viernes, 28 de diciembre de 2012

Romanticismo, ciberpunk, nucleares, poesía, fin del mundo. (Palabras rescatadas)



[NOTA PREVIA: Este texto fue escrito hace ya varios años, y se perdió en un viejo disquete (sí, disquete) recientemente reecontrado. Y simplemente me apetecía acabar el año con él]

M. H. Abrams expuso en el ya clásico Natural Supernaturalism la hipótesis central de su concepción del romanticismo. Esta concepción implicaba, en esencia, que los diversos modelos románticos se conformaron desde una progresiva secularización de diversos motivos religiosos, los cuales no quedaban fuera, sino que eran reincorporados mediante un proceso de “limpieza” intelectual. El trabajo, escribe Abrams, «no ha consistido en borrar y sustituir las ideas religiosas, sino en asimilarlas y reinterpretarlas como elementos constitutivos de una visión fundada en premisas laicas»[1]. En un sentido similar, aunque menos explicativo, T. E. Hulme afirmaba: «El romanticismo, entonces, y esta es la mejor definición que puedo dar de él, es religión derramada»[2]. Este modelo de revisión parece útil a la hora de revisar las derivas de ciertas categorías como es el caso de lo sublime. Incluso, dicho campo de acción (secularización) alcanza espacios que parecían quedar fuera de la visión de Abrams. En este sentido, dos autores que expanden este modelo de “rebajamiento” religioso, llevando la arquitectura renovada de lo sublime a nuevos territorios son Joseph Tabbi y Jack G. Voller. Ambos, a través de trabajos como Postmodern Sublime (1995) y «Neuromanticism: Cyberspace and the Sublime» (1993), han derivado los elementos conceptuales de lo sublime, relativos al romanticismo (fundamentalmente americano) hasta la orilla misma de los nuevos estadios sobretecnológicos. Literatura, arte, electrónica topan con una serie de categorías que han de ser revisadas, que supuran nuevamente ante los modelos estéticos reincorporados.
Sin embargo, hemos de detenernos un instante. ¿Cómo entender esta secularización? ¿Es revolución? En realidad, para hacer más efectiva esta idea es necesario retrotraerse, según la tesis expuesta más arriba, a los modelos de tránsito norteamericanos. Es decir, esta posible segunda secularización que se evidencia a la altura de las nuevas tecnologías, y que Jameson[3] sitúa como eje de esa nueva otredad más allá de la naturaleza, puede ser mejor atrincherada ­—descolocando palabras de Nelson Goodman— a partir de una serie de modelos previos.

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            La tensión naturaleza-tecnología-literatura creará un ámbito más fuerte de ficción que a su vez desembocará en su versión de lo sublime, en el marco de las nuevas tecnologías. La ficción literaria ofrece líneas de interpretación acorde con los sentidos fundamentales de la nueva tecnología. Esa religión derramada no se halla en un escenario delimitado sino en un todas partes, inabarcable, desde el propio cuerpo hasta el ciberespacio, entre el mito y la ficción.
Por otro lado, la relación y el límite entre la ficción y el mito (religioso o no), aunque evidente en muchos de sus centros, sin embargo, invita a matizar sus distancias. El mito implica (lanza a) la adhesión, y es inmutable tanto en su creencia como en su acción. Por su parte la ficción es la imaginación de su tiempo. No sólo cambia, sino que se cree en ella a sabiendas de que es una invención. Wallace Stevens describió de este modo esa línea divisoria, haciendo hincapié en un modelo concreto de ficción: «La creencia definitiva es creer en una ficción a sabiendas de que lo es, fuera de la cual no existe nada más. La verdad exquisita es saber que es una ficción y que uno cree en ella de buen grado»[4]. E igualmente Frank Kermode insiste en la necesidad contemporánea de distanciar ambos campos de “realidad”. Para Kermode, «las ficciones sirven para descubrir cosas y cambian a medida que cambian las necesidades en cuanto a hallar sentido. Los mitos son los agentes de la estabilidad y las ficciones los agentes del cambio. Los mitos exigen aceptación absoluta; las ficciones aceptación condicional»[5]. Toda ficción lo es de su tiempo y espacio, y desde ella proyecta sus modelos. Más aún, las ficciones sirven para descubrir cosas. ¿Cuál es entonces la ficción sublime de estos tiempos? ¿Desde qué nivel de ficción o posibilidad ha sido re-conectado lo sublime?

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La afirmación de Jameson según la cual es posible «atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro», se sitúa “sólo” en los aledaños de la cuestión a tratar. ¿Qué evocan las obras de este sublime tecnológico o postmoderno? La evocación de un nuevo espacio, donde la palabra evocar guarda el sabor de la versión kantiana del insinuar lo sublime es un primer eje importante. Dicha evocación ha evolucionado hasta la saturación del clásico espacio físico. Entones ¿qué espacio evocar? ¿o deberíamos decir qué tiempo? Este es tal vez el problema (ya sabemos que) irresoluble ante el que se señala a lo sublime como categoría evocadora tanto en la naturaleza (y la moralidad) como en la ciencia y la tecnología. A este respecto Joseph Tabbi, haciendo hincapié en la importancia de la tradición americana anterior, acierta al señalar: «lo sublime persiste como una poderosa fuerza emotiva en la escritura posmoderna, en especial en las obras americanas donde la realidad es mediada, fundamentalmente, por la ciencia y la tecnología». Y en este sentido da un paso y absorbe a Kant dejando (no le interesa) a un lado el sentido moralizante kantiano. Señala entonces uno de los principios fundamentales de lo sublime tecnológico reapropiado en las nuevas tecnologías, algo así como un sublime sobretecnológico. Escribe: «El objeto sublime de Kant, una figura irrepresentable dada su infinita grandeza y su tremendo poder, parece haber sido reemplazado en la literatura postmoderna por una serie de procesos tecnológicos»[6]. Reemplazado, recolocado, son las palabras utilizadas. Por ello, insinúa Tabbi, ahora cuando falla la literatura a la hora de presentar un objeto como idea de absoluto poder, el fracaso, en cierto sentido, no es al modo kantiano proveniente de una inadecuación de la imaginación, sino que se asocia con las estructuras tecnológicas y los sistemas globales interconectados. Lo sublime se sitúa en un claro ámbito tecnológico, y la literatura postmoderna forma la bisagra entre su absorción y su ficcionalización, y en este sentido, como exclama Lyotard, cabe preguntarse por su capacidad de presentación.
Dando un paso más, Tabbi traza a la perfección el sentido de ese nuevo romanticismo que baña la literatura norteamericana: Norman Mailer, Thomas Pynchon, Joseph McElroy, Don DeLillo hasta llegar a sus “sucesores” dentro del cyberpunk[7]. Todos ellos «invocan lo sublime como un romanticismo nostálgico», y trazan el hilo común de la revisión tecnológica. Y añade: «participantes de un movimiento contracorriente en la escritura del siglo XX norteamericano […] estos escritores comparten el interés por empujar la literatura hasta sus límites, entrando su literatura en contacto con la realidad tecnológica no-verbalizable»[8]. He ahí el sentido de su otredad sobretecnológica, donde los límites saltan hacia una nueva realidad. Más allá, o junto a ello, la presencia de los autores mencionados, de Pynchon a Burroughs, es fundamental en tanto que suponen para la reordenación arquitectónica de la ficción tecnológica, en su versión del sublime tecnológico americano, un modelo fundamental de descolocación, suspensión o desterritorialización. Sin duda un ejemplo jugoso lo hallamos en Joseph McElroy: «los modelos no son sencillos sistemas de hipótesis dirigidas a predecir el tiempo o los ataques nucleares. Conforman más bien anatomías, paradigmas condensados, una huida hacia una concentración que se convierte ella misma en un modelo de lo que podría resultar verdadero»[9]. La cibernética, la física, la lingüística, las matemáticas le ceden sus espacios a una ficción que se apodera de ellos, encontrando en sus fronteras sistemas con los que reemplazar a los relatos, campos de fuerzas para sustituir la intriga. A pesar de que su preocupación en muchos momentos es situada al nivel de visión y reinvención del lenguaje (es decir, se interrogan acerca de las posibilidades y efectos del conocimiento científico a través de los estados de la lengua y su límite), conforman un paso más hacia una resituación de la ficción. Así junto ello es clave una noción como la de paranoia, que «presta unos servicios indispensables; es dulce, “normal” cuando recurrimos cotidianamente a ella para com-prender, es afilada y patológica en sus embestidas contra el des-precio, pero en diversa medida, nos proporciona unos sistemas que nos permiten organizar lo que percibimos, que, sin un mínimo sistema, carecería de sentido»[10].

