miércoles, 9 de septiembre de 2015

ESTO NO ES UN ÁRBOL

(Este texto se publicó originalmente en la revista Litoral, nº 257, pp. 147-149)



Hay unos versos de José Luis Hidalgo que me hipnotizan. Se trata de unos versos que forman parte de un poema fascinante titulado “Fijaos bien”, y que apareció dentro de uno de esos libros al mismo tiempo fascinantes titulado Raíz (1944). Al inicio del poema (al que he regresado gracias a mi amigo Rafael Fombellida) escribe Hidalgo: “Aquí un árbol seco como una flauta de alambre / lleno de corazones diminutos que le cuelgan de las pestañas”. Estas palabras de Hidalgo han sido leídas (con más o menos interés) desde ángulos distantes, pero creo que quizá se ha perdido la lectura de superficie. Por ejemplo: se ha hablado mucho de ese árbol, de su relación surrealista, de su simbolismo, etc., pero para mí es el aquí el eje real del texto. Simplemente: aquí. ¿Aquí? No me desviaría demasiado si dijera que lo que nos proponía Hidalgo desde ese poema es un retrato, un autorretrato mejor dicho, donde él es el aquí y es el árbol, al mismo tiempo. El yo es algo que se esparce. Cualquiera que haya visto una imagen del propio Hidalgo se percatará al instante de este carácter de autorretrato. Estamos ante una reflexión, quizá, sobre el papel central de la confusión en la vida y en la escritura antes de la muerte. Cuando he vuelto a este poema lo he visto: el poeta es un árbol, pero un árbol seco que ve en la proximidad de la muerte una forma de soportar su aquí. Raíz es el título del libro de Hidalgo, pero es más que eso. La raíz, nuestro origen, es el enemigo. Raíz es el nombre de nuestra condición de posibilidad en el mundo. Y el lenguaje es la raíz del poema, y contra ese lenguaje el poeta lanza su enemistad. El poeta es el enemigo declarado del lenguaje conformado bajo el orden dominante de la raíz. Una etimología no es más que otra forma del poder, del dominio. Odiar las etimologías debería formar parte del trabajo del poeta.
Los corazones diminutos de Hidalgo son el poema, el fruto, y ambos (poema y fruto) son formas de cuestionar el origen. El poeta es así tan contradictorio como un árbol. “En el campo / soy la ausencia / de campo” escribe Mark Strand. Si nos detenemos un segundo comprobamos que en realidad Hidalgo y Strand están hablando de lo mismo desde lugares diferentes. Son poetas hermanos en la distancia. ¿No es el poeta esa permanencia que juega entre lo presente y lo ausente? ¿Desciende el poeta hacia alguna raíz? No. En absoluto. No hay descensos heideggerianos. Hemos pensado demasiado en raíces y rizomas, pero poco en el ramaje, en la imposibilidad de salir ileso del lenguaje confuso de las ramas. Y por ello hablaba de superficie hace un momento. El árbol es pura superficie, frente a la raíz, frente a lo rizomático que incluye toda esa semántica del ocultamiento, de la desproporción, etc. Creo que la lección que nos da el árbol es la capacidad de la contradicción, o quizá sea mejor decir, de la confusión. Las ramas se nos ofrecen, son aquí, como dice Hidalgo, pero al mismo tiempo no las vemos, las despreciamos como simples portadoras de confusión. Habitar la confusión, al menos en mi caso, es la misión del poeta. No confundir, sino saberse confuso y propagar esa confusión. El poeta como propagandista de la confusión, así como el árbol es un propagandista del caos dentro del paisaje. El orden es sólo un efecto de lo real, no es su causa. Ordenamos lingüísticamente el mundo, lo escrutamos, lo taxonomizamos, lo etimologizamos, porque odiamos lo confuso, no sabemos qué hacer con ello. La lección del árbol es la lección del poeta: la confusión es nuestra perspectiva. El orden es un momento de aceptación del fin, la aceptación de un modo (que se nos da ya empaquetado) de leer el fin. Y aquí hay un claro misticismo que no niego, pero un misticismo que reniega de toda trascendencia, de todo orden ritual, un misticismo del aquí, del árbol como forma y lugar. Un misticismo de la confusión. Creo en el árbol, creo en la lección del árbol, en su contradicción, no en su taxonomía. No me interesan las especies de árbol, ni siquiera las conozco, ni me interesa su misión en el mundo, ni su procedencia, ni su posible belleza. No hay ecologismo en el orden lingüístico del mundo. El poeta desearía ser un árbol (como el novelista ser una vaca). Recuerdo que el crítico inglés Wiliam Hazlitt escribía: “Coleridge me comentó que le gusta componer mientras pasea por un terreno accidentado o sea abre paso a través de un ramaje enmarañado”. Abrirse paso sería esa forma renovada de misticismo. El poeta se enfrenta como un árbol ante el mundo y ante sí mismo. En lo alto no hay ideas sino confusión. Parafraseando: “no ideas sobre las cosas sino árboles”. Las ideas son siempre tentativas de ordenar el mundo, mientras que el poema, visto desde este ángulo, tiene como misión confundir aún más el mundo. ¿No es Ideas de orden de Stevens el gran monumento a la ironía poética? En cualquier caso he de decir que no me gustan los simbolismos. Puede ser contradictorio, y lo acepto. Cuando escribimos, o bien cuando simplemente enunciamos, creamos relaciones de fuerza. Decir que el árbol es símbolo del poema me parece someter al árbol y al poema a una relación de fuerza. ¿Y si el poema fuese realmente el símbolo del árbol? El árbol fue antes que el poema y el poeta. El árbol es el que provoca el poema, el poder es del árbol y no de la palabra. ¿Y si el árbol tuviese la capacidad de elegir? ¿Cuál sería su símbolo?
            En fin, el poeta es el aquí del poema de Hidalgo, el aquí un árbol seco. Aquí, en concreto este árbol, no todo árbol, sino este que ahora, en este momento, me dibuja en el papel.  ¿Cómo continuar entonces? La confusión es la necesaria lección que el árbol imparte al poeta. Podemos seguirla… o no.


