miércoles, 10 de abril de 2013

SOBRE “NORMALIDAD DE LA CRISIS / CRISIS DE LA NORMALIDAD”, DE LUCIANA CADAHIA Y GONZALO VELASCO (eds.), Katz, 2013



1.
(Un preludio divagatorio que no viene a cuento)

En el Crátilo Platón se pregunta por la relación que existe entre las palabras y su referente. Esta pregunta le lleva a situaciones cuanto menos rocambolescas. Es más, no queda resuelta con claridad la posición del propio Platón. Frente a la teoría convencionalista (que tergiversa el punto de partida de Protágoras) y también frente a la postura naturalista que defiende Crátilo según la cual hay una dependencia estrecha entre las palabras y las cosas, Platón va basculando. Hacia el final del diálogo Crátilo insiste en ello: “el que conoce los nombres, conoce también las cosas”. Pero ya antes le había planteado esta misma cuestión a través de una pregunta sutil: “¿Pues cómo es posible, Sócrates, que si uno dice lo que dice no diga lo que es?”. Evidentemente, Sócrates da la vuelta a toda esta argumentación, aunque, ciertamente, su postura no esté del todo clara, al menos en este diálogo. Es decir, Sócrates no va a negar en esta ocasión que no se puedan conocer las cosas por sus nombres pero que ésta es una fórmula sometida a la fragilidad del error (como errada es la mimesis). En cambio, apunta, “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. En cualquier caso, para llegar a esta conclusión, Sócrates, Crátilo y Hermógenes desarrollan toda una extensa (y por momentos delirante) obsesión etimológica con el fin de saber si existe relación entre el origen de las palabras y aquello a lo que se refieren.
2.
En Normalidad de crisis / Crisis de la normalidad no se menciona, al menos eso creo, el Crátilo ni una sola vez. ¿Por qué debería de citarse? Es cierto. No hay ninguna necesidad de ello. Este libro, coordinado por Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco constituye una muy importante aportación a la reflexión sobre el presente. Y por sus páginas discurren reflexiones y críticas de hondo calado. Es cierto que no todas son lecturas que mantienen el alto voltaje necesario para pensar la crisis. Ahora bien, en determinados momentos y fundamentalmente en la parte final del libro titulada “Crisis y política”, hallamos algunas aportaciones filosóficas sobre el presente que se aproximan con solidez a la pregunta por la crisis. Y sobre esa parte incidiré a continuación más en profundidad, sin olvidar, obviamente, el resto de textos del libro.