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Tenemos, pues, una absorción evolutiva de las formulaciones románticas (y post-románticas) pero situadas a un nivel distinto. Así, estos escritores, dentro de la tradición norteamericana, adoptan la tradición romántica de lo sublime, «pero dentro de una cultura postmoderna que no respeta las oposiciones románticas entre mente y máquina, naturaleza orgánica y construcción humana»[11]. Ese no respeto responde directamente a los modelos decimonónicos del idilio interrumpido. La literatura y la filosofía decimonónicas toman por primera vez, como principio, la ruptura de límites habitables. Es decir, Whitman o Emerson observaron desde su romanticismo adoptado la posibilidad de esa unidad, de ese no respeto a la oposición mente-máquina-naturaleza. Whitman ya cantó a esa posible unicidad que, siendo extendida en el marco de las nuevas realidades tecnológicas, aparece ya no como deseo o posibilidad, sino como efectividad. El cuerpo eléctrico de Whitman es ahora el cuerpo biónico de la ficción. Es decir, la proyección romántica decimonónica, esa proyección que toma la idea de que el tren sea igual de legible que la naturaleza (Thoureau), se cumple en el transcurso de la literatura y la ficción postmodernas. «La ciencia y la tecnología ofrecen formas que permiten ver claramente cosas»[12], escribe McElroy. En este ver claramente cosas unido a la revisión de la conciencia, hallamos uno de los posos románticos posteriormente desarrollados. Por eso hablamos de proyecciones románticas (cyberpunk) como puntos utópicos que tienden a “cumplirse” (escenificarse reticularmente). La narrativa norteamericana toma su tradición y la extrema[13]. Así, en efecto, lo que Tabbi denomina perdida de respeto puede a su vez ser visto como cumplimiento. Un cumplimiento, en este caso, que la literatura de ciencia-ficción en una especie de viaje iniciático retoma de su pasado. Y, así, Jameson se permite señalar que «donde mejor se observa hoy este proceso de figuración es en un tipo de literatura contemporánea de evasión […] en la que las narraciones despliegan los circuitos y las redes de una supuesta alianza informática universal. […] Estas narraciones han cristalizado recientemente en un nuevo tipo de ciencia ficción llamada cyberpunk, que es una expresión de realidades empresariales transnacionales tanto como de la propia paranoia global»[14]. Es el ciberpunk el punto extremo en el desarrollo de una ficción tecnológica que recoge en esencia los motivos de ese nuevo romanticismo, conformando un modelo abierto y condensador del llamado sublime tecnológico americano. Si David E. Nye analiza los modelos sublimes de naturaleza/tecnología, no se acerca a las posibilidades de las nuevas tecnologías, ni a su mejor expresión en el ámbito de la ficción. La ficción es así útil para alcanzar un nuevo estadio más allá de los escenarios analizados, e igualmente son valiosas las ficciones en tanto que permanecen con nosotros, junto a nosotros, al borde mismo del cambio.