viernes, 15 de mayo de 2015

LA EXPANSIÓN DEL LABERINTO HASTA CONVERTIRLO EN BURBUJA (I) Escribir sobre poesía, sobre algunas lecturas recientes y sobre el poema como acto económico.





Escribir sobre poesía es como tratar de domesticar a una animal imposible de alcanzar. Acercarse es, en realidad, girar a su alrededor. Cada palabra que empleas, cada gesto que utilizas, te aleja cada vez más de un feliz estado de mansedumbre. Un poema no tiene centro, no tiene un solo corazón hacia el cual debamos ir para descubrir su elemento nutritivo. Escribir sobre poesía es, en ocasiones, como despertarse en mitad de la noche buscando un poco de aire que respirar.  A veces es tremendamente asfixiante. Y no me refiero a realizar crítica literaria, sino a escribir sobre poesía que, a pesar de lo aparente, no tiene nada que ver. Escribir sobre poesía es algo así como vivir la escritura del poema en paralelo. La crítica penetra, la escritura sobre poesía trata de ponerse en frente, o a su alrededor… Lo impenetrable del poema es la fuerza del poema. La escritura sobre poesía es como una ampliación de las fronteras del poema. Por eso, a veces, es tan difícil escribir sobre poesía y, a veces, tan fácil (demasiado en ocasiones) hacer crítica de poesía. Decía María Zambrano que el “poeta no toma jamás una decisión, es cierto. El poeta soporta únicamente este vivir errabundo y como sin asidero”.  Escribir sobre poesía no es hacer crítica sino tratar de comprender ese lugar sin-decisión que es el poema, es situarse cerca de la palabra del poeta para comprender la tecnología o, mejor, la economía de ese sin asidero de donde viene el poema.

Volver para escribir sobre poesía. Y volver después de leer, por ejemplo, Levante de Mircea Cărtărescu.  ¿Cómo hablar de esta lógica imposible?  Levante dibuja sin concesiones una nueva república. O quizá lo justo sea decir que es el poeta capaz de elevar el poema a Estado Político. Su lenguaje es la imposibilidad misma de lenguaje como instrumento lógico. En cualquier caso Levante lo dejo para otro momento. Necesita otro momento. Necesita otra calma. Lo que quería ahora es hablar de otras cosas. Quería hablar de poemas, de nuevo poemas.

