jueves, 1 de noviembre de 2012

LA MODERNIDAD COMO PROBLEMA (o algo así).


Algunas notas sobre:
¿Qué fue de la modernidad?, de Gabriel Josipovici (Turner, 2012)
El éxito en el arte moderno. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento, de Nuria Peist (Abada editores, 2012)


1.

De sobra es citada (y conocida) la definición que diera Charles Baudelaire del espíritu de la modernidad. En El pintor de la vida moderna escribía: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. No deja de ser interesante cómo esta definición se convierte en la posibilidad misma de cualquier definición posterior de modernidad. La fluidez o la contingencia a la que alude Baudelaire para designar lo moderno acaba por fagocitar al mismo concepto de modernidad. De esta forma la modernidad se convierte en un concepto maleable —fugitivo, contingente— donde cada autor construye las bases de un concepto ajustado a sus intereses. Lo moderno, como tal, se convierte en fetiche intelectual. Como pudo intuir Baudelaire su definición de la modernidad incluía su propio concepto, el cual en manos de la teoría se transformará en mitad contingente mitad inmutable. Hace unas semanas hablaba, al respecto, del caso de Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing, Columbia University Press, 2011) como ejemplo de simplificación y amoldamiento a sus propios intereses del concepto de modernidad. Goldsmith diseña una modernidad que le es útil a su propósito: la modernidad fue un desplazamiento cuyo factor de tránsito fue la tecnología. Para él es así de simple. Goldmisth, por ejemplo, apunta que el impresionismo tuvo como (única) causa la fotografía, la cual empujo a los pintores a desarrollar su obra fuera de la mímesis. Esta torpe simplificación hace suponer que esos pintores sólo pintaban así por esa causa, obviando factores como la academia, los salones, la política e incluso las fantásticas relaciones que algunos de esos pintores tenían con el fotógrafo Nadar (en cuyo estudio llegaron a exponer). Simplificando así la modernidad, reduciéndola a un solo factor, Goldsmith nos viene a decir que vivimos una nueva modernidad donde el cambio en la escritura (y en el arte) tendría una sola causa: Internet. Esta mediofilía simplifica mucho el juego, y para algunos es muy útil. Desde mi punto de vista el problema no reside en la pluralidad de formas de enfrentarse a la modernidad sino en la obsesión de simplificar sus procesos para aclimatar un concepto de modernidad para beneficio teórico propio, como hace Goldsmith, y otros, que ven la modernidad tan sólo como un cajón lleno de formas y estilos. En lugar de poner sobre la mesa la complejidad (su carácter lleno de pliegues) de la modernidad, lo que crea sorpresa es su simplificación.

2.


