domingo, 5 de mayo de 2013

¿PARA QUÉ DISCUTIR? Cinco años de blog y una cita.


“Por este motivo sienten los filósofos escasa afición por las discusiones. Todos los filósofos huyen cuando escuchan la frase: vamos a discutir un poco. Las discusiones están muy bien para las mesas redondas, pero el filósofo echa sus dados cifrados sobre otro tipo de mesa. De las discusiones, lo mínimo que se puede decir es que no sirven para adelantar en la tarea puesto que los interlocutores nunca hablan de lo mismo. Que uno sostenga una opinión, y piense más bien esto que aquello, ¿de qué le sirve a la filosofía, mientras no se expongan los problemas que están en juego? Y cuando se expongan, ya no se trata de discutir, sino de crear conceptos indiscutibles para el problema que uno se ha planteado. La comunicación siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde, y la conversación siempre está de más cuando se trata de crear. A veces se imagina uno la filosofía como una discusión perpetua, como una "racionalidad comunicativa", o como una "conversación democrática universal". Nada más lejos de la realidad y, cuando un filósofo critica a otro, es a partir de unos problemas y sobre un plano que no eran los del otro, y que hacen que se fundan los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas. Nunca se está en el mismo plano. Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que los transforman cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo. Pero quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía. Es el resentimiento lo que anima a todos esos discutidores, a esos comunicadores. Sólo hablan de sí mismos haciendo que se enfrenten unas realidades huecas. La filosofía aborrece las discusiones. Siempre tiene otra cosa que hacer.”


Gilles Deleuze y Felix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

jueves, 2 de mayo de 2013

CRÍTICA EN SERIE. LA TEORÍA DE LA DOBLE H Y EL DISFRAZ ALEGÓRICO



[Este texto es un fragmento de un seminario sobre Filosofía, política y televisión, diciembre de 2011]



 “No es ni puramente arte, ni sólo entretenimiento, no sé si estoy realmente en lo uno o en lo otro. Estoy en otra parte"
Julie Taymor. Productora . Walt Disney

1.
Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare señala, con acierto sin duda, que el hecho de que las series americanas posean un carácter planetario y global “no [las] exime de su potencial crítico: mientras que los personajes, las historias y el mundo creados suscitan empatía o rechazo, la cultura estadounidense que representa es examinada por el espectador internacional desde una actitud proclive al análisis y al cuestionamiento. El hecho de que las series mantengan una línea editorial implacable con la sociedad y, sobre todo, con la política norteamericana favorece esa actitud microcrítica”. Ahora bien, ¿es tan sencillo? ¿No hay algo de condescendiente desprecio en este hecho por parte de esas series? ¿Puede ser real esa disposición crítica? O dicho en otros términos ¿qué función ejerce una serie de televisión si la desplazamos de su contexto de entretenimiento y la convertimos en un dispositivo intelectual? ¿Hay algo de crítico en este simple hecho? ¿Y cuánto hay de fetichismo? Las palabras siguientes, y por ello les pido paciencia, son simplemente una sucesión de ideas aún por armar, y por lo tanto aún por sostener, lo reconozco, pero no cabe duda de que es necesario mantener siempre la posibilidad de ver cada situación desde otro ángulo de identificación (o desidentificación).

2.
Dicho esto, si colocamos, por ejemplo, las series sobre su trasfondo económico y mercantil (HBO, Time Warner…) esta posibilidad crítica se nos muestra como una crítica blanda, como de pose, cuyo objeto es puramente mostrar el recinto que puede ser criticado, sin proponer transformación alguna. Es decir, ejercer una crítica bañada a través de la muestra de imágenes; imágenes que recogen la herencia técnica del cine de autor, o mejor dicho, su apariencia (del mismo modo que el corte inglés recoge la apariencia de tergiversación situacionista para su publicidad). De esta forma, del cine de autor interesa su efecto de alta cultura —su carácter técnico—, pero obvia su causa. La serie The wire podría ser el lugar para la crítica y para muchos teóricos lo es de un  modo paradigmático, por eso la elegimos como ejemplo. Para algunos esa crítica se establece —sin prescripciones, sólo como descripción— desde la imagen, aunque considerando que en la serie no hay crítica social sino “una cuestión de sensibilidad”, mientras que para otros el proceso crítico consiste en el reflejo literario de las calles de Baltimore: “lo que interesa es diseccionar las entrañas de la ciudad al mismo tiempo que sucede lo propio con las de los personajes”. Mostrar es el objetivo. El propio realizador de la serie, David Simon, lo reafirma: “Cuando se le da rienda suelta al capitalismo desaparecen los derechos de los trabajadores porque los trabajadores se convierten en sólo una herramienta del capitalismo, dejan de ser seres humanos. Si estás en lo alto de la pirámide productiva y te beneficias de esta dinámica, fenómeno; pero si estás en la parte de abajo, eres una víctima. Por eso EE UU es un país más brutal e indiferente que otros, sin interés alguno por compartir los beneficios entre toda la comunidad. Eso es The Wire: una declaración política de principios.” Pero ¿es ésta la cuestión? ¿es así realmente? Veámoslo desde otra perspectiva. Cuando Walter Benjamin en El autor como productor analiza las posibilidades críticas de la Nueva Objetividad las cuestiona, debido al hecho de su proceder como objeto de mercado, como muestra acrítica cuyo destino no es otro que la moda. Algo así, en la distancia, podría señalarse de las posibilidades críticas de una serie de televisión como The Wire. Escribía Benjamin lo siguiente: “la Nueva Objetividad ha hecho de la lucha contra la miseria, a su vez, un objeto de consumo”. Hacer de la miseria un objeto de consumo, una moda, ésa podría ser otra descripción de lo serial. The Wire, vista no como entretenimiento (en este sentido es una serie impecable, fabulosa) sino con intenciones críticas escondidas y sobreintelectualizadas, y sobre todo como productora de conocimiento, no cumple más que su función de hacer de la miseria objeto de consumo a través de la estilización y la técnica. Se trataría de un abastecimiento de imágenes que no aportan ninguna transformación, “es —tomando a Benjamin— un procedimiento criticable aunque los materiales de que se abastece parezcan de naturaleza revolucionaria”. Hablamos, así, de moda disfrazada de crítica.