Escribir, por ejemplo, sobre Doblez (Ediciones Liliputienses) un libro en el que Silvia Terrón recoge la intensidad de la mirada para depositarla en una precisa economía del lenguaje.  Economía es la forma del poema. Un poema es una forma de administrar el hogar, que es el lenguaje y en este sentido, el poema es una forma de economía. Y el libro de Terrón recoge esta forma de tensión lingüística. El poema organiza el hogar, el espacio de encuentro entre el poeta y lo real.  Así, la misión del poeta es saber que el lenguaje es el camino, la forma económica desde la cual adentrarse en lo real para hacerlo estallar (lingüísticamente). La lógica económica del poema es la forma desde la cual podemos cuestionar la otra lógica económica, la del lenguaje dominante.   Recuerdo que Mario Perniola, en algún momento escribió la que para mí es, a día de hoy, una de las mejores formas de entender esta economía que es el poema: “[el poema] es la idea misma de la comunicación expresada en el contexto de una estructura social en la cual el único lenguaje real es la mentira”.



Economizar no es reducir, no es hacer menguar algo y al mismo tiempo obtener beneficio. Economizar supone dar forma, distribuir espacios y tiempos, ejercer sobre el lenguaje un orden del que desconocemos el sentido. Leemos a Terrón:

Hay un ruido que suena
por debajo de lo conocido;
     La noche se esconde mordiendo
     su círculo de caña, un chasquido verde
     enciende una radio
-bocas desiertas, el respaldo del sillón
marca la misma sombra, indivisible.

Los objetos son siluetas de papel que se quiebran.

Siempre había algo que decir, un olor a piscina
empapaba la lengua de una languidez antigua.

Dentro se secan despacio
herbarios de frases
que giran y se expanden.
[…]

Terrón logra, a lo largo de los poemas, una certera búsqueda de un lenguaje capaz de asumir las deudas de lo visible. El poema organiza una forma de comunicación diferente. No confundamos. Todo poema comunica. No existe la no-comunicación. No confundamos comunicación con limpia y ordenada (o tramposa) transmisión de información. Como indicaba Perniola, el poema es la forma de comunicación que se desdobla, incluso se diluye y cuestiona la lógica comunicativa que nos habla en nombre de lo racional.  “Despojar / No ser el límite de lo certero / Espacio que se objeta / Desnudar su cualidad / inédita”. Y así cierra el libro: “Te invade / la elegancia / del paisaje / vacío. // Y abres / los ojos”. El poema, por tanto, esconde una función ordenadora cuya estructura desconocemos. Es una economía donde la decisión es invisible. El poeta no decide, señalaba Zambrano. Quien decide es el lenguaje, el cual se ofrece al poeta no desde la lógica (de ese lenguaje real de la mentira) sino desde su capacidad infinita de irradiar sentidos. He ahí su economía a contrapelo. En el prólogo al libro de Terrón, Mercedes Cebrián escribe con sutileza: “Silvia Terrón ha realizado una importante intervención en el aquí y el ahora a través de la cantidad exacta de palabras, de unos versos contundentes que cortan, que buscan –y logran– abarcarlo todo”. A lo que añade un verso clave: “la expansión / del laberinto hasta convertirlo / en burbuja”. Laberinto y burbuja como formas de pensar el acto de conectar el lenguaje y lo real.

****

si es por caer
todos hemos caído
las plantas han caído
ha caído mi corazón

hay un momento en esta cama donde caemos del sueño
y somos musgo y masa carnosa
y somos ciruelos –capullos y mermelada
entonces despiertas –caes y despiertas
el sueño es una metáfora de un avión que llueve saltos a la nada
[…]



Comienzo a leer Mil novecientos violeta (El Gaviero ediciones). Este poema abre el libro. Fue escrito por Maximiliano Andrade, poeta chileno nacido en 1990. Volveré entonces, más tarde, en otro momento, sobre este libro, donde, de pronto, encuentro poetas de los que es necesario hablar desde otro horizonte, pero que poseen su particular economía. Volveré sobre ello.  Ahora David Teles Pereira (Portugal, 1985) lo deja apuntado:

[…] En el fondo, es de esto de lo que la poesía trata,
hacer de la ausencia papel y con ojos de tempestad
trazar las fronteras del horror en la tierra,
vientre hueco que no hereda más que huesos […]

***

Escribir, otra vez, sobre poesía…

martes, 28 de abril de 2015

BORIS GROYS, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. Caja Negra, Buenos Aires, 2014.


