[En imitación de Raúl Quinto copio mi texto sobre Miguel Hernández y su podofilia aparecido en No sabe andar despacio (CEDMA, 2010) y coordinado por el gran Jesús Aguado]
I
wanna be your dog.
Iggy
and the Stooges
Uno. Los pies han sido siempre paradigma del
fetichismo. Tus pies, los pies del otro como símbolo o como llave de una
sexualidad latente pero que jamás acaba por cumplirse. La forma de un pie, su
delicadeza, su tacto, su movimiento, su sabor… La llamada podofilia afecta, es cierto, sobre todo a los varones. Apenas
hay mujeres que desarrollen este tipo de fetichismo. Entre los podófilos en el
mundo literario hay, para mí, uno enigmático: Frenhofer, el pintor protagonista
de la novela corta de Balzac La obra maestra desconocida. Cuando el joven Poussin y su acompañante acuden al
estudio de Frenhofer con la promesa de éste de observar esa obra única que el
pintor escondía, una obra sobre la que llevaba años trabajando, cuya belleza
superaría todo lo visto hasta entonces, una belleza tal que se confundiría con
la realidad misma, contemplan en su lugar un amasijo de colores sin sentido,
manchas que nada muestran. No hay nada que ver, afirman. Sin embargo, en una
esquina, apenas perceptible, asoma lo que parece un pie. Un pie minúsculo pero,
eso sí, extremadamente hermoso.
Dos. En El rayo que no cesa leemos lo siguiente: “Por tu pie, la blancura más
bailable, / donde cesa en diez
partes tu hermosura, / una paloma sube a tu cintura, / baja a la tierra un
nardo interminable”. En este poema, como en la mayoría de los poemas del libro,
el tema del amor es evidente. Pero el amor es simplemente una palabra vertedero
dentro de la cual pueden surgir interminables laberintos, bifurcaciones. Por
ejemplo, ante estos versos, en muchas ocasiones, se ha centrado gran parte de
la crítica —con razón— en el hecho de que en este poema se produce en Hernández
una mutación al usar el blanco y la blancura como motivo. Blancura, nácar,
paloma, etc., frente al uso de motivos lúgubres anteriores. Y sí. Es cierto.
Sin embargo, ahora, desde esta mala-lectura que propongo, lo más interesante de
este poema resulta de esa obsesión por los pies como motivo amoroso y
fetichista en Miguel Hernández. El punto de partida del festín amoroso de
Hernández se inicia desde abajo, “donde cesa en diez partes tu hermosura”.
Leamos completo el soneto para observar el proceso:
Por tu pie, la
blancura más bailable,
donde cesa en diez
partes tu hermosura,
una paloma sube a tu
cintura,
baja a la tierra un
nardo interminable.
Con tu pie vas
poniendo lo admirable
del nácar en ridícula
estrechura,
y donde va tu pie va
la blancura,
perro sembrado de
jazmín calzable.
A tu pie, tan espuma
como playa,
arena y mar me arrimo
y desarrimo
y al redil de su
planta entrar procuro.
Entro y dejo que el
alma se me vaya
por la voz amorosa del
racimo:
pisa
mi corazón que ya es maduro.
Hay una
evidencia total de esa “violencia” amorosa en ese pie final que pisa un corazón
maduro, como quien pisa un tomate y hace estallar su jugo. En este poema el pie
de la mujer no cede ni pierde ante ninguna comparación. Utilizando palabras
kantianas diríamos que es sublime. Deja al nácar en “ridícula estrechura”.
Pero, por otra parte, ese pie se hunde constantemente en la blanda disposición
de su amante, que no es sólo algo maduro ya, sino que su amante parece
transmutar en mar, espuma y en arena, elementos blandos y moldeables, para
aceptar, al final del primer terceto, desear estar “al redil de su planta”,
humillado y feliz.
Tres. Ahora bien, si hablamos de fetichismo del
pie y, en general, de masoquismo, evidentemente tenemos que citar la Venus
de las pieles de Leopold Sacher-Masoch,
donde leemos: “Su mano derecha jugaba con una fusta, y su pie, desnudo,
reposaba descuidado sobre un hombre, tendido ante ella como un esclavo o un
perro; y este hombre, de rasgos acentuados, pero de buen dibujo, en los que se
leía una profunda tristeza y una devoción apasionada, alzaba hacia ella los
ojos de un mártir, exaltado y ardiente. El hombre, taburete vivo bajo los pies
de la mujer, no era otro que Severino, pero sin barba, con lo que parecía tener
diez años menos”. Un pie desnudo que reposa —despectivo— sobre un hombre
despreciado el cual lo acepta y lo venera como un perro acepta cualquier cosa
de su dueño. Ese hombre podría ser el protagonista del poema anterior de Miguel
Hernández, aunque quizá, no sólo de ese poema, como veremos a continuación.