Dos libros recientes pueden servirnos para pensar la modernidad. Ambos libros, a primera vista, se muestran como opuestos, tanto en sus intenciones como en su escritura, en su autoría e incluso en su función dentro del panorama literario-filosófico, o, en más en general, dentro del panorama de la política literaria y editorial del momento. Me refiero a ¿Qué fue de la modernidad? (Turner, 2012) de Gabriel Josipovici y El éxito en el arte moderno. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento (Abada editores, 2012) de Nuria Peist. Las diferencias son abrumadoras, sin embargo, cabe sospechar la necesidad de algún vínculo al tratar un territorio común. En el caso de Josipovici la idea tutelar de su trabajo es la desconfianza. Desconfianza de que sea posible que la modernidad sea un valor —quizá ésta no es la palabra correcta— o una definición de gran cantidad de productos literarios en la actualidad. Para Josipovici la modernidad es un modo de hacer, y en este sentido, este modo de hacer implica arriesgarse. O dicho de otro modo, para Josipovici la modernidad reside en una experiencia formal que implica una desarmonía interior. En este sentido, la modernidad de Joyce o Kafka, por ejemplo, reside en ese doble riesgo —formal y vital— mientras que para quienes tratan de emular los grandes gestos formales de estos escritores modernos sin pensar ni poner en duda lo que hacen, lo que tenemos es una modernidad manufacturada, reempaquetada. Josipovi piensa en escritores tales como Irene Mémirovsky o Philip Roth, por ejemplo. Ahora bien, Josipovici, a pesar de los esfuerzos por definir la modernidad fuera de lecturas cerradas, acaba haciendo trampa —creo— ya que somete finalmente su lectura a un problema formal. Es decir, toma la modernidad como un problema estrictamente del arte con su medio, esto es, del arte con su soporte. Josipovici hace una comparación curiosa y sorprendente entre los escritores mencionados y el proceso de fabricación de un coche. Escribe: “Como el Citroën DS 19, las obras que acabo de citar […] son objetos manufacturados con esmero,  exquisitamente fabricados para que no percibamos las costuras”. Para Josipovici el ejemplo de Roth es evidente. Para él Pihilip Roth es un escritor tramposo en este sentido, si lo comparamos con los grandes novelistas modernos.  “Claro que ustedes de me dirán —escribe Josipovici—: ¡pero si Philip Roth es un escritor experimental! Escribe novelas en las que aparece un personaje llamado Philip Rorh, escribe novelas con títulos como La contravida, en que juega con la idea de la posibilidad de otros mundos. ¿No tiene que ver eso con la modernidad? // Si tal es su reacción, es que no han comprendido lo que he tratado de exponerles. […] Porque, a pesar de todas las tretas de Philip Roth (torpes trapisonadas en el mejor de los casos) nunca duda de la valía de lo que escribe ni de su destreza para dar con el lenguaje que mejor se ajusta a sus necesidades. En consecuencia, sus obras pueden resultar divertidas, incluso provocadoras; pero solo en la medida en que el buen periodismo puede ser también divertido y provocador”. A pesar, de todo, como digo, para Josipovici el problema capital de la modernidad es un problema de forma y de autenticidad y en esto quizá residen aspectos discutibles, sobre los cuales podríamos extendernos demasiado. En un momento dado, el autor, da con la idea que quiere expresar. Las siguientes palabras forman su idea de modernidad: “El motivo de la desazón de Mallarmé, Hofmansthal, Kafka y Beckett no es otro que la necesidad de escribir, única forma de ser coherentes consigo mismos; pero sabiendo que, al hacerlo, están ofreciendo una falsa imagen del mundo, imponiéndole una forma y otorgándole un significado de los que carece”. En estas líneas parece recoger el autor la línea motriz de su idea de lo moderno. Pero ¿cómo ajustar fuera de esos autores un concepto de modernidad? La modernidad como una lucha constante del artista con su materia de la que trata de extraer algún significado. A su vez, señala que “la perspectiva que habría que adoptar” para hablar de la modernidad, sería la siguiente: “la de considerar la modernidad como un momento en que el arte toma conciencia tanto de su precariedad como de sus responsabilidades; en cuyo caso se trataría de algo que no dejará ya de acompañarnos. Bajo esta óptica, me atrevería a afirmar que la modernidad es nada menos que la respuesta dada por los artistas a ese “desencantamiento del mundo” en que tanto llevan insistiendo los historiadores de la cultura”. Para Josipovici, la modernidad implicaría un problema formal y al mismo tiempo la búsqueda de una salida al progresivo desencantamiento del mundo cuyo culpable es la Ilustración. Ahora bien, no existe un lenguaje ni una respuesta cerradas. Lo que implica un tercer elemento para esa modernidad: la conciencia crítica (o autocrítica). En este sentido Josipovici cita a Barthes, quien afirmaba aquello de que “ser moderno consiste en reconocer que hay cosas que ya no se pueden hacer”. A lo que añade: “Si he de serles sincero, creo que hay determinadas formas de escribir, de pintar o de componer música que “ya no son posibles””. Y no lo son por su propio desgaste, o por carecer de interés, etc. Para Josipovici es en ese territorio de indecisión, de conciencia crítica de donde han de surgir nuevas formas artísticas, y he ahí la modernidad: en la imposibilidad de cerrar las formas. Es muy sugerente la lectura de Josipovci. Pero quizá, por un lado, y desde mi punto de vista, vuelve a simplificar el problema y, por otro, lo simplifica (aunque aparentemente lo quiere complejizar) para tratar de preservar una modernidad tan elevada y pura que quizá no existió así. La historia del modernismo que crea es en ocasiones argumentada de un modo tan lineal y heroico que asusta. Y aunque al final del libro trate de separarse de las teorías formalistas y modernistas de Clement Greenberg parece reproducirlas. Baste leer este fragmento de Greenberg del año 1939 y ponerlo en líneas con las palabras citadas por Josipoivi: “Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi, y hasta Klee, Matisse y Cézanne tienen como fuente principal de inspiración el medio en que trabajan. El interés de su arte parece radicar ante todo en su preocupación pura por la invención y disposición de espacios, superficies, contornos, colores, etc., hasta llegar a la exclusión de todo lo que no esté necesariamente involucrado en esos factores. La atención de poetas como Rimbaud, Mallarmé, Valery, Éluard, Hart Crane, Stevens, e incluso Rilke y Yeats, parece centrarse en el esfuerzo por crear poesía”. No deja de ser interesante la aportación de Josipovici, es decir, ¿es posible la modernidad ahora? Sin embargo, su respuesta no despeja las dudas, o al menos, eso creo.

