(Publicado originalmente en El Confidencial)
Que
el problema son las palabras cuando éstas construyen un acontecimiento que
antes no existía es una de las verdades que el tiempo actual nos desvela. De
ello ha sido consciente la Fundación del Español Urgente al destacar la palabra
escrache como palabra del año. El
lenguaje del político sabe mucho de esto, es decir, del terreno en el que el
lenguaje establece nuevos territorios. Su forma de dar forma –valga la
redundancia– a lo abstracto para que parezca efectivo es evidente. Basta con
oponer dos términos “recientes”: escrache
frente a emprendedor. Ambas son dos
palabras que expanden su realidad en medio de la crisis. Sin embargo, a primera
vista, una diferencia abismal separa ambos términos: el consenso. Mientras que
la segunda genera consenso, siendo algo así como la moral del señorito satisfecho, que decía Ortega, la primera, escrache, remueve profundos desacuerdos
y si hay desacuerdo lo político
retorna y si retorna el ejercicio de lo
político el político tiembla, ya que se genera un enemigo. Y ahí está la
cuestión: el político así como las instituciones políticas se encuentran fuera
de juego frente a una palabra que no proviene de su recinto pero que lo afecta.
Escrache esconde algo llamado lo político, es decir, el pueblo
invisible visibilizándose. ¿Y qué aterra más al político que el hecho de que el
pueblo, esos sujetos invisibles, se adueñen del lenguaje…? Pocas cosas. El
político de hoy, de nuestra des-democracia, es el menos interesado en que
exista algo llamado lo político. El
político y el sindicalista han mutado deshaciéndose de lo político en favor de la gestión, y el escrache les recuerda
que todavía hay un pueblo, unos ciudadanos y que existe lo político.
En abril de 2013 leíamos: “se comunica que, a partir del día de la fecha, todas las comunicaciones,
escritos y diligencias en las que se notifique que se han producido acosos,
amenazas y coacciones a representantes políticos, DEJARÁ DE UTILIZARSE EL
TÉRMINO ESCRACHE, pasando a ser denominado con la acepción castellana
correspondiente (acoso, amenazas, coacciones, etcétera)". Eugenio Pino, hombre de aviesa
mirada y número dos del Cuerpo Nacional de Policía, sabía quizá mejor que los
políticos que el lenguaje si bien no representa la realidad sí produce acontecimientos. De hecho fue él quien
en abril de este año que ahora acaba diseñó la estrategia lingüística: acabar
con la palabra. En su delirio e ingenuidad consideró que tal vez tachar la
palabra implicaría destruir el acontecimiento. O mejor, consideró que si esa
palabra, ajena, disruptuiva, nueva, era suplida por otra como acoso, la realidad cambiaría. Pero Pino
se equivocaba. Leer a Wittgenstein con anterioridad le hubiera venido bien. Un
ejemplo: la palabra “mierda” no está más cerca de la realidad que la palabra
“excremento”, aunque se refieran a lo mismo, aunque el acontecimiento al que se refieren sea el mismo.
Otra forma de enfrentarse al asunto es el de los políticos. Cuando
ese pueblo invisible se organiza para hacerse visible la respuesta del político
es que ese gesto es antidemocrático.