3.
Frédéric Martel, en su Cultura Mainstream, lo expone en su diálogo con John Nye, profesor de Harvard y colaborador de Obama en las estrategias de difusión cultural. Nye ha difundido la idea de soft power.  “Es la idea —señala Martel— de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial”.  Afirma Nye lo siguiente: “El soft power es la atracción y no la coerción. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertaiment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood”. Esta doble H (Harvard-Hollywood) es la que los grandes monstruos económicos y mediáticos tratan de absorber o de atraer. Es decir, que a través de la estratificación de tramas sea posible captar y capturar tanto al profesor de Harvard como al adicto a las películas de Hollywood. Y añade Nye en su entrevista con Martel: “pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. […] Y no hay que olvidar que nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, You Tube, MySpace y Facebook”. De alguna forma, la idea (esa inquietante nuestra influencia) es la consolidación de las series de televisión —que luego sean descargadas o compradas, pero han de pasar por la televisión—, así como de todo el amplio espectro cultural americano, del arte al entretenimiento, que no muestren un sentido de coerción, sino series que al construir muestren una autocrítica moderada al sistema americano pero que haga factible una visión idílica de su (nuestra) realidad. La idea de exportación de la cultura implica una acción a diferentes niveles, creando en el objeto de entretenimiento tejidos que van dirigidos a espectadores diferentes como guiños hacia su cultura. De esta forma saben oscilar perfectamente —midiendo los tiempos— entre la alta y la baja cultura, entre guiños a los seguidores de Antonioni y llamadas a los fans de Beyoncé. La descontextualización nos eleva más allá del producto cultural. En el caso del cine y de la televisión ese soft power se hace evidente a través de la construcción de una complejidad interna que sea capaz de atraer a todo tipo de espectador (tanto a la profesora de universidad especialista en semiótica como a la ama de casa que prepara la cena), y para ello se crean tramas, subtramas, metatramas, construidas a partir de personajes de diferentes razas, credos y sexos, etc. Mostrar la vida americana en su multilateralidad para que ese poder sea más efectivo, y aparentemente, por ello, tenga un componente crítico. Las series como fenómeno de masas se convierten, así, en multitextos maleables. O dicho de otro modo: reunir lo disperso (culturalmente) en un solo producto, que termina por ser fetichizado en muy diversos niveles.

4.
“El espectador no debe necesitar ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción […] Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada”. Esta idea, expresada por Adorno y Horkheimer en su trabajo La industria cultural, a pesar de poder resultar ingenua  (que lo es) es lo que precisamente ha sido dado la vuelta por la propia industria cultural. Es decir, la idea de que el universo espectacular-televisivo-medático que nos rodea impide todo pensamiento propio, o que de darse este pensamiento sería ficticiamente propio ya que se nos ha lavado el cerebro, fue durante décadas el lema de muchos teóricos de izquierda. Se solía decir que una de las señas de identidad de la industria cultural es, precisamente, su opacidad a todo pensamiento. La necesidad de imposibilitar la apertura reflexiva es lo que implica que todo pensamiento aparte sea un pensamiento desde fuera del hecho espectacular, y por lo tanto, inoperante. Este podría ser, de modo muy resumido, el extraño idilio entre pensamiento y espectáculo, entre arte y entretenimiento. Sin embargo, la industria cultural ha desarrollado o posibilitado  en la actualidad (a través de su disfraz como industria creativa) la construcción de un pensamiento a través de los itinerarios que ofrece el propio espectáculo. De esta forma comenzaron a surgir teóricos y escritores que vieron en la cultura del entretenimiento una nueva forma de verter en ella su conocimiento, señalando que las series son “conocimiento disfrazado de entretenimiento”. “Si el intelectual no viene a mí —dice la industria serial— introduzco lo intelectual dentro de mí sin olvidar mis “otros destinos””. El disfraz está dentro, en el interior. Y aquí, en este proceder teórico, en este proceder carnavalesco, es donde se produce la construcción alegórica, en tanto que la teoría extrae a las series de su contexto, cegando en la mayoría de las ocasiones la posibilidad de cuestionar la genealogía económica de esas producciones. Es decir, el alegorista no inventa las imágenes, simplemente las confisca, extrayendo de ellas lo que es culturalmente significativo. El alegorista no resitúa las imágenes en el sentido de buscar el significado original que podía haberse extraviado. Ahora bien, tampoco se trata de hermenéutica. Es, evidentemente, una nostalgia del quehacer posmoderno.  El alegorista desactiva, por lo tanto, la posibilidad de ver la serie como entretenimiento haciendo de ella un producto maleable (un tercer lenguaje), inservible más allá de determinados juegos malabares con los que pretende situar lo estudiado en su propio recinto de pensamiento. Pero al mismo tiempo, ese alegorista elimina y asordina toda posibilidad de cuestionar los fundamentos económicos y políticos de las series, al situar fuera de su origen ese producto. ¿Está entonces el intelectual atrapado en su propia paradoja en su propio disfraz?