miércoles, 17 de septiembre de 2014

ROBERT TRESSELL O EL MANUAL PARA LLEVAR A CABO UNA NOVELA POLÍTICA.




Cara A.

De un tiempo a esta parte retorna la pregunta acerca de cómo establecer una relación entre literatura y política. Es una pregunta demasiado vieja, incluso cansina, pero no por ello deja de ser una cuestión del ahora que precisa un marco constante de reflexión. Recientemente Eagleton, por ejemplo, fracturaba esa hipótesis mayor que considera necesario excluir toda relación entre literatura y política y lo escenificaba de un modo directo: “La palabra doctrinario se aplica solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca”. He ahí el problema. Qué posición política y desde qué literatura. Está claro que éste era ya un problema que Walter Benjamin puso sobre la mesa en El autor como productor, y que desde entonces ha traído una compleja red de lecturas y propuestas.  Si nos fijamos en el marco español de los últimos meses, propuestas como la de Qué hacemos con la literatura, libro publicado por Akal y firmado por David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, tratan de indagar en este trayecto literatura-política. En este caso se nos dice que no existe literatura neutral, que toda literatura es un ejercicio ideológico y que por lo tanto la ecuación escritura o política es una falsificación. La escritura siempre es política, y no dejan de tener razón. Es cierto que no existe la escritura neutral y es cierto que hasta la literatura más hermética o fragmentaria reproduce la ideología dominante. Frente a ello proponen lo que denominan la táctica Caballo de Troya, cuyo fin es hacerse pasar por narrativa dominante (y aquí, según dicen, el que la tapa “sea dura” es importante) e inocular desde dentro el virus político. Disfrazarse de Best-Seller. Es decir, publicar en grandes editoriales para llegar a más público (público lector que en buena medida es minusvalorado y alejado como un otro vacío) y así actuar. Pero, ¿es tan sencillo? ¿Es eso actuar políticamente? “No basta con debilitar a la burguesía desde dentro, decía Benjamin, porque el problema no es el de la literatura contra el capitalismo, sino el de los trabajadores frente a la clase dominante. Y no basta, porque el problema es que esta táctica que acepta el juego y se introduce en el cuerpo del Caballo acaba produciendo escritores que se aclimatan perfectamente al vientre del Caballo (hay muchos casos), o bien sus efectos son simplemente efectos dentro del propio sistema literario, de puertas adentro. Más recientemente tenemos el caso (reincidente) de Marta Sanz, que desarrolla en No tan incendiario (publicado por Periférica) algunos aspectos relacionados con esto de literatura/política. En este caso la figura del escritor es puesta sobre el escenario con el fin de aceptar su fracaso pero también bajo la perspectiva de plantearse preguntas, de  postular territorios. En fin, son sólo dos ejemplos, y  la lista podría extenderse a otros textos y lugares. Sin embargo, de entre lo últimamente publicado, siguiendo esta línea de actualidad, creo que hay una novela (¿novela?) que destaca sobre todas las demás publicaciones: Los filántropos en harapos, de Robert Tressell, publicada, realmente, hace cien años y que hoy aparece en las librerías españolas. Y de aquí partimos. Esta ¿novela? puede leerse como un manual perfecto de-lo-que-puede-ser-una-novela-política. Allá vamos.