3.
Pero volvamos al Crátilo. ¿Por qué lo traigo a colación? Una de las cuestiones que más llaman poderosamente la atención es la obsesión en buena parte de los trabajos de este libro en incidir en la posible relación directa entre la palabra crisis y la “crisis” como fenómeno que “recorre al sujeto” en la vida ordinaria. Parecería como si destripando la palabra, hallando su tuétano, estuviéramos más cerca del fenómeno, como le ocurría al mismísimo Hermógenes en su diálogo con Sócrates. Veamos. Parece que la crisis es un concepto que remite a un estado de cambio o mutación, y que, asociado a la medicina, indica un cambio tendente a la curación o a la muerte. En la mayoría de los trabajos del libro (o en casi todos) se parte de la etimología de la crisis suponiendo que del concepto dimana el objeto, obviando la salida de Platón en el Crátilo: “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. ¿Está la crisis en el concepto de crisis? Dicho esto, me parece imposible (o al menos muy difícil) señalar o deducir que esta reconstrucción etimológica nos diga algo exactamente de la realidad, más allá de un posible juego metafórico. O dicho de otra forma, el problema no está en la palabra crisis. Considerar que el problema reside en la palabra crisis conlleva el problema implícito de considerar que esta crisis es una crisis exclusivamente “moral”, “de valores” o “conceptual”, y que de alguna manera —otro giro argumentativo— si despejamos la incógnita conceptual parecería más fácil salir de la crisis (y quizá por extensión solucionar la vida a esas personas que están dentro de la crisis). Creo que las reflexiones que se sitúan únicamente en este “marco catequista de los valores” quedan representadas efectivamente en la anécdota que narra Wittgenstein según la cual un tipo se pasaba billetes de una mano a la otra y pensaba que estaba haciendo un gran negocio.
            No quiero decir que haya una obligación directa en el filósofo de intervenir en lo social, pero sí de ser consciente de la distancia.
4.
Dejando de lado la obsesión de algunos autores por la etimología, tenemos una aportación sumamente interesante. La apuesta de Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco es certera, y se observa desde el principio: “El ritual mágico-jurídico de la austeridad debería devolver la confianza en los mercados. Pero detrás de este velo de maya de la restauración, tiene lugar una profunda transformación de la naturaleza misma de la sociedad. Ahora bien, el sacrificio de la austeridad supone no sólo la desaparición de los derechos básicos de los ciudadanos, sino el precio que los países de la Unión Europea deben pagar para volver a ser fiables”. La paradoja estriba en que para estar mejor es necesario estar peor, pero esos criterios de “mejor” y “peor” son manejados desde fuera de la órbita social. La crisis, por tanto, “se convierte en un mecanismo de normalización y ocultamiento de los cambios que precisa el actual poder para seguir expandiéndose. […] Por tanto, deberíamos hablar de una crisis previsible”, lo que viene a significar que la crisis ha de entenderse como un caso necesario de autorregulación por parte de los sistemas financieros. No obstante, la argumentación “estatal” se desvía hacia una “culpa generalizada” de los ciudadanos los cuales seríamos responsables (no corresposables, sino directamente responsables) por haber vivido por encima de algo llamado “nuestras posibilidades”. Partiendo de esta idea, el libro busca “identificar el dispositivo discursivo de la crisis y desarticular los mecanismos de poder que en él operan. No obstante, el valor político de esta tarea reconstructiva es insuficiente si no está atenta a inteligencia implícita que nace de la experiencia popular de la crisis  y de la manifestación colectiva de su rechazo”.
5.
Partiendo de estas tesis expuestas por los compiladores de modo directo se desarrollan los textos. La apuesta, como ya he dicho, nace con el doble objetivo de identificar y desarticular desde la teoría los mecanismos que “soportan” la crisis y, por otro lado, al mismo tiempo, no perder de vista la experiencia popular de la crisis. Es en este doble movimiento donde hallamos la idea que fundamenta este libro. Para Gabriel Aranzueque el problema estaría en el concepto de deseo. Según señala estamos tan acostumbrados a obedecer que dicho mecanismo imposibilita que deseemos lo contrario. Precisamos “desear más” señala como conclusión. David Sánchez Usanos concluye con otro “deberíamos”: “deberíamos poder ocuparnos de cuestiones políticas, económicas o sociales sin tener la impresión de que al hacerlo estamos renunciando al pensamiento. Hemos de desterrar la funesta idea de que reflexionar sobre lo cotidiano equivale a envilecerse”. En la sección “Crisis y ontología” escribe Patxi Lanceros “Crisis es un nombre —singular— para designar esa plural nebulosa con vocación de clausura”. Y es que en este caso, por ejemplo, la crisis abandona su lugar sobre la tierra para convertirse en un problema más bien conceptual y moral que una “experiencia popular”.
            El libro encierra aportaciones de interés, sin duda. Aparte de los autores mencionados, cabría citar los trabajos de Antonio Gómez Ramos, Ana Carrasco-Conde o Alberto Pirni. Todos ellos, como el resto del libro, llenos de espacios para la discusión. Es decir, estados para-no estar-de acuerdo en todo momento, lo que convierte a éste en un libro a tener en cuenta.