Cuatro. Ignoro si Miguel Hernández leyó este
libro de Leopold Sacher-Masoch. En cualquier caso siempre ha venido a mi cabeza
desde que, hace ya años, leí por primera vez el poema que arranca así: “Me
llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino / que
mancha con su lengua cuanto lame”. Estos tres versos, no me importa decirlo,
son para mí los mejores del libro. La aceptación desde el inicio de su
condición de barro frente a la amada es similar a la que sufre el personaje de
Severino en la Venus de las pieles. Éste,
en el contrato que firma como esclavo de Wanda, cambia su nombre por el de
Gregorio aceptando su nuevo papel sumiso ante su dueña, la cual le pone sus
pies encima. Con dicho contrato “se compromete a satisfacer sin reservas todos
los deseos de la susodicha señora, su dueña, obedeciendo todas sus órdenes,
siéndole humildemente sumiso, considerando cualquier merced que reciba una
gracia extraordinaria”. ¿No será este poema de Miguel Hernández un contrato
similar?
Cinco. Sigamos leyendo:
Soy un triste
instrumento del camino.
Soy una lengua
dulcemente infame
a los pies que
idolatro desplegada.
Como un nocturno buey
de agua y barbecho
que quiere ser
criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos
y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y
de besos hecho
tu talón que me
injuria beso y siembro de flores.
No cabe duda de
la aceptación por parte del poeta de su nueva situación de sujeto a los pies de
su amada, no sólo a los pies sino identificado como el despreciable barro que
surge en los caminos. Y, como es evidente en la lectura, la imagen podofílica
vuelve a surgir: pies y zapatos como elementos clásicos del fetichismo amoroso.
E incluso acepta las injurias del talón que acaba por besar. Es decir, hallamos
en estos primeros versos no una simple declaración de amor sino, más allá de
eso, toda una estética de la humillación.
Seis. Estética de la humillación. Una estética
que avanza a lo largo del poema como el pie de la amada sobre el barro:
Coloco relicarios de
mi especie
a tu talón mordiente,
a tu pisada,
y siempre a tu pisada
me adelanto
para que tu impasible
pie desprecie
todo el amor que hacia
tu pie levanto.
Más mojado que el
rostro de mi llanto,
cuando el vidrio lanar
del hielo bala,
cuando el invierno tu
ventana cierra
bajo a tus pies un
gavilán de ala,
de ala manchada y
corazón de tierra
Bajo a tus pies un
ramo derretido
de humilde miel
pataleada y sola,
un despreciado corazón
caído
en forma de alga y en
figura de ola.
Barro en vano me
invisto de amapola,
barro en vano
vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te
muerdo los talones,
dándole a malheridos
aletazos
sapos como convulsos
corazones.
Apenas si me pisas, si
me pones
la imagen de tu huella
sobre encima,
se despedaza y rompe
la armadura
de arrope bipartido
que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos
que la oprima
siempre tu pie de
liebre libre y loca.
Una estética de
la humillación que se dibuja perfectamente a través no sólo de la imagen del
barro sino de la aceptación por parte de la voz poética de su condición de ser
despreciable y ser despreciado por ese pie que ama. Se denomina “despreciado
corazón caído / en forma de alga y en figura de ola”. Y no sólo eso sino que
además acepta que al ser pisado, como el barro, se ofrecerá a su amada en carne
viva, y pedirá a su amada que le oprima siempre con su pie libre.
Su taciturna nata se
arracima,
los sollozos agitan su
arboleda
de lana cerebral bajo
tu paso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de
invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto
de la rueda.
Siete.
Harto de someterse a
los puñales
circulantes del carro
y la pezuña,
teme del barro un
parto de animales
de corrosiva piel y
vengativa uña.
Teme que el barro
crezca en un momento,
teme que crezca y suba
y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco,
mi tormento,
teme que inunde el
nardo de tu pierna
y crezca más y
ascienda hasta tu frente.
Teme que se levante
huracanado
del bando territorio
del invierno
y estalle y truene y
caiga diluviado
sobre tu sangre
duramente tierno.
Teme un asalto de
ofendida espuma
y teme un amoroso
cataclismo.
Antes que la sequía lo
consuma
el barro ha de
volverte de lo mismo.
Sin embargo, en estos
último versos, algo ocurre. Una especie de despertar. Una necesidad de salir de
su propia condición perdida. De pronto la amada parece percatarse de que el
barro también es capaz de ascender hacia ella, que es capaz de alcanzarla
ocurriendo entonces un “amoroso cataclismo”. El barro desaparece con la sequía
y ambos pueden quedar atrapados, en algún espacio, en algún lugar, en la nada.
Ocho. ¿Por qué es tan interesante leer mal a
conciencia a un poeta? Toda mala lectura es una apertura de significados. La
aceptación de que el pasado no es un universo cerrado y causal sino, como bien
indicaba Walter Benjamin, una especie de almacén de trapero donde todo está
desordenado pero todo, a la par, posee su sentido, nos permitirá actualizar
constantemente, sin las gafas pesadas del historicismo, a los poetas del
pasado.
Nueve. Los pies de la amada son en sí mismos los portadores del ritmo de este magistral poema. Como si esos versos se hubiesen compuesto mientras ella caminaba y fuese ella la que con sus pies y su látigo moldease el ritmo del barro que es el poema. El propio poeta lo reconoce: “Soy un triste instrumento del camino”.