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Al inicio expusimos el sentido de secularización que acompaña a ciertos niveles artísticos e intelectuales desde las orillas temporales del romanticismo. Evidentemente esta secularización implica o afecta a los elementos conceptuales y categoriales que sobreviven —en menor o mayor medida— en el “útero” de los movimientos histórico-culturales. Así, junto a secularización, otra palabra importante en la altura de las nuevas tecnologías será la de absorción en el sentido revisionista ya señalado. Se absorben, se retoman las categorías, que ya no son entidades cerradas o sometidas a una única perspectiva. Así, como es de sospechar, lo sublime sobrevive (otra palabra fundamental) a las diferentes absorciones o asimilaciones: desde el cómic a la arquitectura, pasando por la poesía y el cine; y lo hace mutando, zigzagueando y contagiando su amplitud. Este sentido aplicable a diferentes lugares y perspectivas es el propio de la revisión norteamericana, tal y como supo ver Elisabeth McKinsey.
Por su parte Rob Wilson, ciñéndose a elementos poéticos sitúa la sublimidad contemporánea en una secularización destructora, esto es, en una llamada a su propio cataclismo; y se pregunta: «Si lo sublime romántico tras la teorización de Kant y Hegel viene a representar una tensión dialéctica entre alguna “magnitud cuantitativa” de la naturaleza y la resistencia de la mente para tal prepotencia a través de una estrategia verbal y cognitiva de auto-trascendencia, ¿cómo puede un “sublime poético” superar o sobrevivir al sublime nuclear?»[15]. Con esta fórmula sublime nuclear trata Wilson de ponernos sobre la pista de una de las posibles (y efectivas) derivas/mutaciones de lo sublime (en el pórtico de las llamadas nuevas tecnologías). Es decir, cuando la destrucción total es posible, está ahí (y ejemplos literarios y fílmicos abundan en este sentido), lo sublime no puede experimentarse del mismo modo natural que acontecía en el mundo romántico e ilustrado. El concepto de distancia que tanto Burke como Kant esgrimieron como esencial para lo sublime, se rompe. No es posible la distancia con respecto a la destrucción dado que ésta puede acontecer en cualquier momento, en cualquier espacio; somos nosotros. El carácter destructivo de lo sublime no es un aparte, sino que puede ser. Y el estar inmerso en un sublime rebajado/destructivo es la noción esencial que podemos manejar.
La posibilidad de la destrucción recorrerá entonces las líneas de una sublimidad que tiende las redes hacia la ficción. Y, como bien señala Frank Kermode, «las ficciones, y en particular la ficción del Apocalipsis, se convierten fácilmente en mitos»[16]. William Carlos Williams, hacia 1950, hablaba ya de ese final: «La bomba pone fin a todo esto»[17]. Mito y sublimidad, engendran igualmente la posibilidad de una ficción en la era tecnológica. En el terreno de la literatura lo sublime recoge el peso de toda la tradición norteamericana. Un poeta como Allen Ginsberg (curiosamente paisano tanto de William Carlos Williams como de Robert Smithson) en Oda Plutoniana reescribe este modelo de sublimidad (ironizando también con el romanticismo optimista de Whitman[18]). Escribe: «¡Padre Whitman celebro una sustancia que convierte al Ser en olvido! / Gran Sujeto que aniquila manos entintadas creaciones de páginas, inspiradas Inmortalidades de viejos Oradores. / Inicio vuestro cántico, boquiabierto exhalando al espacioso cielo sobre silenciosas fábricas en Hanford, Savannah River, Rocky Flats, Pantex, Burlington, Albuquerque. / Aúllo a través de Washington, Carlonina del Sur, Colorado, Texas, Iowa, Nuevo Méjico, / donde los reactores nucleares crean una Cosa nueva bajo el Sol, donde las fábricas de guerra de Rockwell construyen ese gatillo de materia letal en baños de nitrógeno / Hanger-Silas Mason compone el aterrorizado secreto del arma por docenas de millares, & donde el Monte Manzano presume de almacenar / su temible podredumbre a través de doscientos cuarenta milenios mientras nuestra Galaxia se distiende en espiral en torno a su nebuloso núcleo»[19]. A través de estos versos Ginsberg ha revelado el sentido mitológico de la nueva realidad a partir de una reescritura consciente de su propio padre romántico. De las maravillosas praderas de Whitman hemos pasado al hedor del fin en la era nuclear, donde el ser se convierte en olvido. Lo que en Whitman era optimismo en Ginsberg es posibilidad de fin, pero en esencia posibilidad, de donde habrá de surgir un nuevo ser. Para los poetas de la era nuclear, como ha apuntado Carolyn Forché, hay una profunda inadecuación con respecto a su propio lenguaje, en el espacio de su raíz metafórica o incluso representativa. Hay una imposibilidad (sublime) para representar poéticamente ese fin; «no hay metáfora para el fin del mundo y es horrible estar constantemente en su busca»[20].
W. C. Williams en su libro Paterson desarrolla una especie de psicobiografía poética cuyo tema central es el átomo, la explosión. Al inicio del libro cuarto escribe: «No tenías más de 12, hijo mío / 14, quizás, la edad de bachiller / cuando fuimos, juntos / una primera vez para ambos, / a una conferencia en el Solarium / en la parte alta del hospital, sobre fisión / atómica […] / Aplasta el mundo, ¡a lo ancho! / —si pudiera yo hacerlo por ti— / Aplasta el ancho mundo / un fétido vientre, ¡un sumidero! / ¡Nada de río! nada de río / sino una ciénaga, un terreno pantanoso / se hunde en la mente o / la mente en él, un    [21].La imagen de la catástrofe como imagen del aplastamiento se convierte en hito del futuro en la mente del presente. La imagen postnuclear crea un nuevo paisaje sublime, pero sin distancia, donde los seres se convierten en olvido.
Tanto W. C. Williams como Allen Ginsberg parecen retomar, con voz generacional, la expresión emersoniana: ¿Dónde nos encontramos? Una formulación que a la altura de las nuevas tecnologías parece resurgir bajo la sensación de tránsito y ficción. Y en este sentido Kermode ya había señalado: «la ficción de la transición es nuestra manera de registrar el convencimiento de que el final más que inminente, es inmanente»[22], nos acompaña.


[1] M. H. Abrams: El romanticismo: tradición y revolución, Op. cit., p. II.
[2] T.E. Hulme: «Romanticism and Classicism», en Herbert Read: Speculations. Londres, 1936, p. 118. Citado en M. H. Abrams, El romanticismo: tradición y revolución. Op. cit. p. 55.
[3] «En este sentido, el otro de nuestra sociedad ya no es en absoluto la Naturaleza, como lo era en las sociedades precapitalistas, sino otra cosa», Teoría de la postmodernidad. Op. cit., p. 54.
[4] Wallace Stevens, Aforismos completos. Op. cit., p. 55. En Notas para una ficción suprema cada una de sus partes responde a una necesidad para el desarrollo de la ficción: deba ser abstracta, debe dar placer y debe cambiar.
[5] Frank Kermode, El sentido de un final. Op. cit., p. 46. Kermode al respecto es claro: «Si olvidamos que las ficciones son invenciones retrocedemos al mito», p. 48.
[6] Joseph Tabbi, Postmodern Sublime. Technology and American Writing from Mailer to Cyberpunk. Op. cit., p. ix.
[7] Otra versión de la ficción americana puede verse en Amy J. Elias: Sublime Desire: History and Post-1960s Fiction. John Hopkins University Press, Baltimore, 2001. Tomando como eje la obra de Sir Walter Scott, analiza el concepto de ficción e historia que la novela postmoderna le debe.
[8] Joseph Tabbi, Postmodern Sublime. Op. cit., p. xi.
[9] Joseph McElroy: Anything Can Happen. Illinois University Press, 1983, p. 248.
[10] Marc Chénetier: Más allá de la sospecha. La nueva ficción americana desde 1960 hasta nuestros días. Visor, Madrid, 1997, p. 154.
[11] Joseph Tabbi, Postmodern Sublime. Op. cit., p. 1.
[12] Joseph McElroy: Anything Can Happen. Op. cit., p. 238.
[13] Marc Chénetier: Más allá de la sospecha. La nueva ficción americana desde 1960 hasta nuestros días. Op. cit., p. 21 y ss.
[14] Fredric Jameson, Teoría de la Postmodernidad. Op. cit., p. 57
[15] Rob Wilson, American Sublime. Op. cit., p. 230.
[16] Frank Kermode: El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción. Gedisa, Barcelona, 2000, p. 111.
[17] «The bomb puts an end / to all that. / I am reminded / that the bomb / also / is a flower / dedicated / howbeit / to our destructión».
[18] Cfr. Rob Wilson, American Sublime. Op. cit., p. 247.
[19] Allen Ginsberg: Oda Plutoniana y otros poemas. Visor, Madrid, 1984, pp. 12-13.
[20] Carolyn Forché: «Imagine the Worst», en Mother Jones, octubre 1984, p. 39.
[21] W. C. Williams, Paterson. Op. cit., p. 253.
[22] Frank Kermode, El sentido de un final. Op. cit., p. 102.