6. 
Desde una postura personal, considero la tercera sección, titulada “Crisis y política”, la sección más certera del libro, y la de mayor enjundia discursiva. En ella se desgranan algunas de las ideas de las que es posible extraer elementos de discusión y que tienen la capacidad de enriquecer el debate desde la izquierda. Valerio Rocco, por ejemplo, expone lo siguiente: “Nuestro objetivo es analizar el papel jugado por las configuraciones estatales en el marco de la actual crisis económica, y ello en dos sentidos”. Uno de esos sentidos es la consabida “polisemia de la palabra”, y el segundo, el más interesante desde mi punto de vista,  es la pregunta acerca de cómo la crisis desplaza inevitablemente su sentido o, más bien, comprime desde múltiples flancos a las instituciones y al propio concepto de “estado”. Lo que nos dice es que el “Estado queda […] comprimido entre las (¿legítimas?) demandas de la sociedad civil y  de los individuos subsumidos bajo él, por un lado, y el chantaje de la sociedad civil internacional y los individuos-magnates bajo s que se subsume, por otro”. Retomando la teoría del doble vínculo de los psiquiatras podríamos decir que el Estado se halla más que en crisis en un estado paradójico propio del sujeto esquizofrénico, un cuerpo sometido a su propio sinsentido. En este caso, la tarea del filósofo, apunta Rocco, sería la de denunciar la anormalidad de la crisis y su irracionalidad. El problema, creo, estaría en cómo “rellenar” conflictivamente la palabra denuncia.
            Por su parte, el trabajo de Luciana Cadahia trata de reactivar el concepto de dispositivo. Escribe certeramente: “El principio que trata de regular a las sociedades contemporáneas hace de la crisis el dispositivo mediante el cual crea, rechaza y neutraliza su propio antagonismo”. La crisis se construye como sistema o dispositivo que posibilita “reorganizaciones progresivas”. Cadahia apuesta por poner en crisis este sistema. Si se me permite se trataría de, usando jerga de Gregory Bateson, afirmar que la crisis no es un contexto o un marco de referencia sino una etiqueta que rotula un conjunto, pero sin embargo ese conjunto puede ser puesto en crisis, puede ser desplazado. ¿Cómo? He ahí la pregunta. Este tema pone sobre la mesa otro, es decir, el tema de las revueltas sociales. ¿Pueden las revueltas ser una forma de buscar ese desetiquetado que instaura la crisis? Al final de su trabajo Luciana Cadahia es de nuevo directa: “no encontramos la preposición adecuada para describir el vínculo de las sublevaciones con respecto a las instituciones, pues las sublevaciones y las resistencias no pueden hacerse exclusivamente contra la institución, ni mucho menos ante la institución, ni mucho menos desde la institución. Se trataría de pensar una pre-posición tal que nos permitiera establecer un juego de posiciones simultáneas en uno y otro lado de la oposición. […] Quizá sea entre los límites del derecho y las instituciones y las sublevaciones donde se juega las distintas posibilidades, aún no calculadas, del dispositivo de la crisis”.
            La sección se cierra con dos interesantes aportaciones: “Crisis y Orden Mundial en perspectiva histórica” de Alex Colás y “Crisis de la construcción social de la normalidad capitalista” de Gonzalo Velasco, que cierra el libro. Precisamente Velasco apunta de nuevo la idea que vertebra algunas de las aportaciones más interesantes de este libro: “Lo que se está rechazando desde las plazas públicas es el prejuicio biopolítico según el cual tras la crisis hay siempre una recomposición de la normalidad (de la salud)”. Pero quizá no deberíamos olvidar que la normalidad no es otra cosa que un “marco de referencia”, un rotulado (provisional) cuyas paradojas y patologías estamos en condiciones de poner en cuestión en su totalidad (y fragmentariedad). Paradojas y patologías que la experiencia popular de la crisis trata de identificar.

7. 
O dicho en otros términos, no se trataría de hablar de normalidad de la crisis ni de la crisis de la normalidad sino de alcanzar la posibilidad de salirse de este “doble vínculo” (prototípicamente paradójico)  con la finalidad de identificar la propia patología de ambos conceptos. Una tarea que se apunta hábilmente en este libro y que constantemente está por hacer.


martes, 2 de abril de 2013

APUNTES CONTRA LA JERGA DE LA CLARIDAD Y OTRAS EXCUSAS A PARTIR DE “QUIEN MANDA UNO” DE PABLO LÓPEZ CARBALLO (COMO EXCUSA)



La alegoría no es más
que un espejo que traslada
Calderón de la Barca

1.
[Formas odiosas de comenzar una entrada de blog (1): “Llevaba un tiempo dándole vueltas a la posibilidad de escribir una entrada”. Sin embargo, formas que uno acaba reproduciendo]

