1.
(Un preludio divagatorio que no viene a cuento)
En el Crátilo Platón se pregunta por la relación que existe entre las palabras y su referente. Esta pregunta le lleva a situaciones cuanto menos rocambolescas. Es más, no queda resuelta con claridad la posición del propio Platón. Frente a la teoría convencionalista (que tergiversa el punto de partida de Protágoras) y también frente a la postura naturalista que defiende Crátilo según la cual hay una dependencia estrecha entre las palabras y las cosas, Platón va basculando. Hacia el final del diálogo Crátilo insiste en ello: “el que conoce los nombres, conoce también las cosas”. Pero ya antes le había planteado esta misma cuestión a través de una pregunta sutil: “¿Pues cómo es posible, Sócrates, que si uno dice lo que dice no diga lo que es?”. Evidentemente, Sócrates da la vuelta a toda esta argumentación, aunque, ciertamente, su postura no esté del todo clara, al menos en este diálogo. Es decir, Sócrates no va a negar en esta ocasión que no se puedan conocer las cosas por sus nombres pero que ésta es una fórmula sometida a la fragilidad del error (como errada es la mimesis). En cambio, apunta, “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. En cualquier caso, para llegar a esta conclusión, Sócrates, Crátilo y Hermógenes desarrollan toda una extensa (y por momentos delirante) obsesión etimológica con el fin de saber si existe relación entre el origen de las palabras y aquello a lo que se refieren.
2.
En Normalidad de crisis / Crisis de la normalidad no se menciona, al menos eso creo, el Crátilo ni una sola vez. ¿Por qué debería de citarse? Es cierto. No hay ninguna necesidad de ello. Este libro, coordinado por Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco constituye una muy importante aportación a la reflexión sobre el presente. Y por sus páginas discurren reflexiones y críticas de hondo calado. Es cierto que no todas son lecturas que mantienen el alto voltaje necesario para pensar la crisis. Ahora bien, en determinados momentos y fundamentalmente en la parte final del libro titulada “Crisis y política”, hallamos algunas aportaciones filosóficas sobre el presente que se aproximan con solidez a la pregunta por la crisis. Y sobre esa parte incidiré a continuación más en profundidad, sin olvidar, obviamente, el resto de textos del libro.
3.
Pero volvamos al Crátilo. ¿Por qué lo traigo a colación? Una de las cuestiones que más llaman poderosamente la atención es la obsesión en buena parte de los trabajos de este libro en incidir en la posible relación directa entre la palabra crisis y la “crisis” como fenómeno que “recorre al sujeto” en la vida ordinaria. Parecería como si destripando la palabra, hallando su tuétano, estuviéramos más cerca del fenómeno, como le ocurría al mismísimo Hermógenes en su diálogo con Sócrates. Veamos. Parece que la crisis es un concepto que remite a un estado de cambio o mutación, y que, asociado a la medicina, indica un cambio tendente a la curación o a la muerte. En la mayoría de los trabajos del libro (o en casi todos) se parte de la etimología de la crisis suponiendo que del concepto dimana el objeto, obviando la salida de Platón en el Crátilo: “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. ¿Está la crisis en el concepto de crisis? Dicho esto, me parece imposible (o al menos muy difícil) señalar o deducir que esta reconstrucción etimológica nos diga algo exactamente de la realidad, más allá de un posible juego metafórico. O dicho de otra forma, el problema no está en la palabra crisis. Considerar que el problema reside en la palabra crisis conlleva el problema implícito de considerar que esta crisis es una crisis exclusivamente “moral”, “de valores” o “conceptual”, y que de alguna manera —otro giro argumentativo— si despejamos la incógnita conceptual parecería más fácil salir de la crisis (y quizá por extensión solucionar la vida a esas personas que están dentro de la crisis). Creo que las reflexiones que se sitúan únicamente en este “marco catequista de los valores” quedan representadas efectivamente en la anécdota que narra Wittgenstein según la cual un tipo se pasaba billetes de una mano a la otra y pensaba que estaba haciendo un gran negocio.
