A pesar de la aparente simpleza que puede sugerir un título como Arte y transición, este libro colectivo pretende construir una imagen desplazada, precisamente, de dicha ecuación. Ningún juego de palabras es válido, y por ello el título habría que leerlo incluso como parodia del contexto al cual se refiere. Es decir, no es posible hablar de un “arte de la transición”, ni de “la transición en el arte”. Sólo desde una perspectiva conflictiva es posible vislumbrar un encuentro. Dicho en otros términos: no es posible consensuar una relación feliz y efectiva entre arte y transición. O mejor, si hallamos esa relación de un modo cerrado es para dejar caer el peso de dicha relación sobre la idea de una “transición feliz y beneficiosa” que tal vez sólo funciona como disfraz de otras cosas, es decir,. como cuento chino. Así las cosas, el objetivo de este libro, coordinado por Juan Albarrán, trata de poner sobre la mesa las complejidades dialécticas que se hallan en el seno de esa relación, en el interior de ese y que conecta ambas palabras del título. El propio Albarrán lo expone claramente: “este libro tiene como principal objetivo estudiar las fuerzas que interaccionan en ese lapso de tiempo que media entre la emergencia a finales de los años sesenta –con conocidos antecedentes en la década anterior- de unas prácticas artísticas que podríamos calificar como antifranquistas y la consolidación, durante los ochenta, de una realidad institucional en la que dichas prácticas son marginadas e invisibilizadas” (p. 8). Este es el eje que vertebra el libro. Desde este punto medular se desarrollan el resto de intervenciones. La idea, por tanto, es tratar de indagar en los márgenes de la historia establecida y pactada del arte español durante la transición. Una de las cuestiones centrales sería: ¿cómo es posible que el arte conceptual español de los setenta, con su fuerte componente antifranquista, se tornase, durante la transición, en una pieza molesta? ¿Cómo es posible que a comienzos de los ochenta se vendiese una historia del arte español basada en las maravillas de su pintura y que ningunease al arte conceptual político de los setenta? La cuestión tiene amplio calado. Un calado que llega hasta nuestros días. La despolitización del arte español reciente tiene sus raíces en buena medida en la inoculación a modo de virus que se propagó desde los años ochenta. El arte, se nos dijo, nada tiene que ver con la política. La historia podría contarse de otro modo. Es decir, una democracia recién nacida quería un arte actualizado, y ¿cómo alcanzar ese objetivo? La cuestión es simple: lo que se llevaba en Europa a finales de los setenta y comienzos de los ochenta era “El nuevo espíritu de la pintura”, neoexpresionismo, transvanguardia, etc. Esto es: movimientos promovidos por el mercado del arte en auge, soportados por las políticas internacionales más conservadoras, y con fines estrictamente comerciales. Hay destacan Baselitz, Clemente, Schnabel, etc. Las nacientes instituciones artísticas españolas deseaban reconstruir su historia del arte en función de cuatro vectores: a) recuperar su gran tradición artística, b) actualizar dicha tradición en función de “lo que se llevaba en Europa”, c) activar el mercado (ARCO, 1982) y d) era necesario un arte políticamente desactivado que reflejase el espíritu ecuménico de reconciliación nacional, y por tanto, los artistas políticos no eran válidos.
Sobre estos vectores se asientan las políticas culturales desde el gobierno de UCD, y serán continuadas a pies juntillas por el PSOE (e incluso con la connivencia de parte del PCE). De esta manera, los artistas que habían trabajado desde el antifranquismo quedaron excluidos de las historiografías del arte español de los últimos cuarenta años. En el texto de Narcís Selles (“De transiciones, desplazamientos y reformulaciones. Arte, derogación del franquismo y mutación capitalista”) queda perfectamente retratado: “El ejercicio del disenso, base y fundamento de la democracia, quedaba bajo sospecha ante el juego de equilibrios que parecía exigir el nuevo estado de cosas” (p. 27).
