(Este texto se publicó originalmente en la revista Litoral, nº 257, pp. 147-149)
Hay
unos versos de José Luis Hidalgo que me hipnotizan. Se trata de unos versos que
forman parte de un poema fascinante titulado “Fijaos bien”, y que apareció
dentro de uno de esos libros al mismo tiempo fascinantes titulado Raíz (1944). Al inicio del poema (al que
he regresado gracias a mi amigo Rafael Fombellida) escribe Hidalgo: “Aquí un
árbol seco como una flauta de alambre / lleno de corazones diminutos que le
cuelgan de las pestañas”. Estas palabras de Hidalgo han sido leídas (con más o
menos interés) desde ángulos distantes, pero creo que quizá se ha perdido la
lectura de superficie. Por ejemplo: se ha hablado mucho de ese árbol, de su
relación surrealista, de su simbolismo, etc., pero para mí es el aquí el eje real del texto. Simplemente:
aquí. ¿Aquí? No me desviaría demasiado si dijera que lo que nos proponía
Hidalgo desde ese poema es un retrato, un autorretrato mejor dicho, donde él es
el aquí y es el árbol, al mismo
tiempo. El yo es algo que se esparce. Cualquiera que haya visto una imagen del
propio Hidalgo se percatará al instante de este carácter de autorretrato. Estamos
ante una reflexión, quizá, sobre el papel central de la confusión en la vida y
en la escritura antes de la muerte. Cuando he vuelto a este poema lo he visto:
el poeta es un árbol, pero un árbol seco que ve en la proximidad de la muerte
una forma de soportar su aquí. Raíz es el título del libro de Hidalgo,
pero es más que eso. La raíz, nuestro origen, es el enemigo. Raíz es el nombre
de nuestra condición de posibilidad en el mundo. Y el lenguaje es la raíz del
poema, y contra ese lenguaje el poeta lanza su enemistad. El poeta es el
enemigo declarado del lenguaje conformado bajo el orden dominante de la raíz. Una
etimología no es más que otra forma del poder, del dominio. Odiar las
etimologías debería formar parte del trabajo del poeta.
Los corazones diminutos
de Hidalgo son el poema, el fruto, y ambos (poema y fruto) son formas de
cuestionar el origen. El poeta es así tan contradictorio como un árbol. “En el
campo / soy la ausencia / de campo” escribe Mark Strand. Si nos detenemos un
segundo comprobamos que en realidad Hidalgo y Strand están hablando de lo mismo
desde lugares diferentes. Son poetas hermanos en la distancia. ¿No es el poeta
esa permanencia que juega entre lo presente y lo ausente? ¿Desciende el poeta
hacia alguna raíz? No. En absoluto. No hay descensos heideggerianos. Hemos
pensado demasiado en raíces y rizomas, pero poco en el ramaje, en la
imposibilidad de salir ileso del lenguaje confuso de las ramas. Y por ello
hablaba de superficie hace un momento. El árbol es pura superficie, frente a la
raíz, frente a lo rizomático que incluye toda esa semántica del ocultamiento,
de la desproporción, etc. Creo que la lección que nos da el árbol es la
capacidad de la contradicción, o quizá sea mejor decir, de la confusión. Las
ramas se nos ofrecen, son aquí, como
dice Hidalgo, pero al mismo tiempo no las vemos, las despreciamos como simples
portadoras de confusión. Habitar la confusión, al menos en mi caso, es la
misión del poeta. No confundir, sino saberse confuso y propagar esa confusión.
El poeta como propagandista de la confusión, así como el árbol es un propagandista
del caos dentro del paisaje. El orden es sólo un efecto de lo real, no es su
causa. Ordenamos lingüísticamente el mundo, lo escrutamos, lo taxonomizamos, lo
etimologizamos, porque odiamos lo confuso, no sabemos qué hacer con ello. La
lección del árbol es la lección del poeta: la confusión es nuestra perspectiva. El orden es un momento de aceptación del fin,
la aceptación de un modo (que se nos da ya empaquetado) de leer el fin. Y aquí
hay un claro misticismo que no niego, pero un misticismo que reniega de toda
trascendencia, de todo orden ritual, un misticismo del aquí, del árbol como
forma y lugar. Un misticismo de la confusión. Creo en el árbol, creo en la
lección del árbol, en su contradicción, no en su taxonomía. No me interesan las
especies de árbol, ni siquiera las conozco, ni me interesa su misión en el
mundo, ni su procedencia, ni su posible belleza. No hay ecologismo en el orden
lingüístico del mundo. El poeta desearía ser un árbol (como el novelista ser
una vaca). Recuerdo que el crítico inglés Wiliam Hazlitt escribía: “Coleridge
me comentó que le gusta componer mientras pasea por un terreno accidentado o
sea abre paso a través de un ramaje enmarañado”. Abrirse paso sería esa forma renovada de misticismo. El poeta se
enfrenta como un árbol ante el mundo y ante sí mismo. En lo alto no hay ideas
sino confusión. Parafraseando: “no ideas sobre las cosas sino árboles”. Las
ideas son siempre tentativas de ordenar el mundo, mientras que el poema, visto
desde este ángulo, tiene como misión confundir
aún más el mundo. ¿No es Ideas de
orden de Stevens el gran monumento a la ironía poética? En cualquier caso
he de decir que no me gustan los simbolismos. Puede ser contradictorio, y lo
acepto. Cuando escribimos, o bien cuando simplemente enunciamos, creamos
relaciones de fuerza. Decir que el árbol es símbolo del poema me parece someter
al árbol y al poema a una relación de fuerza. ¿Y si el poema fuese realmente el
símbolo del árbol? El árbol fue antes que el poema y el poeta. El árbol es el
que provoca el poema, el poder es del árbol y no de la palabra. ¿Y si el árbol
tuviese la capacidad de elegir? ¿Cuál sería su símbolo?
En fin, el poeta es el aquí del poema de Hidalgo, el aquí un árbol seco. Aquí, en concreto este árbol, no todo árbol, sino este que ahora,
en este momento, me dibuja en el papel.
¿Cómo continuar entonces? La confusión es la necesaria lección que el
árbol imparte al poeta. Podemos seguirla… o no.
5 comentarios:
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1999-01058-0101 Guatemala,
Cédula de Vecindad:
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