(Publicado en la revista Arte y Parte N.º 115 | FEBRERO - MARZO 2015)



 La tesis general de este texto podría resumirse en una, aparente, simple pregunta: ¿desde qué lugar es posible hablar hoy del arte contemporáneo? O dicho de otro modo, hablar de arte implica -viene a decir Boris Groys- plantearse previamente un problema espacial relativo al posicionamiento o lugar de la escritura. ¿Existe realmente ese lugar? El autor del libro, ya en trabajos anteriores tales como Sobre lo nuevo (1992) o Obra de arte total Stalin (1988), abría el camino para indagar en los pliegues o en los restos dejados por el pensamiento posmoderno tratando de hallar lecturas que reclamasen otro espacio interpretativo. En Sobre lo nuevo trataba de condensar, en una sola palabra, la capacidad formativa del arte a través del estudio de lo que denomina lógica de intromisión de lo nuevo –valor por otro lado altamente despreciado por cierta posmodernidad- a partir del choque entre el “archivo cultural” y el “espacio profano”. Por su parte, en Obra de arte total Stalin, acudimos a una revisión del concepto de vanguardia en el marco del arte soviético. La tesis, muy resumida, sería que Stalin no fue quien puso fin a las esperanzas de la vanguardia soviética sino que, al contrario, Stalin es la consecuencia de esa vanguardia, o mejor dicho, el realismo socialista es la inferencia lógica, la única conclusión posible, de las esperanzas vanguardistas. De la misma forma podríamos referirnos a otros textos como Bajo sospecha, por ejemplo.
En Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea Groys se centra en ese desplazamiento de lo visible, en ese “volverse público”, propio, según él, del ágora actual donde se desarrolla el arte contemporáneo. Según el autor, este “volverse público” esconde dos movimientos a su vez. En primer lugar un cambio que podemos denominar metodológico, es decir, el paso de la estética, entendido como ese espacio desde el que pensar el arte, hacia la poética que ya no señala una afuera del arte en sentido estricto. Y en segundo lugar, como extensión de este punto, el cambio de perspectiva desde el espectador hacia el productor. En el primer movimiento, lo que sostiene Groys es la idea de que la estética es constitutivamente un afuera de la obra, un otro-amenazante, algo que se construye modélicamente en la modernidad, mientras que la poética, en cambio, reclama un puesto en el interior de la obra. O dicho en términos cuasi-kantianos: la estética habla de un espectador desinteresado mientras que la poética reclama un autor interesado; algo que ya Nietzsche había señalado en La genealogía de la moral. Groys parte, en efecto, de la premisa de que “la actitud estética es la actitud del espectador” (p. 10), y que “con el objeto de experimentar algún tipo de placer estético, el espectador debe estar educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el mileu social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción artística al consumo artístico y, por tanto la subordinación de la teoría estética a la sociología” (p. 10). El arranque, pues, se inserta en una corriente más amplia de pensadores que consideran que la estética debería diluirse, desfallecer, e incluso desaparecer. Recordemos, por ejemplo, al Alan Badiou del Pequeño manual de inestética o al también francés Jean Marie Schaffer y su Adiós a la estética. El caso de Groys es otro, quizá menos radical, pero sí dispuesto a establecer la necesidad de una superación dialéctica de la propia estética a través  de la poética y el diseño. Ahora bien, si volvemos a su argumento o premisa inicial quizá hallemos en ello una falacia. Es decir, ¿es posible confundir la “actitud estética” con el “placer estético” y con “la disciplina estética”? En realidad Groys los enmarca como sinónimos, y, sin embargo, ¿es tan sencillo? Las tres expresiones sirven para que todo confluye en que placer, actitud y disciplina están formados socialmente, o dicho de otra forma, para Groys esto significa que estamos educados para ser consumidores. Y aquí, creo, está el salto argumentativo. De mi actitud estética hacia el arte no se puede inferir mi actitud como consumidor. O dicho en otros términos: Groys señala que existe algo así como una actitud estética que viene diseñada por nuestra posición social y que, por lo tanto, dicha actitud no necesita del arte para concretarse, lo que implica que no necesitamos la estética como disciplina. “La actitud estética –escribe Groys- no necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede compararse a una sencilla y bella puesta de sol. […] [Por tanto] el mundo real, no el arte, es el objeto legítimo de la actitud estética”. (p. 12). Groys por lo tanto mezcla la actitud estética con la estética como disciplina (un problema habitual y del que alerta Schaffer en el libro mencionado) lo que le lleva a deducir que el arte no forma parte del mundo real y que por lo tanto el mundo real (o la forma que tenemos de experimentarlo) es el terreno de la estética mientras que el terreno del