Estas ideas sostienen el relato del libro. En ocasiones, es cierto, este relato es desigual por la marcada heterogeneidad de los textos, lo cual, sin embargo, no implica que la lectura pierda interés, sino que se ha de optar por diferentes rutas de lectura. Entre ellas, por ejemplo, la aportación de Guillem Martínez, quien a través de un marcado (y quizá algo impostado) tono de colegui, trata de apuntalar las líneas centrales de la CT, Cultura de la Transición. Dicha CT[1] implica un modo unidimensional y consensual de observar la cultura. Un modo cerrado e incuestionable. (A pesar de lo interesante del concepto CT surgen, a su lado, dudas en torno a lo ambiguo de ese mismo concepto ya que quizá más que una Cultura de la Transición habría que hablar de una moral de la transición de donde esa CT tomaría su alimento.) Su propuesta radica en la no-CT, es decir, en la búsqueda espacios diferentes y diferenciados. Escribe: “la no-CT es la posibilidad de robarle al Estado el monopolio de la cultura” (pp. 49-50). Como ejemplo pone el caso del grupo barcelonés y cenetista de Ocaña, famoso por sus intervenciones y acciones, “que pintaba cuadros de vírgenes y se paseaba desnudo por La Rambla” (p. 51). Para Martínez, Ocaña, personaje central para entender las posiciones radicales del Barcelona de la transición, es un claro ejemplo de esa marginación, de ese abandono a lo márgenes de aquello que no entra en el “bello relato apolítico de la transición”.
Un texto clave y llamativo, por ser un relato directo de esa experiencia de marginación de todo arte político y activista durante la transición, es el trabajo aportado por Darío Corbeira y titulado “Arte y militancia en (la) transición”. En este trabajo Corbeira desglosa una experiencia personal como artista y actor de un arte en militancia (y clandestinidad) durante la transición. Pero lo interesante –al menos así lo creo- no es que sea un relato personal o personalista, sino que ejerce como micro-experiencia que trasluce la macro-experiencia de muchos otros artistas. Escribe: “La transición ni comienza ni termina, la transición es un mito, una figura argumental impostada e impuesta bajo la cual subyacen los desplazamientos, siempre pospuestos en pos de una sociedad más igualitaria” (pp. 74-75). Corbeira va desgranando el proceso de la entrada de un artista en la militancia político-artística y como ésta se va rarificando conforme “la normalización democrática”, es decir, los Pactos de Moncloa, se imponen. ¿Cuál era el lugar del artista entonces? A este respecto es importante,sin duda, su relato del desarrollo del colectivo La familia Lavapiés, donde el trabajo directo era fundamental. Más adelante Corbeira confirma toda esta situación de rarificación política desarrollando lo que antes mencionábamos: “En los nuevos tiempos democráticos la cultura por venir requería un arte sin conflictos, respetuoso con el pasado y abierto a una modernidad que, después del paréntesis del franquismo, debía recuperarse obviando los estigmas del aislamiento. Y ahí la pintura venía como anillo al dedo” (p. 101). Y ahí se interroga acertadamente Corbeira: pero ¿qué pintura internacional conocían los gestores (y pintores del momento)? Nada se sabía de Richter, por ejemplo, ni mucho menos de los trabajos de Douglas Crimp sobre el fin de la pintura. En este sentido, hacia el final del texto, escribe Corbeira: “las verdades oficiales, de nuevo, extienden su manto oscuro sobre un pasado que se resiste a desaparecer” (p. 102).