3.

¿Qué fue de la modernidad?, se preguntaba Josipovici. Esta pregunta retorna en los últimos años, tal como hemos visto con Goldsmith o Josipovici, sino también en otros autores como Nicolas Bourriaud o Reinaldo Laddaga. Estos últimos defienden que es posible una modernidad para el presente. E incluso hablan de recuperar el gesto de las vanguardias eliminando de ese gesto la radicalidad, quedándonos, efectivamente, con la superficie del gesto. La vanguardia reducida, de nuevo, a estilo y forma. Bien, muy diferente es el caso del libro de Nuria Peist titulado El éxito en el arte modenro. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento. Desde un marco historiográfico y sociológico, establece el discurso sobre la modernidad no sobre lo formal o sobre la “inseguridad” creativa, sino que dibuja la modernidad desde el marco del reconocimiento artístico, un reconocimiento que no excluye, ni mucho menos, lo mercantil. Este aspecto ni siquiera asoma en la lectura de Josipovici. Peist parte de las tesis de Allan Bowness, para quien no hay nada de arbitrario en el éxito de los artistas sino que es posible hallar determinadas pautas en los procesos de reconociminto. Estos procesos no se reducen exclusivamente a cuestiones de talento ni de problemas con la forma ni mucho menos con cuestiones relativas al “desencantamiento del mundo”. Muy al contrario, el arte moderno crearía sus beneficios, precisamente, a través de la venta de ese desencantamiento.
    El libro de Peist puede resultar altamente aburrido, sin embargo, a pesar de ese aburrimiento en determinados pasajes, no deja de ser un texto que da al lector intensas cuotas de sorpresa. Siguiendo a Bowness, Peist apunta algo que Josipovici desatiende. El hecho de que la modernidad es también un constructo comercial, destinado a “descubrir talentos”. Lo que nos narra Peist es como, desde el impresionismo, la máquina de la modernidad va desarrollándose cada vez más rápidamente con el objetivo de absorber todo gesto moderno, haciendo de la modernidad un acto de pura visibilidad comercial. Los cuatro círculos de reconocimiento (hacia la consagración) apuntados por Peist son: a) el círculo de los pares, b) el segundo círculo es el de los críticos, c) en tercer lugar estarían coleccionistas y marchantes, y d) finalmente el publico en general, con la introducción de las instituciones estatales como pieza de consagración.
    Para demostrar Peist como funciona la modernidad, elige artistas y tiempos diferentes. ¿Cómo se consagró Manet? ¿Y Picasso? ¿Y Pollock? ¿Y Hockney? Peist analiza a artitas de diversas épocas (estos y otros como Duchamp, Rosenquist o Eva Hesse). Según Peist, el proceso de reconocimiento fuera de la academia que arranca con el impresionismo es la esencia misma de la modernidad. Con el impresionismo surge un mercado que comienza a reconocer y legitimar a los artistas. Esto lo demuestra Peist a través de los precios de venta de sus obras al inicio y como estos precios evolucionan en las primeras décadas del siglo XX. En el caso del impresionismo el proceso de reconocimiento fue bastante lento. Bastante lento si lo comparamos con Picasso, por ejemplo. La tesis de Peist es que “los coleccionistas modernos”, aprendieron rápido la lección y sabían que era posible fabricar un mercado. Viendo la evolución del impresionismo fueron a la caza de “Lo nuevo”, y lo nuevo se construyó como vanguardia. De esta forma Picasso se dejó aconsejar por los marchantes para vender su obra y así desarrollar su proceso de reconocimiento con una celeridad que no se puede comparar con la lentitud con la que triunfó el impresionismo.
     Algunas de las conclusiones de Peist (aunque puedan ser discutibles) nos ofrecen otra lectura de lo moderno, una lectura que, por ejemplo, Josipovici no se plantea.  Frente al modelo de Josipovi donde el triunfo de lo moderno se debe a un estricto luchar con las formas y con la realidad, Peist escribe: “el artista no triunfa por exclusivo mérito propio o por la arbitrariedad de las instituciones. Las circunstancias que lo permiten están relacionadas con el diálogo entre trayectoria personal y mediación, cuyo resultado es la definición de las posiciones y las diversas formas que pueden adoptar los individuos para ocuparlas”. Peist no tiene duda de que —quizá como pudo entrever Baudelaire— lo que entendemos por moderno no es más que producto o mercancía. Escribe: “Pero mi hipótesis es que la mercancía básica que estaba en circulación era el propio concepto de arte moderno. No se trataba de hacer circular una mercancía determinada, de acoger o intentar activar un mercado para los objetos artísticos, sino de estrechar lazos, fortalecer posiciones y colaborar a la construcción del sistema de modernidad. Todos los componentes de este nuevo sistema “militaban” en aras de la consecución de  dichos objetivos”. Para Peist es evidente que previo a todo desarrollo formal de lo moderno era necesario manufacturar mercantilmente una realidad económica que permitiese su desarrollo. Así, “los coleccionistas y marchantes daban sentido a la ruptura artística elevándola a la categoría de obra de arte a través de su reconocimiento y los artistas aportaban la razón de ser de estas primeras elites cultivadas de la modernidad”. Ahora bien, junto a la construcción de esta modernidad era necesaria el asentamiento de una marginalidad confortable. Esta “marginalidad era parte de un sistema en vías de legitimación: allí se elaboraban las opciones estéticas y se maduraban las posiciones. Una vez que los artistas acceden rápido al éxito, estos universos de consuelo son espacios en los márgenes, sin evolución, que intentan ingresar dentro de un sistema ya elaborado y definido. Su función es perpetuar la creencia en la vocación gracias al reconocimiento y a la ilusión de que el acceso al campo de producción artística es posible”. Peist, nos ofrece, pues, otra lectura de lo moderno, con la conciencia de ser otra forma  de aproximarse, otra posibilidad.

