incapaz de registrar historias
alternativas, contra-memorias o prácticas resistentes. "La comparación
interartística" sufre, en pocas palabras, de la comparación, de la
artimaña, y de la incapacidad de hacer nada que no sea confirmar versiones
recibidas de la historia cultural”.
Este método moderno e
historicista incluye, a su vez, una tendencia moral (inherente a ese
historicismo tardomodernista que late en su método). Leamos algunas líneas: “Ha
llegado el momento de […] elegir un nombre cualquiera para definir esa
realidad” (p. 22). Cierta retórica determinista: ha llegado el momento de
elegir. ¿Nombrar ese algo nos permite profundizar más? Etiquetar. Catalogar ¿no
es volver a la vieja imagen de lo canónico? ¿Realmente existe por parte de los
artistas esa necesidad de elegir un nombre para definir y definirse? Más
adelante: “Existe una confusión en el imaginario que no permite a algunos ver donde están las
realidades que pueden y deben ser bien utilizadas y dónde se hallan las que
deben ser combatidas” (p. 32). Por tanto hay que portar la antorcha conceptual
que alumbre “éticamente” eso: hay una confusión entre el bien y el mal, y sólo
aquellos que tienen talento (retórica aurática de “el elegido”) pueden salir
airosos. “Comienza a ser necesaria una poética, una teoría estética que
conjugue todas estas nuevas realidades y su diálogo con las realidades
artísticas” (p. 57). De nuevo la idea de “necesidad”, de urgencia por dar un
nombre total, último, absoluto, como si el nombre o el diagnóstico curase la
enfermedad. El cleptómano no se cura por saber que es un cleptómano,
simplemente si no la conocía ha aprendido otra palabra, nada más. “Desperdiciar
las nuevas posibilidades para contar historias es tan desafortunado como
aprovecharlas mal” (p. 64). De nuevo la idea del bien y del mal frente al uso
de las tecnologías. ¿Existe una forma correcta frente a la cual existen formas
incorrectas de usar los recursos tecnológicos? Hay, tal y como he realizado mi
lectura (que evidentemente es sólo una posible), una tendencia modernista a
confundir el ser con el deber ser. Afirma Vicente Luis Mora que los autores que
“conjugan texto e imagen” (p. 153) son la forma alternativa y pangeica a una
narrativa convencional, son la alternativa en tanto que “no esquivan el siglo
XXI cuando escriben” (p. 153). Ahora bien, siguiendo a Mitchell de nuevo
podríamos añadir que “todas las artes son artes "compuestas" (tanto
la imagen como el texto). Todos los medios son medios mixtos, combinan
distintos códigos, convenciones discursivas, canales, y modos sensoriales y
cognitivos”. Es decir, podemos considerar que lo extraño es presuponer que
existen (o existían hasta ahora) medios puros. ¿Acaso las novelas del Capitán
Alatriste de Pérez Reverte no son igualmente, aparte de su carácter escritural,
constructoras de imágenes, no son igualmente novelas apropiacionistas de medios
visuales que expanden (palabra fetiche) nuestra visón del barroco? Lo que se
observa en buena parte del libro es cierto sometimiento al medio, o mejor
dicho, dado el carácter moral/formal del uso de las tecnologías, éstas dependen
del “talento” y del “buen o mal uso” que haga el escritor de ellas. Ahora bien
¿cómo y quién mide ese talento? Señalar una diferencia entre los escritores
(pangeicos y aledaños) del XXI y los tardomodernos anacrónicos (p. 153) en
función del “buen” uso de las tecnologías y de la imagen (lo textovisual) me
parece una visión de la literatura que en lugar de ensanchar adelgaza el
panorama, ya que tiende a levantar diques entre las formas de hacer literatura.
El medio no decide la actualidad de una obra. La mayor parte de la “holopoesía”
es muy actual en su soporte, pero los poemas —su contenido— no deja de ser
becqueriano, o propio de Corín Tellado. El problema de estas taxonomías es la
obturación (o eliminación paternalista) de modelos al margen, descolocados,
desubicados. Por otra parte, esa literatura pangeica es sólo literatura del
primer mundo, por lo tanto sometida al medio y al mercado que suministra el
medio, pero éste sería otro tema, es decir, la relación con lo político.