Cara B

Hace ya unos cuantos años, el filósofo francés Jacques Rancière publicaba La noche de los proletarios. Lo atractivo de aquel libro es que ponía sobre la mesa un problema documental y político de profundidad. El título no respondía a ninguna metáfora. Escribía allí Rancière: “La materia de este libro es, en primer lugar, la historia de esas noches arrancadas a la sucesión del trabajo y del reposo: interrupción imperceptible, inofensiva, se diría, del curso normal de las cosas, donde se prepara, se sueña, se vive ya lo imposible: la suspensión de la ancestral jerarquía que subordina a quienes se dedican a trabajar con sus manos a aquellos que han recibido el privilegio del pensamiento. […] La mayoría de ellos pasarán sus vidas en ese anonimato desde donde, a veces, emerge el nombre de un poeta obrero o del dirigente de una huelga, del organizador de una efímera asociación o del redactor de un periódico pronto desaparecido”.  Lo que deja entrever el libro de Rancière (en su multiplicidad de casos) es que el gesto político, o la politización del gesto, se desarrolla precisamente en la invisibilidad, lo que apunta al hecho de que el obrero se politiza no en el momento del mensaje o de a violencia, sino, previamente, en el acto de desidentificarse con respecto a la etiqueta (y su semántica) que le viene dada por ser trabajador. Una de las guerras de cualquier trabajador comienza con la guerra semántica. Y la semántica es lo aterrador: trabajador manual, no intelectual, sin tiempo, hambre, rutina obrera, temor de decir, atrapado, etc. La desidentificación con toda esta maraña semántica es lo que destaca Rancière como primer gesto político de altura: el tiempo de aquellos que “por naturaleza” carecen de tiempo. Si hablamos de literatura, no son autores, no son escritores, pero tampoco son obreros. Lo que aterra al patrón es la incertidumbre acerca de qué son. Cuando estos sujetos se emancipan se produce un proceso necesario  de desidentificación. He ahí una batalla ganada. Han logrado establecer una serie total de distancias tanto con respecto a su propio entorno como con respecto a la totalidad. Han logrado esquizofrenizar su lugar y su entorno. Y ahí, en ese lugar, vamos a situar a nuestro protagonista ahora: Robert Tressell. Pocos libros quizá, al menos desde mi punto de vista, son tan complejos de abordar como éste: Los filántropos en harapos. Tressell no era exactamente un escritor, pero tampoco era un obrero. Robert Tressell (1870-1911), en realidad se llamaba Robert Noonan, y utilizó este pseudónimo por temor a ser identificado y por lo tanto a ser incluido en listas negras. Pero ¿por qué? Noonan utilizó el pseudónimo de Tressell dado su oficio de empapelador, a lo que hace referencia esa palabra “tressell”. Tressell, por tanto, era empapelador, y, como en la noche de los proletarios, escribió entre 1906 y 1908 esta magna obra: Los filántropos en harapos. Dicha obra no aparecerá hasta 1914, tres años después de la muerte (por tuberculosis) de su autor, y lo hará de una forma fragmentada, y no en su versión (casi) completa. La versión que se publica ahora por primera vez en España gracias a la editorial Capitán Swing recoge, sin embargo, la forma aparentemente final (aunque faltan partes) del trabajo. Tressell desarrolló esta gigante obra a lo largo de dos años, mientras ejercía su empleo (precario) como empapelador. Es de esta experiencia de la que se nutre la novela. Y aquí tenemos el primer escollo: ¿novela? Bien podría leerse este libro como un documento, como un desarrollo histórico de las condiciones del trabajo en la Inglaterra del cambio de siglo, etc. Sin embargo, Tressell expone claramente su objetivo: es una novela. Era necesario que así fuera. Él mismo dejó escrito: “no es un tratado, ni un ensayo, sino una novela. Mi principal objetivo era escribir una narración asequible, desbordante de interés humano y basada en los sucesos de la vida cotidiana en la que el tema del socialismo se abordará de forma secundaria. […] No he inventado nada. No hay ninguna escena o incidente de la trama del que yo mismo no haya sido testigo o haya recibido pruebas concluyentes. Hasta donde me atreví, dejé que los personajes se expresaran en su propio lenguaje y, en consecuencia, se podrían poner reparos a algunos pasajes. Al mismo tiempo creo, porque es verdad, que el libro no carece de una vertiente humorística”. Hemos de suponer que Tressell, extrayendo el tiempo de cuando no se tiene tiempo (esa noche de los proletarios), compuso su propio gesto político, y lo hizo de un modo sobresaliente. Los filántropos en harapos es un obra extraordinaria, que no deja a nadie ileso; escrita desde un lenguaje aparentemente (sólo aparentemente) transparente y estremecedor. Y, como él mismo analiza, debe ser leída desde una pluralidad de espacios. Esta pluralidad o plurivocidad, implica varios niveles de lectura: como territorio puramente narrativo, como espacio de educación socialista, como descripción de las tipologías burguesas, como reflexión acerca de la situación de los obreros, como doctrina, como obra de humor, etc. He ahí la cadena de posibilidades. Pero para comenzar: ¿quiénes son esos filántropos? Para Tressell esos filántropos son, propiamente los que van en harapos, los obreros quienes, a través de su trabajo financian, filantrópicamente, a la clase dominante. Este es el punto de partida. El primer enemigo del trabajador, describe Tressell, es el propio espacio del trabajador, sus compañeros, su incapacidad para verse/leerse de otro modo que como sometidos. Tressell, cuyo trasunto en la novela es el personaje llamado Owen, pone en escena una serie de situaciones “vividas” desde las cuales trata de articular la pluralidad de tramas que componen la obra. (Uno de los muchos momentos interesantes está, por ejemplo, en que ese mismo personaje Owen trabaja sacando tiempo de sus noches proletarias para dibujar/diseñar el proyecto de decoración de la pared de un salón en el interior de la lujosa casa en la que trabajan y que se llama “La caverna”, lo que por un momento en la novela le permite esa desidentificaicón necesaria para ejercer la política