arte cae en manos de lo que denomina poética. La estrategia de Groys tiene como finalidad tratar de repensar una nueva posición para el espectador. Si la modernidad estética está pensada en función de un esquema claro donde encontramos a un artista X que produce obra para un público determinado Y (tirano en mucho momentos, dirá Groys), ocurre que en el marco actual se ha invertido el proceso en tanto que el público es también productor de imágenes con lo que la pasividad anterior se diluye. Escribe: “Hoy en día, hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas. // En estas nuevas condiciones, la actitud estética pierde su antigua relevancia social” (p. 14). Por lo tanto, concluye Groys que la estética no tiene ya cabida ni para la mirada hacia lo social ni hacia el arte, es decir, que ha perdido su antiguo lugar de enunciación. Añade: “Esto implica que el arte contemporáneo debe ser analizado, no en términos estéticos, sino en términos de poética. No desde la perspectiva del consumidor de arte, sino desde la del productor” (p. 15). Este cambio de perspectiva, según Groys, comenzó a operarse en las vanguardias cuando algunos artistas (dadás fundamentalmente) abrieron las posibilidades de una forma de hacer arte basadas en la fractura del sentido pasivo de la mirada/actitud estética. Pero a lo que alude, en el fondo, no es hacia un cambio de la estética por la poética (algo que, sinceramente, no clarifica), sino que lo que está narrando Groys, si partimos de sus ejemplos, es la historia acerca de cómo la vanguardia logra o diseña la separación entre arte (entendido como un modo de hacer transformador del modo de ver) y la estética (entendida bajo la perspectiva del mero placer sensorial). Y Duchamp es el maestro de ceremonias de todo esto, como en los sesenta lo será, por ejemplo, el arte conceptual.
            Es a partir de esta idea que señala a la poética como el espacio legítimo desde el cual enunciar lo artístico, la vía por la cual opta Groys para desarrollar el resto de ideas que conforman el libro. Por ejemplo, es el tema de capítulo titulado “La obligación del diseño de sí”. Leemos: “La forma última del diseño es, sin embargo, el diseño del sujeto” (p. 23). Por tanto, para Groys la poética es, primeramente, autopoética. Un diseño de sí en el que los factores éticos y políticos juegan un papel importante. De eso trata en otro de los capítulos, titulado: “La producción de sinceridad” donde leemos: “El problema no es la capacidad del arte para volverse verdaderamente político; el problema es que la esfera política contemporánea ya está estetizada. Cuando el arte se politiza, se lo fuerza a hacer el desagradable descubrimiento de que la política ya se ha vuelto  arte y de que la política ya se ha situado en la esfera estética” (p. 38). De nuevo, Groys establece comparaciones comprometidas. La estetización de la política no implica necesariamente que la política ocupe el lugar de estética como disciplina. La estetización del mercado del pollo no quiere decir que el mercado del pollo sea un lugar donde se sitúa la esfera estética. Es esta confusión entre la estetización –entendida casi exclusivamente como saturación o espectacularización– y la estética como disciplina del pensamiento, lo que le lleva a conclusiones del tipo: “el problema más grande del diseño no es cómo diseño el mundo exterior sino cómo me diseño a mí mismo o, mejor, cómo me relaciono con el modo en que el mundo me diseña” (p. 39). Lo que viene a resumir Groys bajo la idea de que hoy todos somos obra. No tanto que hoy cualquiera puede ser artista (parafraseando mal a Beuys) sino que de facto todos somos hoy arte, ready mades, espacios artísticos. Pero Groys no se queda aquí, obviamente. El siguiente paso es establecer un vínculo entre ese diseño significativo y el significante mismo del arte, es decir, su aspecto en tanto que mercancía. De esto trata en capítulos como “Política de la instalación” o “La soledad del proyecto”. Al mismo tiempo se ocupa en otros capítulos de dos artistas: Duchamp (en un capítulo en el que establece vínculos con Marx) aparece como padre de esa desmaterialización esquizofrénica del objeto artístico que hace del artista productor e invisibilizador de la materia artística, y Malevich quien, según Groys, mejor puede establecer qué es eso de artista revolucionario. Junto a estos elementos y en conexión con el afán de autor de considerar el presente como artístico (en un sentido totalizante y, por ende, simplificador) en tanto que todos somos productores o diseñadores de sí, establece interesantes lecturas que vinculan la religión con la  tecnología, así como Google como espejo narrativo o Wikileaks, o Second Life o Youtube.
            En este sentido, el libro señala la necesidad de no partir de la existencia de un afuera y de un adentro del arte contemporáneo en tanto que todos somos obra y, por tanto, productores, diseñadores. La poética o autopoética es el modo o ese lugar desde el que decir o señalar las transformaciones del arte contemporáneo.