lunes, 24 de diciembre de 2012

NOTA APRESURADA SOBRE CUATRO LIBROS DE POESÍA


«Por la cita anterior he demostrado que el lenguaje de la prosa puede adaptarse muy bien a la poesía, y he afirmado anteriormente que una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferir en absoluto del de una buena prosa»
William Wordsworth



Sólo un apunte breve. Apenas una nota para apuntar algo sobre cuatro libros de poesía que he leído recientemente, cuatro libros —de los que me apetecía mucho hablar— que forman parte de un montón demasiado elevado de “pendientes de leer”. Sin embargo, más allá de feo tópico de “lo por leer”, no deja de gustarme que eso “pendiente” sea siempre la poesía, el género que es en sí todos los géneros. Desde de mi punto de vista el poema es la búsqueda constante de la huida del sentido de causalidad propio de lo novelístico. El poema, así al menos lo pienso, es aquello que siempre está en el límite de lo no-poético. Un poema juega continuadamente con sus límites: la narración, la temporalidad, sus espacios emocionales, etc. Quizá uno de los lugares más interesantes para que el poema adquiera alto voltaje es, precisamente, el terreno de la narración. Es decir, tratar de extraer a la narración del imperialismo de la novela. Narrar no es patrimonio de la novela. El poema es narrar a contrapelo, es la imposibilidad misma de la narración. En ese límite, en ese territorio construido como la extracción del flujo causal-novelesco de un “acontecimiento” del que no conocemos ni su pasado ni su futuro, ahí, en ese lugar, es donde aparece el poema. Y aparece no como una revelación sino como un pleno estado de confusión. La confusión, en definitiva, como principio y fin del poema, como principio y fin de todo acto comunicativo.



Cuatro libros recientes. Antibiótico de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967). A más de uno quizá le sorprenda que lo incluya, pero sinceramente: es uno de los libros de poesía leídos recientemente que más me ha interesado. Aunque últimamente no estamos de acuerdo en muchas cuestiones —por así decir— estéticas, sin embargo, he de decir que —para mí— éste es su mejor libro. No digo su mejor libro de poemas, sino su mejor libro. Por una parte, es cierto, se ajusta plenamente a una poética personal asentada y desarrollada en trabajos como Postpoesía. Es posible no estar de acuerdo con su apuesta o con las bases procedimentales (y epifánicas) de su trabajo, pero es cierto que ha sabido como pocos cercar sus intereses en torno a un proyecto claro. Por otro, es Antibiótico un libro construido con una perspectiva inclusiva y sólida, donde lenguajes, formas y ritmos diferentes se unen para formar un único poema de  100 páginas donde quizá el tiempo (o la deriva del tiempo) sea el arma que vertebra la “soledad de este poema”. En este sentido, creo que es en este libro donde Fernández Mallo profundiza en esos límites del poema, en ese filo con lo narrativo, con lo musical, con lo no-poema en general. Leemos un fragmento: “después, casualmente, leyendo un artículo sobre criptografía, me di cuenta de que en cualquier texto lo suficientemente extenso [y en todo idioma o alfabeto], el número de repeticiones de cada letra es siempre, más o menos, el mismo, así que, en cierto modo, todos los poemas que puede concebir una persona en cualquier idioma son el mismo poema, presentan idéntico carácter cómico y dramático en términos plásticos: una curva que desciende. / no podemos huir de ese mapa”. Me interesa la poesía que juega con sus propios límites o que, más bien, descree de ellos.



Fresa y herida es el título del libro de poemas de Berta García Faet (Valencia, 1988). No me cabe duda de que entre la poesía más joven (nacidos a mediados y finales de los ochenta) se están produciendo muy interesantes discursos poéticos. Hace unos meses hablaba justo de ello en este artículo.  En Fresa y herida son varias las líneas de fuerza, aunque quizá sea la línea que va de la posibilidad de una identidad al territorio de la escritura lo que más fuerza otorga a este trabajo. Berta García Faet escribe con un ritmo sólido pero al mismo tiempo capaz de permitir la filtración de elementos reflexivos. Un lenguaje directo y narrativo pero que no se queda en la simpleza de la anécdota. O dicho de otro modo, hace saltar por los aires toda posible anécdota aunque parezca que sea ésta la que originalmente organiza el texto. También la ironía y todas su tensiones son capaces de dar forma al desarrollo de los poemas más interesantes del libro.  Leemos: “la penosa teoría que establece una pendiente positiva / entre el tiempo que pasa / y la persona que se especifica; / la penosa teoría que establece (y aquí viene lo malo) / una pendiente oscura y fina / asquerosamente positiva / entre la persona que se especifica / y la dificultad del encuentro compatible”. Y la fragilidad como tema: “Pero ¿frágil? / ¿Dices frágil? / Nunca paras. Nunca paras. / Rompes cosas, moderadamente / te sientes mal un tiempo; si te despiezan / los labios, / los brazos-adminículos-topográficos-que-se- / enganchan / en los labios del otro que siempre es incrédulo // simplemente / lloriqueas / cinco minutos y te limpias”.



Orientación del sentido de Benito del Pliego (Madrid, 1970). En este caso un libro breve dentro de una editorial que apuesta por ediciones cortas, pero que está publicando algunas de las piezas más interesantes de la poesía en español, me refiero a Ediciones Liliputienses. La poesía de Benito del Pliego se desarrolla como un ejercicio de desorientación. El poeta trata de enfrentarnos a su imagen, o hacia una imagen de sí mismo que es siempre imposible de cazar. Escribe: “Me gusta la imagen del pliego arrugado para describir su orografía; y la ferocidad del santo que sustituye a mis santos; / lo que jode es mirarse al espejo y verse con barba”. Y ya antes nos ha confesado: “Baja la ladera cifrando sus pasos sobre la nieve. Sube pensando en lenguaje, de quién es ese tú con el que habla, por qué ese tú es un yo, por qué la identidad hace sentido”. Pero sería hacer trampa decir que este libro trata sobre la identidad o su imposibilidad, sino que como en el caso anterior, es la tensión entre el lenguaje y la realidad, entre el poema y su límite lo que otorga fuerza a la lectura de estos poemas: “Amable escritura, amable el movimiento sin destino, el péndulo, la pulsación que dice que estás vivo, que dice lo que viste en otra voz, bajo otro brazo. Así, escribiendo escritura como la esgrima esgrime y hiere la herida. // Esto dice otra cosa, dice indecible, dice algo que no los abarca pero viaja entre ellos”. Un libro verdaderamente fascinante, donde el paisaje es vivido como ocasión para hacer que el poema quepa dentro: “Appalachian Riff”,  “Yellowstone: sobre piedra amarilla”, etc.



