La tesis general de este texto podría resumirse en una, aparente, simple
pregunta: ¿desde qué lugar es posible
hablar hoy del arte contemporáneo? O dicho de otro modo, hablar de arte implica
-viene a decir Boris Groys- plantearse previamente un problema espacial
relativo al posicionamiento o lugar de la escritura. ¿Existe realmente ese
lugar? El autor del libro, ya en trabajos anteriores tales como Sobre lo nuevo (1992) o Obra de arte total Stalin (1988), abría
el camino para indagar en los pliegues o en los restos dejados por el
pensamiento posmoderno tratando de hallar lecturas que reclamasen otro espacio
interpretativo. En Sobre lo nuevo
trataba de condensar, en una sola palabra, la capacidad formativa del arte a
través del estudio de lo que denomina lógica de intromisión de lo nuevo
–valor por otro lado altamente despreciado por cierta posmodernidad- a partir
del choque entre el “archivo cultural” y el “espacio profano”. Por su parte, en
Obra de arte total Stalin, acudimos a
una revisión del concepto de vanguardia en el marco del arte soviético. La
tesis, muy resumida, sería que Stalin no fue quien puso fin a las esperanzas de
la vanguardia soviética sino que, al contrario, Stalin es la consecuencia de
esa vanguardia, o mejor dicho, el realismo socialista es la inferencia lógica, la única conclusión
posible, de las esperanzas vanguardistas. De la misma forma podríamos
referirnos a otros textos como Bajo
sospecha, por ejemplo.
En Volverse
público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea Groys se
centra en ese desplazamiento de lo visible, en ese “volverse público”, propio,
según él, del ágora actual donde se desarrolla el arte contemporáneo. Según el
autor, este “volverse público” esconde dos movimientos a su vez. En primer
lugar un cambio que podemos denominar metodológico, es decir, el paso de la
estética, entendido como ese espacio desde
el que pensar el arte, hacia la poética que ya no señala una afuera del arte en
sentido estricto. Y en segundo lugar, como extensión de este punto, el cambio
de perspectiva desde el espectador hacia el productor. En el primer movimiento,
lo que sostiene Groys es la idea de que la estética es constitutivamente un afuera de la obra, un otro-amenazante, algo
que se construye modélicamente en la modernidad, mientras que la poética, en
cambio, reclama un puesto en el interior de la obra. O dicho en términos
cuasi-kantianos: la estética habla de un espectador desinteresado mientras que
la poética reclama un autor interesado; algo que ya Nietzsche había señalado en
La genealogía de la moral. Groys
parte, en efecto, de la premisa de que “la actitud estética es la actitud del
espectador” (p. 10), y que “con el objeto de experimentar algún tipo de placer
estético, el espectador debe estar educado estéticamente, y esta educación
necesariamente refleja el mileu
social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la
actitud estética presupone la subordinación de la producción artística al
consumo artístico y, por tanto la subordinación de la teoría estética a la
sociología” (p. 10). El arranque, pues, se inserta en una corriente más amplia
de pensadores que consideran que la estética debería diluirse, desfallecer, e
incluso desaparecer. Recordemos, por ejemplo, al Alan Badiou del Pequeño manual de inestética o al
también francés Jean Marie Schaffer y su Adiós
a la estética. El caso de Groys es otro, quizá menos radical, pero sí
dispuesto a establecer la necesidad de una superación dialéctica de la propia
estética a través de la poética y el
diseño. Ahora bien, si volvemos a su argumento o premisa inicial quizá hallemos
en ello una falacia. Es decir, ¿es posible confundir la “actitud estética” con
el “placer estético” y con “la disciplina estética”? En realidad Groys los
enmarca como sinónimos, y, sin embargo, ¿es tan sencillo? Las tres expresiones
sirven para que todo confluye en que placer, actitud y disciplina están
formados socialmente, o dicho de otra forma, para Groys esto significa que
estamos educados para ser consumidores. Y aquí, creo, está el salto
argumentativo. De mi actitud estética hacia el arte no se puede inferir mi
actitud como consumidor. O dicho en otros términos: Groys señala que existe
algo así como una actitud estética que viene diseñada por nuestra posición
social y que, por lo tanto, dicha actitud no necesita del arte para concretarse,
lo que implica que no necesitamos la estética como disciplina. “La actitud
estética –escribe Groys- no necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin
él. Habitualmente se dice que todas las maravillas del arte palidecen en
comparación con las maravillas de naturaleza. En términos de experiencia
estética, ninguna obra de arte puede compararse a una sencilla y bella puesta
de sol. […] [Por tanto] el mundo real, no el arte, es el objeto legítimo de la
actitud estética”. (p. 12). Groys por lo tanto mezcla la actitud estética con la estética
como disciplina (un problema habitual y del que alerta Schaffer en el libro
mencionado) lo que le lleva a deducir que el arte no forma parte del mundo real
y que por lo tanto el mundo real (o la forma que tenemos de experimentarlo) es
el terreno de la estética mientras que el terreno del arte cae en manos de lo
que denomina poética. La estrategia
de Groys tiene como finalidad tratar de repensar una nueva posición para el
espectador. Si la modernidad estética está pensada en función de un esquema
claro donde encontramos a un artista X que produce obra para un público determinado
Y (tirano en mucho momentos, dirá Groys), ocurre que en el marco actual se ha
invertido el proceso en tanto que el público es también productor de imágenes
con lo que la pasividad anterior se diluye. Escribe: “Hoy en día, hay más gente
interesada en producir imágenes que en mirarlas. // En estas nuevas
condiciones, la actitud estética pierde su antigua relevancia social” (p. 14).