(¿Puede un escritor liberiano con tecnología de máquina de escribir—si la
tiene— ser pangeico?)
Según el mismo Vicente Luis
Mora las artes deben tender hacia una globalización, hacia una representación
global del mundo, pero ¿de qué mundo?, ¿de qué globalización? Escribe muy a lo Bouvard
y Pécuchet: “Pangea, la
nueva representación global del mundo, parece requerir de un arte que sea
global en su interior, de unas novelas que admitan todo dentro de sí” (p. 154).
Pangea es una “representación”, antes ha sido una “era”, pero también un
“estilo actual”, que requiere un tipo de arte. Más allá de eso quisiera centrarme en esta idea de
conexión de las artes. Su propuesta no es sólo metodológicamente moderna sino
que igualmente lo es simbólicamente, al proponer una vuelta al wagnerarismo
romántico de la Gesamtkunstwerk, esto es, de la obra de arte total. Dicho de otro modo, ¿puede entenderse Pangea
como un nuevo romanticismo? En cierto sentido sí. Escribe el propio Vicente
Luis Mora: “Es decir, gracias al e-book la literatura va a ser una forma de arte total como el cine o la ópera” (p. 111), “la
literatura va a ser —o puede llegar a ser— en apenas unos meses la forma de
arte total más completa y compleja de toda la historia de la humanidad” (p.
111) y más adelante: “La narración transmedia, típicamente pangeica y deslizante,
es la primera que permite imaginar a la literatura como un arte total, del modo en que antes lo eran el cine o
la ópera” (p. 151). ¿El cine y la ópera han sido realmente obras de arte total?
Y si lo han sido ¿han dejado de serlo? ¿Necesitamos un arte tal en nuestro
presente histórico? ¿A qué tipo de globalización hace referencia? Son muchas
preguntas las que se suscitan. No se trata sólo de una presunción historicista
sino que igualmente esa presunción implica, solapadamente, que existen “medios
puros”, que existen medios visuales y medios textuales. Es decir, que frente a
la pureza del medio ahora,
los escritores del siglo XXI, la literatura pangeica, rompe esos límites al
expandir su territorio creando obras globales.
Para apoyar su hipótesis desarrolla
la idea de un “nuevo conceptualismo”, y con esto quisiera acabar. Nos señala en
el texto que él mismo tuvo una epifanía
(p. 115), y que de pronto encontró un vínculo entre el arte conceptual
de los sesenta-setenta y la literatura actual, y lo hizo “recorriendo manuales
de arte contemporáneo” (p. 115). Bien, esto es complejo y tiene que ver con el
objetivo empaquetador. Empaquetar métodos, conceptos, tendencias y subsumirlos
bajo conceptos tiene problemas, ya que se dejan cosas al margen, y lo más complicado,
se deshistorizan los fenómenos. El arte conceptual no se cierra en una sola
determinación y vincular la situación ahora de los escritores a dos artistas a modo de
ejemplo —de por sí disímiles— como Joseph Kosuth y Dan Graham (p. 117) lo
complica aún más. Deshistorizar el arte conceptual y tratar de trasplantarlo a
la literatura es algo así como un manierismo. El conceptual surge en un
determinado momento, en un contexto artístico clave, en respuesta a
determinadas formas estéticas preponderantes y bajo unos planteamientos
heterogéneos. Bien es cierto que los artistas conceptuales toman las riendas
del pensamiento (como señala el propio Vicente Luis Mora), pero de ahí a
presuponer que el escritor de hoy se emparenta (por ello) con los antes mencionados
es mucho más difícil. Por otra parte, el conceptual no se puede reducir tan
sencillamente. Es decir, por un lado, resulta curioso cómo —y de ello da buena
cuenta el clásico de Lucy Lippard Six
Years: the desmaterialization of the art object from 1966 to 1972 (1973)— los artistas conceptuales sienten
un verdadero hastío hacia la imagen entendida como efecto —todo lo contrario que el escritor
pangeico que ve en la imagen un vehículo narrativo autónomo—. El artista
conceptual (el lingüístico-tautológico, como lo describe Simón Marchán Fiz)
tiende, precisamente hacia el lenguaje devaluando el poder de lo perceptual. El
citado Kosuth, en su Art after Philosophy, señalaba que la desvalorización de todo