       Tanto Josipivi como Peist se enfrentan al mismo hecho, al mismo desarrollo, al mismo fenómeno, dando pruebas de la imposibilidad misma de establecer un concepto cerrado de la modernidad. Imposibilidad, sin duda, feliz.

3 comentarios:

Juan Sebastián Cárdenas dijo...
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Juan Sebastián Cárdenas dijo...

Me parece llamativo cómo se relaciona éste último texto con el anterior, donde hablabas de los seudo-acontecimientos. Me explico: aunque comparto todas tus objeciones a la idea de modernidad que proyecta Josipovici, creo, sin embargo, que su argumentación en el fondo está aludiendo a una idea interesante y es que el gran arte de vanguardia (por llamarlo de algún modo) plantea un cuestionamiento radical de los fundamentos del arte mismo que apuntaría, justamente, a cierta noción de acontecimiento en un sentido revolucionario. Por supuesto, Josipovici nunca dice algo así y su enfoque es bastante timorato desde un punto de vista filosófico (¿nihilismo de sillón?) y político (¿socialdemocracia?), pero en su lectura de Wordsworth, por ejemplo, se atisba que el problema del acontecimiento está ahí en el fondo, detrás de la reflexión, más técnica si se quiere, sobre la construcción del punto de vista. De ahí el rechazo manifiesto de Josipovici contra ese arte que se presenta como de vanguardia cuando en realidad solo es una simulación de la gestualidad revolucionaria, un seudo-acontecimiento. La experiencia de la modernidad es inseparable, me parece, de las paradojas que pone en marcha la revolución burguesa, del juego de autoantonimias que quizás sea constitutivo de esa experiencia: me refiero, claro, a la aufhebung hegeliana, a la unidad especulativa entre cambio y conservación, entre repetición y diferencia. En fin, seguiremos charlando. Voy a echarle un vistazo al libro de Abada, a ver qué ondas.

Alberto Santamaría dijo...

Comparto contigo la idea, Juan. La idea que en ocasiones está en el aire en el libro de Josipovici es muy interesante: la simulación del gesto de vanguardia. De hecho es lo que más me interesa, sin embargo, como bien dices esto o lo deja en el aire, o bien lanza diatribas que no desarrolla del todo. Por otro lado, el libro tiene momentos bastante buenos -quizá no he sido del todo justo-, como su lectura de Wordsworth, y otros delirantes como la comparación Cervantes-Duchamp.
Y sí, no me había dado cuenta, pero lo del pseudo-acontecimiento sería otra línea de lectura. Gracias mil por tu lectura, así da gusto!
Abrazo
Alberto