            Como añadido, destacar cuestiones relativas a la edición. En el libro, en varios capítulos, se repiten casi con exactitud largos fragmentos. Así, por ejemplo, en la página 77 leemos: “Tradicionalmente se entiende que una obra de arte es algo que encarna al arte como totalidad, otorgándole una presencia inmediata, visible y palpable. Cuando vamos a una muestra de arte generalmente asumimos que lo que se exhibe –pinturas, esculturas, dibujos, fotografías, vídeos, ready-mades o instalaciones- debe ser arte…”, y el texto continúa a lo largo de una página entera. Bien, en la página 94 volvemos a toparnos con el mismo texto, con leves variaciones. Ocurre, de modo similar, en la página 92: “en su libro Diferencia y repetición (1968), Gilles Deleuze dice que la repetición literal es radicalmente artificial y, por lo tanto, entra en conflicto con todo lo que sea natural, vivo, cambiante y en desarrollo, incluyendo la ley natural y la ley moral”, y el texto continúa unas cuantas líneas más. En la página 185: “en su libro Diferencia y repetición, Gilles Deleuze piensa la repetición literal es radicalmente artificial y, en este sentido, en conflicto con todo lo que sea natural, viviente, cambiante y en desarrollo, incluyendo la ley natural y moral”. Esto sucede en más ocasiones a lo largo del libro, lo que lleva a pensar, obviamente, que el propio Groys tiende a reutilizar los mismos fragmentos en diferentes textos sin percatarse de ello.

domingo, 18 de enero de 2015

FERNANDO R. DE LA FLOR. CONTRA (POST)MODERNOS.



[Este texto ha sido publicado anteriormente en la revista Suroeste, número 4, 2014]