Un cuarto libro. Quizá el más difícil de situar. Se trata de Encima del subsuelo de Kostas Vrachnos (Kalamata, Grecia, 1975), poeta griego con estrechos vínculos con España. El libro, en edición bilingüe, se publica dentro del marco del 8º Festival Internacional de Poesía de Granada (Nicaragua). Confieso que es Vrachnos un poeta que me entusiasma, y en este caso especialmente. El libro se compone de treinta poemas donde el poema se forja a través de la degradación de la imagen del propio poeta como sujeto ante la muerte. Así arranca: “Quiero que me llaméis limón podrido / o lombriz de tierra y encima impaciente”. Y así concluye el libo: “Qué soy? ¿Una ruta? ¿Una rata / que roe la cama del motel de la ruta? / Una nada. Una nada entristecida. / Una rata que se comerán los gusanos / en cuanto se acabe por ahora / el rompecabezas del corazón”. Entre uno y otro poema desarrolla Vrachnos una fuerza poética insólita, capaz de construir poéticamente su destrucción y camino hacia la muerte. Eso sí, haciendo de la ironía —palabra fetiche— lugar de acción del lenguaje. Un poema, por ejemplo, “Nenúfar de la vaguedad”. El título ya escenifica una situación. El poeta a la deriva. Leemos: “Lo peor es ser comparsa y tener / que actuar estrictamente / todo el día  toda la vida toda la eternidad, / pero ante el espejo del salón / hacer una cosa y que aquel haga otra, / estar en el mar fresco / pero no prestar juramento sobre el agua. […] / Pero luego empeora mi sombra, / tintinea el esquelto por entro, se profundiza el peso / y el espejo del salón se empaña de repente de muy mala manera.” La descomposición del yo y del sentido van de la mano en su poesía: “Conócete a ti mismo aunque no existas exactamente / o alguien esté serrando tu rama en pleno mediodía. / Sin embargo, yo o nosotros seguiré mirando en plena noche, / opinando y orinándome a mi antojo en la cama”.

Cuatro libros de poemas. Tan sólo una breve referencia. Podrían ser de hecho varios libros más. Y espero poder entrar en esos “otros” pronto, muy pronto. Cuatro libros destinados a deshacer la unidad del sentido y a presentar sobre el escenario un lenguaje inclusivo capaz de producir grietas sobre lo real y su lenguaje. Cuatro libros donde la narración se transforma en espacios extraídos del flujo causal-novelesco para hacer aparecer el acontecimiento del poema como imposibilidad de un sentido cerrado. Que así sea.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

UN ARTE SIN TRANSICIÓN. Algunas notas sobre VV.AA, "Arte y transición". Brumaria, 2012.



A pesar de la aparente simpleza que puede sugerir un título como Arte y transición, este libro colectivo pretende construir una imagen desplazada, precisamente, de dicha ecuación. Ningún juego de palabras es válido, y por ello el título habría que leerlo incluso como parodia del contexto al cual se refiere. Es decir, no es posible hablar de un “arte de la transición”, ni de “la transición en el arte”. Sólo desde una perspectiva conflictiva es posible vislumbrar un encuentro. Dicho en otros términos: no es posible consensuar una relación feliz y efectiva entre arte y transición. O mejor, si hallamos esa relación de un modo cerrado es para dejar caer el peso de dicha relación sobre la idea de una “transición feliz y beneficiosa” que tal vez sólo funciona como disfraz de otras cosas, es decir,. como cuento chino. Así las cosas, el objetivo de este libro, coordinado por Juan Albarrán, trata de poner sobre la mesa las complejidades dialécticas que se hallan en el seno de esa relación, en el interior de ese y que conecta ambas palabras del título. El propio Albarrán lo expone claramente: “este libro tiene como principal objetivo estudiar las fuerzas que interaccionan en ese lapso de tiempo que media entre la emergencia a finales de los años sesenta –con conocidos antecedentes en la década anterior- de unas prácticas artísticas que podríamos calificar como antifranquistas y la consolidación, durante los ochenta, de una realidad institucional en la que dichas prácticas son marginadas e invisibilizadas” (p. 8). Este es el eje que vertebra el libro. Desde este punto medular se desarrollan el resto de intervenciones. La idea, por tanto, es tratar de indagar en los márgenes de la historia establecida y pactada del arte español durante la transición. Una de las cuestiones centrales sería: ¿cómo es posible que el arte conceptual español de los setenta, con su fuerte componente antifranquista, se tornase, durante la transición, en una pieza molesta? ¿Cómo es posible que a comienzos de los ochenta se vendiese una historia del arte español basada en las maravillas de su pintura y que ningunease al arte conceptual político de los setenta? La cuestión tiene amplio calado. Un calado que llega hasta nuestros días. La despolitización del arte español reciente tiene sus raíces en buena medida en la inoculación a modo de virus que se propagó desde los años ochenta. El arte, se nos dijo, nada tiene que ver con la política. La historia podría contarse de otro modo. Es decir, una democracia recién nacida quería un arte actualizado, y ¿cómo alcanzar ese objetivo? La cuestión es simple: lo que se llevaba en Europa a finales de los setenta y comienzos de los ochenta era “El nuevo espíritu de la pintura”, neoexpresionismo, transvanguardia, etc. Esto es: movimientos promovidos por el mercado del arte en auge, soportados por las políticas internacionales más conservadoras, y con fines estrictamente comerciales. Hay destacan Baselitz, Clemente, Schnabel, etc. Las nacientes instituciones artísticas españolas deseaban reconstruir su historia del arte en función de cuatro vectores: a) recuperar su gran tradición artística, b) actualizar dicha tradición en función de “lo que se llevaba en Europa”, c) activar el mercado (ARCO, 1982) y d) era necesario un arte políticamente desactivado que reflejase el espíritu ecuménico de reconciliación nacional, y por tanto, los artistas políticos no eran válidos.

Sobre estos vectores se asientan las políticas culturales desde el gobierno de UCD, y serán continuadas a pies juntillas por el PSOE (e incluso con la connivencia de parte del PCE). De esta manera, los artistas que habían trabajado desde el antifranquismo quedaron excluidos de las historiografías del arte español de los últimos cuarenta años. En el texto de Narcís Selles (“De transiciones, desplazamientos y reformulaciones. Arte, derogación del franquismo y mutación capitalista”) queda perfectamente retratado: “El ejercicio del disenso, base y fundamento de la democracia, quedaba bajo sospecha ante el juego de equilibrios que parecía exigir el nuevo estado de cosas” (p. 27).