No quiero decir que haya una obligación directa en el filósofo de intervenir en lo social, pero sí de ser consciente de la distancia.
4.
Dejando de lado la obsesión de algunos autores por la etimología, tenemos una aportación sumamente interesante. La apuesta de Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco es certera, y se observa desde el principio: “El ritual mágico-jurídico de la austeridad debería devolver la confianza en los mercados. Pero detrás de este velo de maya de la restauración, tiene lugar una profunda transformación de la naturaleza misma de la sociedad. Ahora bien, el sacrificio de la austeridad supone no sólo la desaparición de los derechos básicos de los ciudadanos, sino el precio que los países de la Unión Europea deben pagar para volver a ser fiables”. La paradoja estriba en que para estar mejor es necesario estar peor, pero esos criterios de “mejor” y “peor” son manejados desde fuera de la órbita social. La crisis, por tanto, “se convierte en un mecanismo de normalización y ocultamiento de los cambios que precisa el actual poder para seguir expandiéndose. […] Por tanto, deberíamos hablar de una crisis previsible”, lo que viene a significar que la crisis ha de entenderse como un caso necesario de autorregulación por parte de los sistemas financieros. No obstante, la argumentación “estatal” se desvía hacia una “culpa generalizada” de los ciudadanos los cuales seríamos responsables (no corresposables, sino directamente responsables) por haber vivido por encima de algo llamado “nuestras posibilidades”. Partiendo de esta idea, el libro busca “identificar el dispositivo discursivo de la crisis y desarticular los mecanismos de poder que en él operan. No obstante, el valor político de esta tarea reconstructiva es insuficiente si no está atenta a inteligencia implícita que nace de la experiencia popular de la crisis y de la manifestación colectiva de su rechazo”.
5.
Partiendo de estas tesis expuestas por los compiladores de modo directo se desarrollan los textos. La apuesta, como ya he dicho, nace con el doble objetivo de identificar y desarticular desde la teoría los mecanismos que “soportan” la crisis y, por otro lado, al mismo tiempo, no perder de vista la experiencia popular de la crisis. Es en este doble movimiento donde hallamos la idea que fundamenta este libro. Para Gabriel Aranzueque el problema estaría en el concepto de deseo. Según señala estamos tan acostumbrados a obedecer que dicho mecanismo imposibilita que deseemos lo contrario. Precisamos “desear más” señala como conclusión. David Sánchez Usanos concluye con otro “deberíamos”: “deberíamos poder ocuparnos de cuestiones políticas, económicas o sociales sin tener la impresión de que al hacerlo estamos renunciando al pensamiento. Hemos de desterrar la funesta idea de que reflexionar sobre lo cotidiano equivale a envilecerse”. En la sección “Crisis y ontología” escribe Patxi Lanceros “Crisis es un nombre —singular— para designar esa plural nebulosa con vocación de clausura”. Y es que en este caso, por ejemplo, la crisis abandona su lugar sobre la tierra para convertirse en un problema más bien conceptual y moral que una “experiencia popular”.
El libro encierra aportaciones de interés, sin duda. Aparte de los autores mencionados, cabría citar los trabajos de Antonio Gómez Ramos, Ana Carrasco-Conde o Alberto Pirni. Todos ellos, como el resto del libro, llenos de espacios para la discusión. Es decir, estados para-no estar-de acuerdo en todo momento, lo que convierte a éste en un libro a tener en cuenta.
6.