La pregunta general que enmarca el último libro de Fernando R. de la Flor, Contra (post) modernos, podría visualizarse del siguiente modo: ¿cuál es el tiempo y el espacio de quienes buscan la constante desidentificación con respeto al tiempo(ahora) y el espacio(ahora)? Está claro que esta pregunta simplifica en exceso, tanto cuantitativa como cualitativamente, la propuesta del libro. Contra (post) modernos, puede leerse, más aún, como una contra-hermenéutica en la medida en que su propuesta dibuja un nuevo territorio, o mejor, un gran boquete, en algunas formas que parecían asentadas a la hora de aproximarse a determinados autores. 
            Para comenzar, el título. La ambigüedad pretendida del mismo juega a diseñar su propio terreno de juego. ¿Se trata de autores contra la posmodernidad? ¿Contra la modernidad? ¿Contra ambas formas enunciativas? ¿O se trata, más bien, de modernos a la contra que es otra forma de ser (post)modernos? La respuesta no es fácil y posiblemente, entre los muchos logros de este libro, se halle el situarnos ante una lectura de tres escritores los cuales imposibilitan cualquier respuesta fácil. Precisamente el subtítulo del libro bien puede ofrecernos una primera pista: Tres lecturas intempestivas (disidencia, provincia, carencia). Y luego nos ofrece tres nombres: Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez,  Antonio Gamoneda. Desde aquí podemos ir ya dibujando el camino. Podemos ir dejando miguitas de pan que luego iremos recogiendo. La apuesta de Rodríguez de la Flor tiene como filo de lectura la posibilidad de lo que Benjamin, otro de los protagonistas de este magnífico libro, definía como “historia  a contrapelo”. Así, las lecturas intempestivas de este libro tienen como marco general la posibilidad de fracturar la lectura lineal, historicista, que hace tanto de estos autores como de sus lecturas algo cerrado e impenetrable. Es por ello que la aportación de Fernando R. de la Flor en este libro es sumamente enriquecedora dentro del habitual panorama de lecturas acerca no sólo de estos autores, sino también de muchos otros.
            En efecto, no parte el autor de una simple disección formal de la obra de estos escritores sino del plano, del mapa general, de la topografía literaria que los suele identificar de un modo u otro con el simple afán de etiquetarlos. La etiqueta siempre es etiqueta dormitiva, que diría Molière. Por ello tiene este libro dos líneas: una metodológica (que en cierta medida ahonda en lo ya expuesto en trabajos anteriores del autor) y otra propiamente interpretativa que afecta a los escritores analizados. O dicho de otro modo: sólo a contrapelo es posible acercarse a estos escritores intempestivos.
            Fue Schiller quien en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, escribió aquello de que “todo artista es hijo de su tiempo, pero ay de él como se convierta en su discípulo”. Y esta idea de Schiller puede estar detrás de las diversas lecturas que nos ofrece el autor de estos tres escritores. Schiller destaca la visión del artista como ese sujeto asentado o situado en el marco de su tiempo pero que (y aquí está el choque necesario) no está sujeto al ordenamiento material que, como discípulo, este tiempo le determina. Ése es, creo, el caso de Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda. Según de la Flor estos tres autores representan modelos de desidentificación con su tiempo y al mismo tiempo; provocan choques elementales que hacen de ellos figuras plásticas y necesarias. O, dicho con otras palabras, son figuras dialécticas y, al mismo tiempo, intempestivas. Al inicio lo deja claro: “Con su persistente anclaje en cuestiones que nos parecen sobrepasadas por la marea del urgente presente, en todo caso estos textos examinados, siempre determinantes para la intrahistoria de nuestro tiempo, nos remiten a una experiencia de ficción en lo duradero”. Y añade de la Flor: “Todo ello, empero, se efectúa en el seno del momento de máxima volatilidad y reino indiscutible de lo que es efímero”.
            El primero de ellos, el escritor murciano Miguel Espinosa, configura, según el autor, una valiosa forma de disidencia. Esta disidencia lo es tanto espacial (la provincia, etc.) como temporal (franquismo, transición, etc.), como lingüística (¿novela?, ¿ensayo?). Como en el caso de los otros compañeros de viaje en este libro, Espinosa es leído a contrapelo. Pero ¿cómo leer a contrapelo a quien, a su vez, “podríamos definir como situado “ a contratiempo””?  Espinosa es un disidente en el sentido más complejo que a esta palabra quepa darle. Baste, en este punto, recordar la inolvidable e inclasificable Escuela de Mandarines.  Según de la Flor la “disidencia alcanza un carácter que es exclusivamente dialéctico; se trata de una revolución silente que busca sus efectos sobre todo en el pensamiento y mucho menos en el campo de la acción directa”. La disidencia espinosiana, en su vida y obra, se concentra en una clara posición de desidentificación con respecto a cualquier relato totalizador y cosificante.