en tanto que Owen pone en suspenso su identidad). O dicho de otra forma: si el intento de Tressell es ofrecer una vasta visión de la problemática del trabajo y sus alrededores (familia, iglesia, etc.) no puede componer una novela diseñada sobre el falso realismo argumental. La novela de Tressell es falsamente realista, o lo que quiere decir que siendo realista cuestiona la normas esenciales del realismo. Tressell desarrolla una particular máquina narrativa destinada a producir registros a diversos niveles. Las tramas no pueden cerrarse, los personajes no pueden cerrarse, los espacios no pueden cerrarse, etc. Es decir, tratar de describirlo todo no implica un realismo plano sino la propensión hacia la alegoría, hacia la ramificación, la arborescencia. A través de su forma de adherirse a la realidad ha compuesto un plano alegórico sobre la explotación y la miseria, sobre el lenguaje y la política. Así, por ejemplo, los personajes, quienes siendo reales se adaptan a un tipo. En efecto, tenemos a personajes como Crass (Zafio) o Hunter (Cazador) o a Grinder (Opresor) o a Sweater (Negrero) o  a Starvem (Quien hace pasar hambre). Es sólo un ejemplo. La obra así parte, como decía más arriba, de una serie de escenas, situaciones en las que los trabajadores se enfrentan entre sí, con su realidad y sobre todo, con el terror a perder su empleo. Esos trabajadores, filántropos, consideran que su situación es la que debe ser dado su lugar. Es decir, son incapaces no sólo de verse de otro modo, sino de salir del lugar en el que están (han sido) insertados, y que, por lo tanto, el patrón es a quien deben agradecer su lugar y a la iglesia el reconocimiento de que, en cualquier caso, están pecando. Frente a este carácter opresor de la realidad cuyo destino es morir de hambre, el personaje de Owen circula como un sujeto cuya visión difiere enormemente de estos otros filántropos. Es un personaje surtidor de ideas. Para Owen el socialismo es el modo desde el cual pensar el presente. Por ello, en los descansos, breves y terribles, en medio de la obra que están realizando en “La cevrna”, el personaje de Owen (pseudónimo supongo, insisto, de Tressell) comienza a poner sobre la mesa la necesidad de repensar su situación de pobreza. Esos momentos de descanso suponen escenas fundamentales de activismo, de micropolítica. Representaciones que Tressell borda a la perfección. Ante las quejas, las iras y las risas, de sus compañeros, Owen desarrolla una serie de interesantes momentos dialécticos/pedagógicos que podríamos interpretar (con permiso de Sócrates) como mayéutica obrera. ¿Qué es para ti la pobreza?, pregunta Owen. O ¿qué es el socialismo? ¿La competencia?  ¿El dinero? Todo ello con un atrezzo de fondo compuesto por los restos de la obra (cubos, paletas, trapos…), la explotación y, junto a ello, el dolor y la miseria de las familias. Familias dentro de las cuales el papel de la mujer es central. Y este es otros de los fuertes de la novela de Tressell: el personaje femenino que soporta las terribles consecuencias del paro, la miseria y la crianza. Es decir, la necesidad de pensar en la mujer cuando se escenifica la clase trabajadora de esa época.  Y esto nos lleva, a su vez, a otro elemento importante del libro: la carnalidad de los personajes. Tressell construye unos personajes/sujetos cuya psicología no puede desprenderse de su carnalidad, incluso de sus harapos.  La clase obrera es carnal, y desde ahí debe construir su psicología, y, por extensión, de ahí puede proceder el cambio, la transformación, la revolución.
Leamos: “Si quebrantas la ley de forma grave y la semana que viene te condenan a diez años de trabajos forzados, seguramente pensarías que te espera un destino muy lamentable. Sin embargo, se diría que te sometes bastante  alegremente a esta otra condena, que es la siguiente: morir prematuramente después de haber cumplido otros treinta años de trabajo duro”. La novela de Tressell escenifica la vida de Owen y de sus compañeros: Esaton, Philpot, Slyme, Bert, etc…, de un modo casi filosófico, como un Platón de la clase obrera. Todos ellos, eso sí, sujetos a la miseria y a la imposibilidad del cambio. Cambio que Owen considera posible, pero que para darse es necesario no sólo la acción sino un cambio en las formas de verse a uno mismo. Los filántropos  se muestran como hostiles al cambio, a la transformación, ya que desde niños han sido etiquetados para permanecer semánticamente en el marco de la miseria. Una semántica producida desde los capitalistas y desde la iglesia. Owen (y el resto, suponemos) observa a su hijo y se plantea, trágicamente, si no sería mejor morir, perecer en ese mismo instante junto a él, y así ahorrarle la mísera vida que le espera si nada cambia, si nadie cambia. ¿No son los trabajadores los principales enemigos de sus hijos?, se plantea Tressell en un determinado momento. Y mientras tanto la clase dominante oficia como mano muy visible su poder, su condescendencia, su terrible inconsciencia.
(Abramos paréntesis. No sería descabellado leer este libro en paralelo a esa gran “novela” marxista: Manuscritos sobre economía y filosofía. Quizá la novela de Tressell escenifique el trasfondo de una problemática mayor. Tan sólo citando un par de textos de Marx se podría ver esa relación: “Con la misma Economía política, con sus mismas palabras, hemos demostrado que el trabajador queda rebajado a mercancía, a la más miserable de todas las mercancías; que la miseria del obrero está en razón inversa de la potencia y magnitud de su producción; que el resultado necesario de la competencia es la acumulación de capital en pocas manos, es decir, la más terrible reconstitución de los monopolios; que, por último, desaparece la diferencia entre capitalistas y terratenientes, entre campesino y obrero fabril, y la sociedad toda ha de quedar dividida en las dos clases de propietarios y obreros desposeídos”. Y unas líneas más abajo: “El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”. Esta desvalorización anunciada por Marx sería, creo, otra de las líneas, de las tramas de Los filántropos en harapos, que no deberíamos perdernos. Cerramos.)

