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En este sentido, John Cheever quizá sea el escritor menos deleuziano
de la tradición americana. Sin embargo, como pocos, tuvo la capacidad de dar
forma a una serie de personajes que podrían leerse como intensidades narrativas
fuera de lo común. En realidad, estaríamos ante personajes que viven de la
necesidad de otorgarse a sí mismos una narración que los ampare, lo que implica
que ante estos “sujetos” siempre se tenga la sensación de que están
construyendo su historia al mismo tiempo en el que ésta transcurre. Como una
mancha de aceite la narración se extiende alrededor (y desde) los personajes.
Los personajes de Cheever suelen buscar, pero lo que les interesa en realidad
no es hallar —consecución de un fin—, sino la permanencia en la búsqueda —el estado
productivo de la búsqueda—. Por ello, los personajes de Cheever son conscientes
incluso de ser demasiado “animales de superficie”. Se suele hablar de la
profundidad de sus personajes, y sin embargo Cheever concibe, de un modo
inigualable, sujetos que aman la superficie y que como tal aman darse en el
lenguaje superficial. Escribe,
por ejemplo: “Jugaron al bridge hasta las diez y entonces Melissa bostezó
afectadamente y dijo que tenía sueño. Moses también se disculpó y se sintió
desalentado al ver con qué menudos pasitos ella le predecía por el vestíbulo”.
Los lectores de Cheever saben que su literatura se compone de esos menudos
pasitos y que somos nosotros los
que le vamos detrás de él. No sólo eso, esos mismos lectores de Cheever saben
que esas minucias, esos intersticios que fracturan el posible clímax, conforman
o sustentan el desarrollo posterior del relato. Cheever desde la superficie de
los gestos y de las palabras nos desplaza sin darnos cuenta. Son los pequeños
gestos los que entablan el diálogo con el lector en Cheever, aunque ese mismo
lector no se percate de este proceso.
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Pero
fijémonos en un caso: Coverly. Coverly es uno de los personajes centrales de La
crónica de los Wapshot, publicada
en 1957 y que supuso el debut novelístico de su autor. Coverly es hijo de
Leander Wapshot, un hijo, como todos los personajes-hijo que comienza una
búsqueda dentro y fuera del sistema familiar de los Wapshot. La familia
Wapshot, protagonista de esta novela, vive en un pequeño pueblo pesquero
llamado St. Botolphs. Cheever nos va introduciendo en la vida y disputas de
esta familia. Y lo hace progresivamente, cayendo desde el cielo y quedando
atrapado finalmente en su propio idioma familiar. Blake Bailey, biógrafo de
Cheever, lo describe perfectamente: “Expulsados de este paraíso [St. Botolphs]
los hermanos Moses y Coverly se embarcan en una serie de aventuras por el
confuso mundo moderno, sin que su creador se preocupe mucho por la lógica
narrativa”. Pero es esta despreocupación lo que provoca que el lenguaje sea en Cheever de una intensidad
apabullante. Y esta despreocupación narrativa afecta a sus propios personajes,
convertidos en obsesiones que se deslizan a través de las páginas. Es el caso
de Coverly y su necesidad de hacer algo inolvidable. Ahora bien, sabe perfectamente que eso inolvidable sólo
tiene hueco en el lenguaje. ¿Qué hacer? Leamos a Cheever: “La resolución de
Coverly de hacer algo ilustre se concretó en un plan de diagnosticar el
vocabulario de John Keats”. Aquí la palabra diagnóstico es engañosa. En
realidad no se trata de hallar una patología detrás de la poesía de Keats y que
delate alguna enfermedad desconocida del poeta. En realidad se trata de un
diagnóstico acerca del propio lenguaje. ¿Qué pretendía Coverly? En realidad no
se trataba de analizar el lenguaje de Keats palabra por palabra, no se trata de
una descomposición en busca de símbolos. Lo que le propuso a Griza, un
compañero de trabajo del que se siente cercano, era algo sutilmente diferente.
Escribe Cheever: “Quería que Griza procesara el vocabulario de Keats en el
ordenador. Griza no parecía decidido, pero invitó a Coverly a cenar en su casa
una noche”. Poco tiempo después
les encontramos en la casa de Griza hablando sobre Keats y el proyecto, no sin
antes dejar caer una de esas superficialidades de Cheever que condensan toda su capacidad
narrativa: “Cenaron carne congelada, patatas fritas congeladas y guisantes
congelados. Con los ojos vendados, uno no habría podido identificar los
guisantes, y el único sabor que tenían las patatas era sabor a jabón”. Más
tarde “bebieron un vaso de whisky con ginger ale y luego Coverly se fue a
casa”. Cheever describe a
continuación la rutina que decidió tomar Coverly: “Coverly organizó su vida de
acuerdo con un plan. Salía del centro de cálculo a las cinco, preparaba la
cena, bañaba y acostaba a su hijo. Luego regresaba al centro con su ejemplar de
Keats encuadernado en piel suave y se ponía a traducirlo, en una máquina de
escribir eléctrica, a dígitos binarios. […] tardó tres semanas en pasarlo
todo”. ¿Y el diagnóstico del
lenguaje de Keats? “Sus instrucciones, convertidas en dígitos binarios,
pedían a la máquina que contase el
número de palabras en la poesía, y que contase el vocabulario e hiciese una
lista de las palabras utilizadas
con mayor frecuencia por el orden de uso. Griza metió las instrucciones
y la cinta en dos torres y luego tocó algunas teclas de la consola. […] Coverly
sudaba por la excitación. […] Cuando la máquina se detuvo, Griza arrancó el
papel y se lo pasó a Coverly. El número de palabras en la poesía de Keats
ascendía a quince mil trescientas cincuenta y siete. El vocabulario era de ocho
mil quinientas tres y las palabras por su orden eran. “El silencio armoniza la
consciente caída del dolor / Los dorados reinos de la muerte lo abarcan todo /
La amargura del amor excede a su gracia / Esa bestial cicatriz en el rostro
angélico / Marca al cielo con hiel””. Y aquí se halla el descubrimiento de
Coverly/Cheever: el lenguaje se produce a sí mismo, la poesía es una superficie
de lenguajes, un mapa que se extiende y no un pozo que necesita descifrarse.
“Pero te das cuentas, ¿no?, de que dentro de la poesía de Keats hay otro
poesía”, dice Coverly, aunque en realidad no sea dentro sino junto a, en su extensión. La poesía no es un orden sino una elección de
itinerarios, de superficies, una mancha de aceite que se extiende alrededor del
propio lenguaje. Así, Cheever escribe: “era posible imaginar que existiera
cierta armonía numérica subyacente a la composición del universo, pero que esta
armonía abarcase a la poesía era una posibilidad asombrosa y entonces Coverly
sintió que él era un ciudadano del mundo que emergía, Una parte del mismo. la
vida estaba llena de novedad; ¡había algo nuevo en todos sitios!”. El lenguaje,
su incansable novedad, su necesaria intensidad. El lenguaje de Keats como una
máquina capaz de reproducir la novedad del lenguaje. La poesía de Keats como un
eterno estado de búsqueda. Y la despreocupación por la lógica narrativa de
Cheever como la posibilidad de un lenguaje y de una narración imprevisibles.
Sin esa despreocupación no
habría Cheever, pero tampoco poesía. [...]