No quisiera extenderme demasiado ni destripar el libro. Para concluir esta lectura (sólo una de las posibles del libro) querría apuntar algo sobre un par de textos muy interesantes. El primero de ellos es el texto de Daniel Verdú Schumann (“De desencantos y entusiasmos. Reposicionamientos estéticos e ideológicos de la crítica de arte durante la Transición”). Este texto arranca con una cita memorable en la que Juan Manuel Bonet reclama para sí la etiqueta de conservadurismo que ha mantenido. Etiqueta que implica la lapidación de todo arte político, ninguneando, como hemos visto, todo un movimiento artístico de hondo calado y fuerza durante los setenta. No sólo eso, sino que también Bonet lanza dardos contra aquellos críticos, como Simón Marchán Fiz que, con un conocimiento teórico a leguas del de Bonet, se implicaron con los comportamientos artísticos cercanos al antifranquismo. Escribe Daniel Verdú: “la despolitización de la crítica es en realidad un complejo proceso de despolitizaciones, que tienen lugar a distintos ritmos y en diversos grados en cada colectivo e incluso en cada individuo, y que se solapan a lo largo de la década en un contexto general de progresivo desengaño de la teoría y la práctica políticas por buena parte de la cultura” (p. 109) Y añade certeramente: “Esta transferencia de lo ideológico a lo estético [por ejemplo: la movida] es indisociable de los pactos de olvido y silencio y la política de borrón y cuenta nueva que sustentan la Transición misma” (p. 109). En este sentido se destacan las disputas generadas por aquellos cercanos a posicionamientos políticos (críticos como el citado Marchán Fiz, Valeriano Bozal, Tomás Llorens), y aquellos críticos alineados del lado del purismo no politizado como Juan Manuel Bonet o Federico Jiménez Losantos. De esta forma Daniel Verdú repasa con un buen aparato documental las distancias y problemas, y señala diferentes lugares en los cuales se escenificó el fin y desplazamiento del arte político. Frente a la Bienal de Venecia de 1976 (Valeriano Bozal) y el fundamental encuentro Vanguardia artística: ¿mito o realidad? (UIMP, 1976), se situarían las exposiciones 1980 y Madrid D.F. Estas últimas exposiciones supusieron la instauración de un modelo de arte despolitizado, esteticista, mercadeable, bajo el signo de la pintura, frente a otro tipo de posicionamientos o comportamientos artísticos. Según se apunta, algunos, como Marchán Fiz, se percataron ya en el encuentro celebrado en Santander en 1977, de que la situación y “la publicidad” tenía visos de caer sobre la pintura como soporte y la despolitización como objetivo. Así, “el arte contemporáneo formó parte del aparato simbólico del proyecto socialista. […] La promoción sistemática de las artes plásticas, en concreto de la pintura, supuso la principal herramienta para la construcción de una identidad que apostaba por ponerse a la hora de los movimientos internacionales” (p. 240). Estas palabras de Jazmín Beirak hacia el final del libro corroboran la sensación general de simulación de una historia que no es la nuestra. Algo que queda efectivamente corroborado con la transcripción de la mesa redonda en la que participan Valeriano Bozal, Alberto Corazón y Tino Calabuig, quienes ponen voz directa a la experiencia concreta del arte político durante la transición.
Estamos, es cierto, ante un libro que ofrece muchas lecturas posibles, como antes indicamos. Aquí hemos optado por la ruta de textos que trabajan directamente la cuestión del activismo artístico durante la transición, pero igualmente el libro ofrece una lectura posible sobre la relación entre arte, transición y medios, con muy interesantes aportaciones como la de Alberto Berzosa sobre cine, activismo y movimientos sociales, o la recepción de la muerte de Franco en la prensa francesa que desarrolla Alfonso Pinilla. U otros textos en clave “institucional”, como es el caso Giulia Quaggio acerca de la construcción del Ministerio de Cultura de la mano de Pío Cabanillas. En definitiva, un libro que aporta fundamentalmente líneas de lectura diferentes, y que desarrolla la posibilidad de indagar en los pliegues de nuestra historia reciente. Y que no sólo se queda en una pregunta sobre el pasado, sino que interroga entrelíneas al presente: ¿cuál es la relación posible entre arte y política?
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[1]No olvidar que Guillem Martínez expone ampliamente el tema en CT, o Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura en España, Debolsillo, 2012. [Llama poderosamente la atención, sin embargo, que un libro con tales pretensiones se publique en Debolsillo, una editorial que pertenece a Mondadori y que pertenecía a Berlusconi y que ahora pertenece a Berstelmann. Es decir, cultura conservadora]
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