2.
Llevaba un tiempo dándole vueltas a la posibilidad de escribir una entrada en este blog que se titulase “La jerga de la claridad”. El tema empezaría de esta forma: existe una especie de impugnación de totalidad hacia aquello que muestre mínimamente (o máximamente) formas e intereses abstractos, teóricos, complejos… llámese como se quiera. Se dice habitualmente eso de “hay que ser claros” suponiendo que existe una relación directa entre el lenguaje y la realidad; siendo el nombre de esa relación “lo claro”, que sirve de perfecto y omnicomprensivo vaso comunicante. O dicho en otros términos: se viene a suponer que la palabra “mierda” está más cerca de la realidad que la palabra “excremento”, aunque sencillamente no es así. Tan sólo los sujetos, en sus procesos de aceptación de marcos psicológicos de referencia, acercamos esas palabras a la realidad. Si ponemos, por ejemplo, juntos dos poemas, supongamos que uno de David González y otro de Marcos Canteli, en apariencia distantes tanto temática como formalmente, sería poco razonable sostener que uno “habla más” que otro sobre la realidad.  Sería estúpido. En lugar de eso lo que tenemos, según opino, son dos formas de producir sentido y de crear marcos de referencia, es decir, se producen a sí mismos como poemas en tanto que estructuras del lenguaje que pugnan con eso inexpugnablemente idiota que es la realidad. De este modo, la poesía es simplemente un juego de superficies siendo el lenguaje el elemento productor de sentidos. Por lo tanto la jerga de la claridad es como cualquier otra jerga. Decía Barthes que la jerga de la claridad se aprende socialmente como se aprende la jerga de la ciencia o cualquier otra jerga, como se aprende un idioma o a saltar a la comba. No obstante, por costumbre, tendemos a sostener que la claridad es consustancial a lo real, siendo la claridad y su jerga, recuerda Barthes, una construcción burguesa. Llevaba tiempo pensando cómo desarrollar esta idea en el ámbito poético. Ha sido la lectura de un libro de poemas lo que me ha sugerido la siguiente entrada. No quiero decir que este libro sea paradigma de nada sino muestra de un caso.

3.
Quien manda uno es el segundo libro de poemas de Pablo López Carballo tras Sobre unas ruinas encontradas. Las diferencias entre ambos libros son importantes, aunque no es esa diferencia la que aquí nos interese ahora. Si nos centramos en su último libro es evidente que la apuesta es el lenguaje. El lenguaje es el territorio de estos poemas, pero no entendido como una simple disposición para el sentido sino, al contrario, el lenguaje como constatación de su propio sinsentido. Así lo apunta el primer poema del libro:

Tocado y convertido
en lenguaje.
Su distancia sin distancia con las ideas,
agraz espesor del blanco caravana.
El detalle ampliado,
raigón inverso.
Adelante.