Desde una postura personal, considero la tercera sección, titulada “Crisis y política”, la sección más certera del libro, y la de mayor enjundia discursiva. En ella se desgranan algunas de las ideas de las que es posible extraer elementos de discusión y que tienen la capacidad de enriquecer el debate desde la izquierda. Valerio Rocco, por ejemplo, expone lo siguiente: “Nuestro objetivo es analizar el papel jugado por las configuraciones estatales en el marco de la actual crisis económica, y ello en dos sentidos”. Uno de esos sentidos es la consabida “polisemia de la palabra”, y el segundo, el más interesante desde mi punto de vista, es la pregunta acerca de cómo la crisis desplaza inevitablemente su sentido o, más bien, comprime desde múltiples flancos a las instituciones y al propio concepto de “estado”. Lo que nos dice es que el “Estado queda […] comprimido entre las (¿legítimas?) demandas de la sociedad civil y de los individuos subsumidos bajo él, por un lado, y el chantaje de la sociedad civil internacional y los individuos-magnates bajo s que se subsume, por otro”. Retomando la teoría del doble vínculo de los psiquiatras podríamos decir que el Estado se halla más que en crisis en un estado paradójico propio del sujeto esquizofrénico, un cuerpo sometido a su propio sinsentido. En este caso, la tarea del filósofo, apunta Rocco, sería la de denunciar la anormalidad de la crisis y su irracionalidad. El problema, creo, estaría en cómo “rellenar” conflictivamente la palabra denuncia.
Por su parte, el trabajo de Luciana Cadahia trata de reactivar el concepto de dispositivo. Escribe certeramente: “El principio que trata de regular a las sociedades contemporáneas hace de la crisis el dispositivo mediante el cual crea, rechaza y neutraliza su propio antagonismo”. La crisis se construye como sistema o dispositivo que posibilita “reorganizaciones progresivas”. Cadahia apuesta por poner en crisis este sistema. Si se me permite se trataría de, usando jerga de Gregory Bateson, afirmar que la crisis no es un contexto o un marco de referencia sino una etiqueta que rotula un conjunto, pero sin embargo ese conjunto puede ser puesto en crisis, puede ser desplazado. ¿Cómo? He ahí la pregunta. Este tema pone sobre la mesa otro, es decir, el tema de las revueltas sociales. ¿Pueden las revueltas ser una forma de buscar ese desetiquetado que instaura la crisis? Al final de su trabajo Luciana Cadahia es de nuevo directa: “no encontramos la preposición adecuada para describir el vínculo de las sublevaciones con respecto a las instituciones, pues las sublevaciones y las resistencias no pueden hacerse exclusivamente contra la institución, ni mucho menos ante la institución, ni mucho menos desde la institución. Se trataría de pensar una pre-posición tal que nos permitiera establecer un juego de posiciones simultáneas en uno y otro lado de la oposición. […] Quizá sea entre los límites del derecho y las instituciones y las sublevaciones donde se juega las distintas posibilidades, aún no calculadas, del dispositivo de la crisis”.
La sección se cierra con dos interesantes aportaciones: “Crisis y Orden Mundial en perspectiva histórica” de Alex Colás y “Crisis de la construcción social de la normalidad capitalista” de Gonzalo Velasco, que cierra el libro. Precisamente Velasco apunta de nuevo la idea que vertebra algunas de las aportaciones más interesantes de este libro: “Lo que se está rechazando desde las plazas públicas es el prejuicio biopolítico según el cual tras la crisis hay siempre una recomposición de la normalidad (de la salud)”. Pero quizá no deberíamos olvidar que la normalidad no es otra cosa que un “marco de referencia”, un rotulado (provisional) cuyas paradojas y patologías estamos en condiciones de poner en cuestión en su totalidad (y fragmentariedad). Paradojas y patologías que la experiencia popular de la crisis trata de identificar.
7.
O dicho en otros términos, no se trataría de hablar de normalidad de la crisis ni de la crisis de la normalidad sino de alcanzar la posibilidad de salirse de este “doble vínculo” (prototípicamente paradójico) con la finalidad de identificar la propia patología de ambos conceptos. Una tarea que se apunta hábilmente en este libro y que constantemente está por hacer.