Estas ideas sostienen el relato del libro. En ocasiones, es cierto, este relato es desigual por la marcada heterogeneidad de los textos, lo cual, sin embargo, no implica que la lectura pierda interés, sino que se ha de optar por diferentes rutas de lectura. Entre ellas, por ejemplo, la aportación de Guillem Martínez, quien a través de un marcado (y quizá algo impostado) tono de colegui, trata de apuntalar las líneas centrales de la CT, Cultura de la Transición. Dicha CT[1] implica un modo unidimensional y consensual de observar la cultura. Un modo cerrado e incuestionable. (A pesar de lo interesante del concepto CT surgen, a su lado, dudas en torno a lo ambiguo de ese mismo concepto ya que quizá más que una Cultura de la Transición habría que hablar de una moral de la transición de donde esa CT tomaría su alimento.) Su propuesta radica en la no-CT, es decir, en la búsqueda espacios diferentes y diferenciados. Escribe: “la no-CT es la posibilidad de robarle al Estado el monopolio de la cultura” (pp. 49-50). Como ejemplo pone el caso del grupo barcelonés y cenetista de Ocaña, famoso por sus intervenciones y acciones, “que pintaba cuadros de vírgenes y se paseaba desnudo por La Rambla” (p. 51). Para Martínez, Ocaña, personaje central para entender las posiciones radicales del Barcelona de la transición, es un claro ejemplo de esa marginación, de ese abandono a lo márgenes de aquello que no entra en el “bello relato apolítico de la transición”.

Un texto clave y llamativo, por ser un relato directo de esa experiencia de marginación de todo arte político y activista durante la transición, es el trabajo aportado por Darío Corbeira y titulado “Arte y militancia en (la) transición”. En este trabajo Corbeira desglosa una experiencia personal como artista y actor de un arte en militancia (y clandestinidad) durante la transición. Pero lo interesante –al menos así lo creo- no es que sea un relato personal o personalista, sino que ejerce como micro-experiencia que trasluce la macro-experiencia de muchos otros artistas. Escribe: “La transición ni comienza ni termina, la transición es un mito, una figura argumental impostada e impuesta bajo la cual subyacen los desplazamientos, siempre pospuestos en pos de una sociedad más igualitaria” (pp. 74-75). Corbeira va desgranando el proceso de la entrada de un artista en la militancia político-artística y como ésta se va rarificando conforme “la normalización democrática”, es decir, los Pactos de Moncloa, se imponen. ¿Cuál era el lugar del artista entonces? A este respecto es importante,sin duda, su relato del desarrollo del colectivo La familia Lavapiés, donde el trabajo directo era fundamental. Más adelante Corbeira confirma toda esta situación de rarificación política desarrollando lo que antes mencionábamos: “En los nuevos tiempos democráticos la cultura por venir requería un arte sin conflictos, respetuoso con el pasado y abierto a una modernidad que, después del paréntesis del franquismo, debía recuperarse obviando los estigmas del aislamiento. Y ahí la pintura venía como anillo al dedo” (p. 101). Y ahí se interroga acertadamente Corbeira: pero ¿qué pintura internacional conocían los gestores (y pintores del momento)? Nada se sabía de Richter, por ejemplo, ni mucho menos de los trabajos de Douglas Crimp sobre el fin de la pintura. En este sentido, hacia el final del texto, escribe Corbeira: “las verdades oficiales, de nuevo, extienden su manto oscuro sobre un pasado que se resiste a desaparecer” (p. 102).

No quisiera extenderme demasiado ni destripar el libro. Para concluir esta lectura (sólo una de las posibles del libro) querría apuntar algo sobre un par de textos muy interesantes. El primero de ellos es el texto de Daniel Verdú Schumann (“De desencantos y entusiasmos. Reposicionamientos estéticos e ideológicos de la crítica de arte durante la Transición”). Este texto arranca con una cita memorable en la que Juan Manuel Bonet reclama para sí la etiqueta de conservadurismo que ha mantenido. Etiqueta que implica la lapidación de todo arte político, ninguneando, como hemos visto, todo un movimiento artístico de hondo calado y fuerza durante los setenta. No sólo eso, sino que también Bonet lanza dardos contra aquellos críticos, como Simón Marchán Fiz que, con un conocimiento teórico a leguas del de Bonet, se implicaron con los comportamientos artísticos cercanos al antifranquismo. Escribe Daniel Verdú: “la despolitización de la crítica es en realidad un complejo proceso de despolitizaciones, que tienen lugar a distintos ritmos y en diversos grados en cada colectivo e incluso en cada individuo, y que se solapan a lo largo de la década en un contexto general de progresivo desengaño de la teoría y la práctica políticas por buena parte de la cultura” (p. 109) Y añade certeramente: “Esta transferencia de lo ideológico a lo estético [por ejemplo: la movida] es indisociable de los pactos de olvido y silencio y la política de borrón y cuenta nueva que sustentan la Transición misma” (p. 109). En este sentido se destacan las disputas generadas por aquellos cercanos a posicionamientos políticos (críticos como el citado Marchán Fiz, Valeriano Bozal, Tomás Llorens), y aquellos críticos alineados del lado del purismo no politizado como Juan Manuel Bonet o Federico Jiménez Losantos. De esta forma Daniel Verdú repasa con un buen aparato documental las distancias y problemas, y señala diferentes lugares en los cuales se escenificó el fin y desplazamiento del arte político. Frente a la Bienal de Venecia de 1976 (Valeriano Bozal) y el fundamental encuentro Vanguardia artística: ¿mito o realidad? (UIMP, 1976), se situarían las exposiciones 1980 y Madrid D.F. Estas últimas exposiciones supusieron la instauración de un modelo de arte despolitizado, esteticista, mercadeable, bajo el signo de la pintura, frente a otro tipo de posicionamientos o comportamientos artísticos. Según se apunta, algunos, como Marchán Fiz, se percataron ya en el encuentro celebrado en Santander en 1977, de que la situación y “la publicidad” tenía visos de caer sobre la pintura como soporte y la despolitización como objetivo. Así, “el arte contemporáneo formó parte del aparato simbólico del proyecto socialista. […] La promoción sistemática de las artes plásticas, en concreto de la pintura, supuso la principal herramienta para la construcción de una identidad que apostaba por ponerse a la hora de los movimientos internacionales” (p. 240). Estas palabras de Jazmín Beirak hacia el final del libro corroboran la sensación general de simulación de una historia que no es la nuestra. Algo que queda efectivamente corroborado con la transcripción de la mesa redonda en la que participan Valeriano Bozal, Alberto Corazón y Tino Calabuig, quienes ponen voz directa a la experiencia concreta del arte político durante la transición.