Precisamente para Mariano Rajoy, así lo era. Lo mismo que para algunos miembros
del PSOE. O, de otra forma, cuando el pueblo toma la palabra es un ejercicio de
antidemocracia, según se nos dice ahora. Y, ciertamente, en la perspectiva neoliberal así es. Vivimos
en un contexto en el cual para proteger la democracia, los políticos de todo
símbolo, tratan de impedir que los
ciudadanos se visibilicen. En efecto, que el problema no es tanto, o no es sólo,
de palabras sino de visibilidad dan
fe las declaraciones de Sáenz de Santamaría quien afirmaba “que los
medios de comunicación deberían dar menos importancia a estas
convocatorias, y en ocasiones no acudir a esos llamamientos.” Más aún, casos como los de
María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre (o Felipe González) donde se tilda
de nazismo la forma de actuar de los ciudadanos demuestran a las claras el
miedo que tienen a la democracia (y al lenguaje). Pero si somos aún más sinceros
no hay mayor escrache/acoso a la democracia que aquel agosto en el que el PSOE
y el PP pactaron cambiar esa “cosa” llamada Constitución. Y lo hicieron en
nombre del pueblo. Ya en el siglo XVII alertaba Spinoza en su Tratado teológico-político de esta
tendencia: “Quienes administran el Estado o detentan su poder, procuran
revestir siempre con el velo de la justicia cualquier crimen por ellos cometido
y convencer al pueblo de que obraron rectamente”.
El escrache, pues, es un símbolo que desestabiliza el concepto de
democracia, pero sobre todo, el concepto de pueblo que manejan nuestros
sistemas. El discurso dominante nos habla, por ejemplo, de palabras huecas como
libertad, la cual ha perdido su fuerza y su sentido, o, mejor, ha retornado a
otros tiempos. Un simple caso. Justo hace ahora cincuenta años, en el Mensaje
de Fin de año de 1963, Francisco Franco, decía a los españoles: “El enemigo se aprovechó de la libertad para
destruirla”. El mensaje de los políticos frente al escrache es el mismo, es decir, el pueblo visibilizado en el
escrache se convierte en enemigo, porque usa
demasiado la libertad. Aprovecharse de la libertad para destruirla, como
decía Franco, es lo que hacen, por ejemplo, los huelguistas. Con palabras como escrache,
pero sobre todo con sus consecuencias, el poder político pierde el monopolio
del lenguaje, que es el monopolio de la manipulación lingüística. Recientemente
el filólogo Luciano Canfora, en el libro La
historia falsa y otros escritos (Capitán Swing, 2013) lo decía del
siguiente modo: “Nos encontramos, efectivamente, frente a un nuevo impulso a la
unificación a la baja, que fue el
rasgo dominante del fascismo. Al igual que el viejo fascismo su actual y
extraordinario isomorfismo ha conquistado el centro y tiene el monopolio de la palabra”. Y como digo,
es a este monopolio al que se enfrentan palabras como escrache.
Sinceramente, lo de menos es si
etimológicamente proviene del inglés scratch o del lunfardo. La etimología ni redime
ni da victorias. Sin embargo, el escrache tiene un factor esencial: la ruptura
del pacto de lo privado, la violencia simbólica que genera. Y en este sentido
el mejor ejemplo de escrache no es el que se ejercita frente a la casa del
político sino el que se ejecuta sobre la propiedad privada. Marinaleda es el
nombre. No sólo escrache. Sánchez
Gordillo supo visualizar perfectamente el grado de simbolismo necesario. Lo de
menos era agenciarse alimentos sino
visibilizar un problema a través de una acción. Frente al modelo en el cual el
político y la política se mantienen bajo el rostro del consenso hay límites
infranqueables como la vida privada y sobre todo la propiedad privada. Saltarse lo privado, he ahí el temor que
genera el escrache. Jacques Rancière, en la entrevista que se incluye en el
reciente El síntoma griego (Errata
Naturae, 2013) expone del siguiente modo la necesidad de recuperar un modo de
violencia simbólica que había sido arrebatado. Señala: “Y lo cierto es que,
para mí, debe primar la violencia simbólica. Pues ésta es, en el fondo, la
afirmación de un sujeto simbólico colectivo capaz de ver, pensar y actuar de
otro modo. Y creo que también resulta de importancia adquirir visibilidad,
ganar esa confianza aportada por el hecho de hacerse visible, una confianza
otorgada por la propia fuerza que confiere el acto de agruparse”. De alguna
forma ocurre que escrache reconfigura
el concepto de violencia, y eso, al político no le gusta.
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