Las desgracias en las vidas de los personajes se suceden, se solapan, se conectan, pero sin una finalidad emancipatoria sino, más bien, trágica. He ahí el problema. ¿Cómo salir de aquí? Ese sería uno de los temas de la novela, su impulso trágico. Curiosamente Tressell encontró una salida, aunque no le sirviera para abandonar la tragedia, y lo hizo a través de una novela, de la escritura. Una escritura, eso sí, de gran voltaje, con unos diálogos donde se mezcla el relato y la pedagogía socialista de un modo fascinante (una escritura donde la traducción de Ricardo García Pérez es digna de mención).

En este sentido, creo que la novela de Tressell resuelve en buena medida el dilema de la novela política. Y es que esta novela es política en primer lugar no por lo que cuenta (siendo un elemento clave) sino por la posición de quien lo cuenta, que es en sí mismo un lugar de desidentificación. Cuando los novelistas hoy se dejan la lengua en el intento de definir su obra como política obvian que el obrero tiene su propia voz, su propia necesidad de no verse simplemente como un explotado, sino que él mismo puede desidentificarse con respecto a este relato. Que él tiene los medios para narrarse. ¿Y si la novela política sólo puede venir  de la propia fractura/ruptura de la figura del escritor como sujeto autónomo? He aquí la lectura que queda en el aire y sin resolver.


(Artículo publicado en la revista Quimera, julio-agosto, 2014)