Estamos, es cierto, ante un libro que ofrece muchas lecturas posibles, como antes indicamos. Aquí hemos optado por la ruta de textos que trabajan directamente la cuestión del activismo artístico durante la transición, pero igualmente el libro ofrece una lectura posible sobre la relación entre arte, transición y medios, con muy interesantes aportaciones como la de Alberto Berzosa sobre cine, activismo y movimientos sociales, o la recepción de la muerte de Franco en la prensa francesa que desarrolla Alfonso Pinilla. U otros textos en clave “institucional”, como es el caso Giulia Quaggio acerca de la construcción del Ministerio de Cultura de la mano de Pío Cabanillas. En definitiva, un libro que aporta fundamentalmente líneas de lectura diferentes, y que desarrolla la posibilidad de indagar en los pliegues de nuestra historia reciente. Y que no sólo se queda en una pregunta sobre el pasado, sino que interroga entrelíneas al presente: ¿cuál es la relación posible entre arte y política?

***


[1]No olvidar que Guillem Martínez expone ampliamente el tema en CT, o Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura en España, Debolsillo, 2012. [Llama poderosamente la atención, sin embargo, que un libro con tales pretensiones se publique en Debolsillo, una editorial que pertenece a Mondadori y que pertenecía a Berlusconi y que ahora pertenece a Berstelmann. Es decir, cultura conservadora]

viernes, 14 de diciembre de 2012

SIN TÍTULO (todavía). O SOBRE LA CRÍTICA Y EL ESPÍRITU CATEQUISTA.




[Publicado originalmente aquí: revista siete. Esta versión contiene alguna variación, en tanto que proyecto en marcha]

     

Yo, Tiresias, viejo de pezones arrugados,
vi la escena, y predije lo demás;
yo también aguardé al huésped esperado
T. S. Eliot


La crítica es una “disciplina” parasitaria. No obstante, esta actitud —paradójicamente— constituye y arma toda su musculatura. Como le sucede a todo ser parasitario, la crítica (como escritura) busca hogares que invadir, lugares atestados de alimento con el objetivo de hacerlos suyos, pero al mismo tiempo, con la intención de abastecerse y, llegado el momento, destruirlos. De la misma forma que un mesoparásito “posee una parte de su cuerpo en el exterior y otra anclada en los tejidos del hospedador de donde obtiene su masa nutritiva”, la crítica diseña en esa frontera entre los diferentes lenguajes (esos tejidos del hospedador) las posibilidades que garantizan su existencia. Se apropia, en definitiva, de lo otro, de eso que denominamos su sombra. Lo podemos visualizar de un modo más sencillo quizá del siguiente modo: su cuerpo/disciplina es y no es suyo al mismo tiempo. Permanece dentro y fuera de aquello con lo que entra en conflicto (obra, sociedad, política, instituciones…), pero eso sí, hace del conflicto su propio destino. ¿Cómo pensar la crítica sino como un ejercicio ruptura?
    Le debe la crítica, por lo tanto, a ese huésped esperado tanto su existencia como su retirada. Esto se hace evidente en su carácter dependiente de aquello que lo hospeda, incluso confortablemente; es decir, ese objeto que permanece ahí, a su disposición nutritiva, ya sea éste una novela, un vídeo o una simple idea. Dicho de otra forma: la crítica carece de cuerpo y como tal sin-cuerpo se construye a partir del lenguaje de aquellos sobre los que parasita (arte, literatura, filosofía, historia, etc.). Podríamos decir que desarrolla sus  discursos desde el a priori de su carencia de territorio. Bajo otra perspectiva podríamos sostener que la critica es igualmente, y a todos los efectos, apátrida y por ello capaz —a su vez— de irradiar significados en muy diversos niveles. En este sentido, la crítica es siempre la crítica de algo, y ese algo  —feliz y desarmado— se convierte en su territorio: lo circunda, lo atraviesa, lo roe, lo esquiva, etc. Pero en este invadir el cuerpo de los otros la pregunta retorna incesantemente: ¿de qué hablamos cuando hablamos de crítica? O, en otros términos: ¿es ésta la pregunta? ¿Reside el problema en la propia pregunta? ¿Es necesaria una pregunta? Es demasiado inocente suponer —al menos ésta sería otra presunción de la crítica— preguntas neutrales capaces de alcanzar en un único interrogante (y en una única respuesta) todo lo expresable. Por ello lo que proponemos es un desvío de esa interrogación tradicional, ese interrogante que atrae a la academia e, igualmente, al mercado. Nos referimos a que la cuestión no residirá ya en la pregunta que interroga por el ¿qué es la crítica?  ni  ¿cuál es su función? sino que el núcleo de la reflexión se desplaza —o podría desplazarse— hacia el más radical gesto que elimina el esencialismo (esa interrogación que tiene al es como eje) de la pregunta anterior. Es decir, el asunto se focaliza —o podría focalizarse— en una cuestión aparentemente más simple, pero sólo aparentemente más simple: ¿qué crítica? ¿cómo la crítica?, pero más aún: ¿qué criticar? La crítica y sus objetos pierden así, ante estas preguntas, su carácter de ancla inamovible, para admitir su parasitismo y, al mismo tiempo, una necesaria vocación de trashumancia. La crítica se dividiría en muchos cuerpos, pero en cada caso o en cada ocasión serviría para ampliar las posibles salidas interpretativas, no para reducir éstas a una única y posible lectura. La crítica en este sentido huye del formalismo greenbergiano (que parece retornar en algunos casos dentro de la red) que nos dice que existe-una-manera-correcta-de ver/leer- una obra.  ¿Cuál sería el sentido de retorno a una crítica fundada en este sentido moral, o mejor catequista? Parece sólo justificable desde un premeditado sentido del efecto. El retorno que se produce en la crítica en Internet a estándares académicos y formalistas de viejo cuño, con el disfraz de lo nuevo y bajo un tono desenfadado, parece comprensible como intento de regresar a una visión cerrada y estrecha de la crítica como destinada a lo que Raymond Williams denominó “encontrar errores”. La crítica tiene la posibilidad, en cambio, de huir de este aspecto moral, y catequista. Es decir, tiene la capacidad de abandonar la idea de una obra aislada frente a una crítica inamovible, actualizándose ambas en el proceso de la escritura. La crítica que  ahora, como en el siglo XIX, se dedica a decirnos “verdades” y hallar “errores”, bajo el postulado de la objetividad, no es más que nuevo retorno de la crítica de corte catequista que surge en épocas de crisis, donde los iluminados pretenden dirigirnos entre tanta confusión.