componente estético-perceptivo favorece la reducción a lo mental, algo opuesto,
evidentemente y según creo, a la propuesta de Vicente Luis Mora. Desde mi punto
de vista, el modo en el que —en su origen— el arte conceptual utiliza la imagen
difiere del modo formal en que el escritor hoy que describe Vicente Luis Mora
la utiliza, ya que para éste no es mera documentación sino búsqueda de un
efecto perceptual-narrativo. Pensemos en el trabajo que Art & Language
presentó en 1972 en la Documenta; un trabajo compuesto por una serie de
ficheros que contenían múltiples proposiciones que podían conectarse o
excluirse de varios modos. Etcétera, etcétera. Por otra parte, esta
reducción/simplificación del arte conceptual a un “estilo” que mezcla imagen y
texto y que los artistas lo hacen con fines teóricos-perceptuales, mengua por
completo su sentido original, que nada, o muy poco, tiene que ver —insisto:
desde mi punto de vista—- con esa literatura pangeica. Una reducción que deja fuera (¿o no?) la
parte política, por ejemplo, de Martha Rosler o, sobre todo, de Hans Haacke,
donde ahí sí se conjuga magistralmente la imagen, el texto, la acción, la
expansión conceptual, etc. Pensemos en una obra como la que dedica a Shapolsky
en el año 1971. ¿Sería entonces Haacke un artista pangeico? En cualquier caso, muy acertadamente,
Vicente Luis Mora se da cuenta del problema y señala (p. 121) que el trabajo a
partir de estas ideas conceptuales implica saber manejarse para no caer en el
simple ingenio (broma conceptual) o en lo naif, algo habitual entre algunos
escritores de la lista pangeica que el propio autor desglosa. En cualquier caso, me parece poco
afinado por el momento una conexión entre ambos territorios. Para darse esta
relación, quizá, debiera partirse no del efecto (es decir: el uso de las
imágenes, documentos, etc.) sino de la causa del arte conceptual (y de un nuevo
conceptualismo, en este caso): el cuestionamiento de la institución Literatura,
así como de conceptos-prurito como creatividad u originalidad, el
replanteamiento de las políticas literarias, etc.
En
definitiva, es El lectoespectador un
libro que pone sobre la mesa una enorme cantidad de cuestiones (muchas más de
las que aquí es posible tratar) que pueden dar para muchas lecturas y
conversaciones. No se trata de rechazar esta propuesta sino de extraer
consecuencias útiles para nuestro presente crítico, que creo que es de lo que
se trata.
[Originalmente publicado Aquí ]
4 comentarios:
Tenemos hambre atroz de ese libro...lástima perdernos su intervención el otro día...En cualquier caso, coincidimos absolutamente con la necesidad de reflexionar sobre el estado actual de la cuestión y las relaciones nuevas tecnologías-creación artística/literaria.
Excelente aporte, Alberto. Un ejemplo de la distancia ética e intelectual que te separa de Vicente Luis Mora. Me asombra tu talento para sacar del libro conclusiones tan claras sobre sus falencias (yo leí un capítulo y medio y lo único que saqué fue aburrimiento y un par de risas).
"Parece incapaz de registrar historias alternativas, contra-memorias o prácticas resistentes". Este podía ser el resumen de este libro, más una poética que un ensayo. Como decía Samuel Johnson la crítica literaria debe ser discermiento y reflexión, no taxonomías,y Mora tiende en exceso a una ordenación jerarquizada y sistemática, francamente muy crítica- literaria-conservadora-del-siglo-XX-español-. Incluso la lectura que hace de Danielewski encorseta tanto al autor norteamericano que lo desactiva, lo vuelve inane. No conecta en absoluto a Danielewski con determinadas formas de neovanguardia o neotextos de los 60ni se detiene a reflexionar sobre la actitud ideológica que mueve a esas posturas estéticas. Por cierto, como ocurre con el arte conceptual que trae a estas páginas cogido por los pelos. El libro acierta en la posición dominante de la tecnología en el mundo de hoy, pero el tema es tratado por un crítico del siglo XX, insisto.
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