Dicho en otros términos: el lenguaje pierde su aspecto referencial para abrirse hacia otros lugares. Podríamos ver esta experiencia del lenguaje como una forma de alegorizar sobre el propio lenguaje, pero sobre todo acerca del concepto mismo de poema. La palabra se vacía por completo de su sentido (he ahí el impulso alegórico) para conformar todo su despliegue hacia una forma de pensar sobre sí misma, sin olvidar su capacidad comunicativa. La poesía de López Carballo (insertándose en cierta línea de tensión dentro de la poesía española reciente donde podríamos ubicar también a poetas como Marcos Canteli o ciertos aspectos poéticos de Mariano Peyrou, por apuntar sólo dos ejemplos) es una poesía que tiende a transformar conceptualmente el marco de referencia del lenguaje poético. Se trata de poemas donde no se pretende descalificar el aspecto comunicativo del lenguaje (consideramos que no es posible no comunicar, y ésa sería la hipótesis de partida) sino cuestionar la concepción racional del lenguaje comunicativo. De esta forma esta poesía —se cuestione o no desde la crítica— está labrando un ejercicio lingüístico de impugnación de las relaciones absolutas y lógicas entre el lenguaje y la realidad. Si la realidad (la realidad de primer orden, es decir: la de los objetos que están ahí afuera) es idiota, como ya señalase Rosset, el sinsentido puede ser una toma de conciencia de esa idiotez de lo real. Pero más allá de eso esta poesía, que algunos poetas desarrollan con sumo interés y con algunos destellos altamente remarcables, está postulando —nos guste más o menos— que cada poema supone en sí mismo una definición de lo que es la poesía. De este modo están tratando de enfrentarse a las propias paradojas de la filosofía del lenguaje, y en concreto podríamos establecer una delirante conexión con la teoría de los tipos lógicos. La paradoja de Russell, en una lectura desviada hacia nuestros intereses metapoéticos, nos dice que “la clase no puede ser miembro de sí misma, ni uno de los miembros puede ser la clase, dado que el término empleado para la clase es de un nivel de abstracción diferente —un tipo lógico diferente— de los términos empleados para sus miembros”. Aunque en la lógica formal se intenta mantener la discontinuidad entre una clase y sus miembros, creo que en la poesía esta discontinuidad se quiebra de manera continua e inevitable. Siguiendo a los lógicos —y perdónenme (o no) los filósofos del lenguaje— tendríamos que decir que “El conjunto de las palabras de un poema” no podría ser un poema dado que violaría el sistema que nos dice que la clase no puede ser miembro de sí misma. O el conjunto “Los poemas escritos en español” no podría ser un poema (escrito en español) en tanto que una clase no puede ser clase y miembro al mismo tiempo. Sin embargo, y he aquí lo importante, en la poesía violamos constantemente esta paradoja, y en los poemas donde el lenguaje se transforma en alegoría de sí mismo la paradoja es el lugar de distribución de sentido de la poesía. El poema tensa el lenguaje porque vive en y de la paradoja comunicativa. El poema (el de estos poetas pero en general, y esto es necesario remarcarlo, el de la poesía que abre sentidos y que es realmente la que aquí nos puede interesar) se construye como comunicación paradójica, cuestionando su propio sentido comunicativo (como acto comunicativo).

4.
 Podríamos citar aquí al Deleuze de la Lógica del sentido cuando afirma: “Lo expresado no existe fuera de su expresión. Por ello, no puede decirse que el sentido exista, sino solamente que insiste o subsiste”. Y en otro momento añade: “La grieta no es ni interior ni exterior, está en la frontera, insensible, incorporal, ideal. Con lo que sucede en el exterior y en el interior tiene relaciones complejas de interferencia y cruce, de conjunción saltarina; un paso aquí, otro paso allí, a dos ritmos diferentes: todo lo que ocurre de ruidoso, ocurre en el borde de la grieta y no existiría sin ella”. Es pues ese borde de la grieta donde se construye el poema y su realidad.

5. 
Desde el instante en que el poeta vive en la paradoja continuada el lenguaje se desata por completo de sus ataduras formales. Un poema que pretenda darse la estructura lógica de la novela se sale del núcleo de la paradoja (se convierte en lógico) en tanto que no se construye como un cuestionamiento de la propia (y supuesta) idea lógica de poema. 

6.
De esta forma, de la poesía de la que hablamos (y Quien manda uno es un ejemplo) nos pone en constante tensión dado que nos sitúa en un triple límite: a) con el lenguaje (en el sentido codificado aprendido), b) con la paradoja de que es un poema que se incluye como clase y miembro, y, por tanto, c) supone la descomposición de un referente cerrado dado que ese referente es construido en su propio sentido paradójico. Esto quiere decir que cada poema crea su propio marco de referencia. Eduardo Milán hablando del libro de López Carballo escribe: “El lenguaje se aleja del no acto en su afuera. Tal vez sea esa la posibilidad de lo imprevisible en su escritura: negarse a cometer un afuera, el salirse, concordar con la negación. […] Misión incumplida, escribir”. Y tiene razón, pero quizá no sea tanto negarse a cometer un afuera como construir paradójicamente un afuera. En definitiva, decir de una realidad que no es lógica no quiere decir que no sea una realidad.