    Frente a una crítica como tecnología aislable —expresión tomada de Terry Eagleton— la crítica la concebiremos aquí, a falta de una expresión mejor, como un dispositivo mediador. Sin embargo, al instante surge una cuestión ineludible: ¿hacia dónde apunta esa mediación? ¿Cómo reconfigurar un concepto manoseado como el de mediación? En la lectura aquí propuesta ese carácter mediador no pretende dibujarse como dispositivo conciliador entre dos mundos. No es un mediador cariñoso y complaciente esta crítica. No se trata ni mucho menos de llegar a consensos, sino todo lo contrario: establecer disensos. En el primero de los casos, en esa mediación entendida como consenso, se presupone ya un destinatario con el que se va a estar de acuerdo y por tanto concibe el ejercicio mismo de la crítica como un ethos aislable, donde el carácter del crítico se antepone al acto de la crítica. El modo en el que el crítico se expresa parece más importante —tanto para el autor como para el receptor— que lo que el crítico realmente desarrolla. He ahí una mediación como consenso, como tecnología aislable, fácilmente identificable. Por el contrario, la mediación tal y como aquí la tomamos adquiere un sentido radicalmente distinto, pero sobre todo variable. Mediador designa en estas páginas la posibilidad de colocarse entre las diversas realidades por las que se diluye su trabajo. Mediador significa ser capaz de situarse conflictivamente entre tres territorios: lo criticado, el lenguaje y el destinatario, sin olvidar el fondo del escenario: el espacio social y político sobre el que esas realidades se asientan. Desde este conflicto trata de crear una nueva vía de lectura, o cuestionar las lecturas ya dadas o implementar las ya leídas. Mediar implica abrir grietas no conciliar. Mediar, como apuntase Foucault, delata un deseo “de no ser gobernado”. La crítica en este sentido debería dejar de lado su obsesión por convertirse en dispositivo moral, un dispositivo —en las antípodas del dispositivo mediador— cuyo sentido había heredado de la academia, un dispositivo fundado en el yo gobierno. Este dispositivo moral consistía —en líneas generales— en juzgar en base a criterios tales como bueno/malo sosteniendo, como un principio incuestionable, la existencia de criterios objetivos fundados sobre dos piezas: la calidad y la forma (lentos fantasmas que condicionaban todo ejercicio crítico). Este dispositivo moral funcionaba —y funciona de nuevo— del siguiente modo: construye una norma previa (presuntamente incuestionable) sobre la que debe ajustarse la realidad, es decir, vive sobre la idea de que la crítica tiene un lenguaje propio, con sus normas y criterios, principios y esquemas. En el marco de esta crítica (heredada) como dispositivo moral la obra o el texto no es el punto de partida sino que el origen de la crítica sería algo externo, algo así como una idea previa y determinada de lo que es/debe ser una obra o un texto. Un juicio determinante (por usar jerga kantiana) que lleva las riendas de este sistema crítico, donde la propia preconcepción de lo bueno y lo malo obtura toda posible salida interpretativa. Para la crítica como dispositivo moral (catequista) la única función del crítico es la de saber distinguir, como un sumiller, los libros (o las obras) “buenos” de los “malos”, lo cual presupone una concepción de bondad o maldad ajena al propio texto/obra.  Frente a este dispositivo moral la crítica que nos interesa, y que tratamos de desarrollar, tiende a cuestionar el pacto que se encuentra detrás de esta idea moral. Expulsar la idea de bondad o maldad de la crítica sería un buen principio. Adorno alertaba de ello: “Cuando en su mercadillo de la confusión —el arte— los críticos llegan a no entender una palabra de lo que juzgan y se rebajan gustosamente de nuevo a la categoría de propagandistas o censores, se consuma en ellos la inicial insinceridad de su industria”. La censura moral,   fundada en ese espíritu de nuevo catequista, sería la forma de retirada explícita de la capacidad crítica. Lo que no quiere decir que la crítica abandone su posición, al contrario. El hecho de eliminar el postulado moral en el acto crítico lleva el ejercicio critico a su estado más radical: la posibilidad de un encuentro con la obra criticada que elimina del horizonte (o del atrezzo) el presupuesto que exige un juicio cerrado y total. Fuera de esa dicotomía bueno/malo la obra puede abrirse y cuestionarse sobre otros horizontes. Frente a una crítica como tecnología aislable la crítica como tecnología intoxicada. ¿Es necesario ese espíritu catequista?



    Al mismo tiempo, la crítica como dispositivo mediador que aquí defendemos, tiende a huir igualmente de la crítica como ejercicio periodístico que desarrolla fórmulas farmacológicas, críticas-prospecto, donde lo descriptivo impide entrar en lo criticado (ya sea un libro de poemas o una instalación o lo que sea) y, por otro lado, donde la aceptación de una jerarquía construida por los grandes mercaderes de los medios de comunicación imposibilita la crítica como disenso y favorece la crítica como plantilla, como ejercicio algorítmico. Esta crítica algorítmica toma lo crítico como una ocasión para ratificar sus propias ideas, procedentes éstas, en la mayoría de las ocasiones, de grandes grupos empresariales. Tanto lo moral como lo periodístico-farmacéutico son formas de anestesiar la crítica. La crítica aquí esbozada, por el contrario, no tiene como objetivo emitir juicios de valor sino cuestionar todo juicio de valor para ampliar y generar nuevas lecturas críticas. (La crítica frente a la reseña semanal).
    La idea de una crítica como dispositivo mediador no es —como habrá podido intuir el lector— nada nuevo. Roland Barthes, por ejemplo, en un lejano texto titulado Crítica y verdad ya apuntaba primitivamente acerca de estas tensiones inherentes a la crítica. Sin embargo, es necesario reabrir en el contexto de las nuevas tecnologías el debate en torno a los modos desde los cuales la crítica se enfrenta a sus objetos, los cuales nunca son —o no deberían ser a los ojos del crítico— ni pasivos ni neutrales. La crítica como dispositivo mediador tiende a generar posibilidades de ampliación, de apertura de lecturas, lo cual en ocasiones posibilita un cuestionamiento negativo del propio ejercicio crítico al mismo tiempo que un modo de hacer literatura. Esta crítica como dispositivo añade, por lo tanto, un efecto desactivador. Pretende desactivar los planos del sistema crítico dados por cerrados, pero igualmente ese carácter desactivador esconde una aspiración política. La crítica no debe perder de vista su raíz política. 
    Huir de la anestesia, o de la crítica anestesiada por el mercado o la academia o por los nuevos catequistas que juzgan desde criterios de bondad o maldad parece posible a partir de la toma de conciencia de lo apuntado más arriba y que en varios momentos del pasado varios críticos (desde Raymond Williams, por ejemplo) asumieron como lugar previo: no existe lo crítico como tecnológicamente aislable, esto es, como territorio autónomo previo al acto mismo de ejercer la critica. Pero tampoco como teleología, es decir: como finalidad instrumental. La pregunta por el qué es la crítica carece de salida. La crítica sólo existe en tanto que se enfrente a sus sombras, a sus otros actuales y al propio proceso de ser escrita. Pero al mismo tiempo la crítica puede recuperar el carácter político que late en su proyecto, como decíamos. En estas reconfiguraciones la crítica puede abastecerse. La crítica puede armarse de esta forma como un frente activo tanto ante la crítica administrada como ante la critica catequista.

[Esto es un fragmento de un trabajo en camino más amplio, que quizá llegue a algo, o no]