            En este sentido, la semántica no deja de ser un sistema de control. Y la semántica de la provincia inocula o ha inoculado una visión del estar en/desde provincia como una desventaja, como un retraso. Es por ello que el segundo de los intempestivos será un poeta clave de la segunda mitad del siglo XX: Claudio Rodríguez. Frente al hecho de que esa provincia quedase anulada históricamente en lo simbólico dentro del marco de la modernización, el poeta trata no tanto de recuperar lo perdido como de reconfigurar desde el territorio de lo propio, de lo particular: una visión de la provincia. En lugar de una poesía tendente a ensalzar el patrimonio histórico de una ciudad de provincias, pongamos que hablo de Zamora, el poeta trata de reescribir su lugar, su topografía de esa provincia. Una topografía escrita que se desidentifica con respecto a los hechos meramente patrimoniales de una zona.  Escribe certeramente de la Flor: “se dirige [Claudio Rodríguez] principalmente a dar voz a la fuerza  del dominio geográfico, “dejando ser al mundo” y abriéndose a la capacidad poiética que se contiene en el espacio resonante”. Y añade, volviendo a hablar de Claudio Rodríguez: “La escritura lo es siempre de una determinada “autobiografía espacial”. O, con palabras del poeta norteamericano Wallace Stevens: “La vida es una cuestión de personas, no de lugares. Pero para mí es una cuestión de lugares, y ése es el problema”.  En ese sentido, de la Flor analiza con suma habilidad hermenéutica las diferentes modalidades de concebir lo local. Reconfigura Claudio Rodríguez atinadamente un concepto como lo local (alejado meramente de lo patrimonial) y hace de él (y de su poesía) espacio de resistencia vital y poética.
            Esta resistencia adquiere también su rostro en la aproximación al espacio contra (post)moderno del poeta Antonio Gamoneda. En el caso de Gamoneda el proceso de desidentificación con respecto al relato “oficial” lo sitúa de la Flor en un concepto como el de carencia, que en cierta medida podría verse como el territorio que asimismo absorbe (dialécticamente) la disidencia y la provincia. En el caso de Gamoneda el lenguaje se convierte en el arma-territorio desde donde cuestionar las transformaciones de un tiempo concreto.  La política se filtra en el lenguaje y para Gamoneda el lenguaje precisamente es el arma del poeta para enfrentarse a esa composición de la historia a través de un supuesto lenguaje ordenado y totalizador. El lenguaje es el lenguaje de la crisis. Parece indicar de la Flor que son dos vivencias del tiempo las que han provocado (y provocan) la fuerza en el interior del texto gamonediano, texto intempestivo, a contratiempo.  Por un lado, “la experiencia de la detención y el estancamiento temporal que el franquismo impuso a las vidas situadas bajo su régimen singular y, por otro lado, la precipitación y aceleración de nuestro tiempo de ahora, en el seno  del cual el poeta actúa como uno de sus agentes incómodos y renuentes”. Es esta imposibilidad de un territorio exacto sino más bien un territorio como choque de lenguajes (y tiempos) lo que produce en la poesía de Gamoneda un horizonte clave tanto para su escritura como para su recepción. Es por ello, como apunta de la Flor, que la escritura de Gamoneda revela no el carácter de riqueza que presenta el paisaje de la superficie social sino, al contrario, la auténtica devastación que sacude y mina por dentro este mismo “paraíso” occidental. Así podemos leer su poesía, desde este estado de carencia, como si fuese un estado de inconsciente social. Es decir, destacando aquello que, de algún modo, permanece en los márgenes de lo decible, o mejor, de lo pronunciable. El tiempo se desdibuja ya que no es la tiranía del presente, con su confort, la que habla sino la posibilidad de un pasado móvil actuando en el interior del presente.

            Ha escrito de la Flor, en definitiva, un libro pleno de posibles significaciones en tanto que permite o nos permite acercarnos a estos autores desde espacios y tiempos diferentes, extraños, disidentes… Y esto es, dentro de nuestro panorama, algo necesario y profundamente enriquecedor.