Por lo tanto, concluye Groys que la estética no tiene ya cabida ni para la
mirada hacia lo social ni hacia el arte, es decir, que ha perdido su antiguo
lugar de enunciación. Añade: “Esto implica que el arte contemporáneo debe ser
analizado, no en términos estéticos, sino en términos de poética. No desde la
perspectiva del consumidor de arte, sino desde la del productor” (p. 15). Este
cambio de perspectiva, según Groys, comenzó a operarse en las vanguardias
cuando algunos artistas (dadás fundamentalmente) abrieron las posibilidades de
una forma de hacer arte basadas en la fractura del sentido pasivo de la
mirada/actitud estética. Pero a lo que alude, en el fondo, no es hacia un
cambio de la estética por la poética (algo que, sinceramente, no clarifica),
sino que lo que está narrando Groys, si partimos de sus ejemplos, es la
historia acerca de cómo la vanguardia logra o diseña la separación entre arte
(entendido como un modo de hacer transformador del modo de ver) y la estética
(entendida bajo la perspectiva del mero placer sensorial). Y Duchamp es el
maestro de ceremonias de todo esto, como en los sesenta lo será, por ejemplo,
el arte conceptual.
Es a partir de esta
idea que señala a la poética como el
espacio legítimo desde el cual enunciar lo artístico, la vía por la cual opta
Groys para desarrollar el resto de ideas que conforman el libro. Por ejemplo,
es el tema de capítulo titulado “La obligación del diseño de sí”. Leemos: “La
forma última del diseño es, sin embargo, el diseño del sujeto” (p. 23). Por
tanto, para Groys la poética es, primeramente, autopoética. Un diseño de sí en el que los factores
éticos y políticos juegan un papel importante. De eso trata en otro de los
capítulos, titulado: “La producción de sinceridad” donde leemos: “El problema
no es la capacidad del arte para volverse verdaderamente político; el problema
es que la esfera política contemporánea ya está estetizada. Cuando el arte se
politiza, se lo fuerza a hacer el desagradable descubrimiento de que la
política ya se ha vuelto arte y de que
la política ya se ha situado en la esfera estética” (p. 38). De nuevo, Groys establece
comparaciones comprometidas. La estetización de la política no implica
necesariamente que la política ocupe el lugar de estética como disciplina. La
estetización del mercado del pollo no quiere decir que el mercado del pollo sea
un lugar donde se sitúa la esfera estética. Es esta confusión entre la
estetización –entendida casi exclusivamente como saturación o
espectacularización– y la estética como disciplina del pensamiento, lo que le
lleva a conclusiones del tipo: “el problema más grande del diseño no es cómo
diseño el mundo exterior sino cómo me diseño a mí mismo o, mejor, cómo me
relaciono con el modo en que el mundo me diseña” (p. 39). Lo que viene a
resumir Groys bajo la idea de que hoy todos
somos obra. No tanto que hoy cualquiera puede ser artista (parafraseando
mal a Beuys) sino que de facto todos
somos hoy arte, ready mades, espacios artísticos. Pero Groys no se queda aquí,
obviamente. El siguiente paso es establecer un vínculo entre ese diseño
significativo y el significante mismo del arte, es decir, su aspecto en tanto
que mercancía. De esto trata en capítulos como “Política de la instalación” o
“La soledad del proyecto”. Al mismo tiempo se ocupa en otros capítulos de dos
artistas: Duchamp (en un capítulo en el que establece vínculos con Marx)
aparece como padre de esa desmaterialización esquizofrénica del objeto
artístico que hace del artista productor e invisibilizador de la materia
artística, y Malevich quien, según Groys, mejor puede establecer qué es eso de artista revolucionario. Junto a estos
elementos y en conexión con el afán de autor de considerar el presente como artístico (en un sentido totalizante y,
por ende, simplificador) en tanto que todos somos productores o diseñadores de sí, establece
interesantes lecturas que vinculan la religión con la tecnología, así como Google como espejo
narrativo o Wikileaks, o Second Life o Youtube.
En este sentido, el
libro señala la necesidad de no partir de la existencia de un afuera y de un
adentro del arte contemporáneo en tanto que todos somos obra y, por tanto, productores, diseñadores.
La poética o autopoética es el modo o
ese lugar desde el que decir o señalar las transformaciones
del arte contemporáneo.
Como añadido,
destacar cuestiones relativas a la edición. En el libro, en varios capítulos,
se repiten casi con exactitud largos fragmentos. Así, por ejemplo, en la página
77 leemos: “Tradicionalmente se entiende que una obra de arte es algo que
encarna al arte como totalidad, otorgándole una presencia inmediata, visible y
palpable. Cuando vamos a una muestra de arte generalmente asumimos que lo que
se exhibe –pinturas, esculturas, dibujos, fotografías, vídeos, ready-mades o
instalaciones- debe ser arte…”, y el texto continúa a lo largo de una página
entera. Bien, en la página 94 volvemos a toparnos con el mismo texto, con leves
variaciones. Ocurre, de modo similar, en la página 92: “en su libro Diferencia y repetición (1968), Gilles
Deleuze dice que la repetición literal es radicalmente artificial y, por lo
tanto, entra en conflicto con todo lo que sea natural, vivo, cambiante y en
desarrollo, incluyendo la ley natural y la ley moral”, y el texto continúa unas
cuantas líneas más. En la página 185: “en su libro Diferencia y repetición, Gilles Deleuze piensa la repetición
literal es radicalmente artificial y, en este sentido, en conflicto con todo lo
que sea natural, viviente, cambiante y en desarrollo, incluyendo la ley natural
y moral”. Esto sucede en más ocasiones a lo largo del libro, lo que lleva a
pensar, obviamente, que el propio Groys tiende a reutilizar los mismos
fragmentos en diferentes textos sin percatarse de ello.