jueves, 16 de septiembre de 2010

PENSANDO EN JOSÉ WATANABE (1946-2007)


En uno de sus libros sobre el romanticismo, M. H. Abrams escribía que en ocasiones «el poeta, enfrentándose al mundo, ve lo que no ha logrado ver, o ya no ve lo que vio una vez, o ve lo que vio antes de una manera nueva», y desde esta enraizada disposición del ver puede leerse buena parte de la poesía contemporánea como poesía aún romántica; es decir, como una disposición a re-asombrarse ante el mundo y sus radiaciones mediante una consciente tensión del lenguaje. Y sin embargo, este mirar que deviene poema, nace de un asombro renovado: la admiración íntima ante el hecho de que las cosas sean. Así de simple: ante el hecho de que algo por mínimo y vulgar, por lejano o aparente, puede provocar ante una visión certera (o manipuladora) una elevación de lo real a poema. De este modo la revelación se halla en el mero hecho de existir (del paso invisible del tiempo), y desde esta mirada mínima, desde esta pobreza esencial, se irá construyendo el tejido poético. O en palabras de R. W. Emerson: «La harina en la barrica, la leche en el cazo, la balada de la calle, las nuevas sobre el barco, la mirada del ojo, la forma y los andares del cuerpo. Enseñadme la razón última de estas cosas». La vibración llega así hasta nosotros.

Es esta razón última la que mueve las pautas de la poética del peruano José Watanabe, cuyo ejemplo, dentro de nuestra cultura, me interesa sobre manera. Es esta revelación íntima de las cosas la que pretende mostrar al mundo en libros como La piedra alada. La piedra como imagen, la piedra como memoria, la piedra como lugar, la piedra como texto, la piedra como intimidad, son algunas de las lecturas posibles de este, sin duda, texto revelador. Y es revelador por varios motivos: por su técnica poética, por su afán explorador, por su dimensión interrogativa, por su constante necesidad de movimiento, etc. Y todo ello partiendo de esa pobreza imaginativa que parecería indicar, en principio, una simple piedra.

El poema que abre el libro «La piedra del río» da fe de esta idea. Así se inicia: «Donde el río se remansaba para los muchachos / se elevaba una piedra. / No le viste ninguna otra forma: sólo era piedra, grande y anodina». En apenas cuatro versos, en una fórmula de densidad poética ejemplar, nos ha puesto ya, de golpe, casi sin darnos cuenta, en la cuneta de toda una posible épica animista desde un latente ritmo de sensualidad. Eso por un lado, pero por otro, ha apuntado en este magistral inicio, que él se situará como mero punto observador. Eso es, observador entre dos realidades: la naturaleza tal y como es «grande y anodina», y la naturaleza inerte como eje meditativo y poético. Parte de lo mínimo para ir hacia la revelación poética. Pero en el mismo poema-pórtico continúa: «Cuando salíamos del agua turbia / trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces / algo extraño: / el barro seco en nuestra piel / acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje». Piel, cuerpo y paisaje se identifican por un instante. Nos ha atrapado desde esa inicial piedra llegando hasta esta extrañeza radical del ser-con-la-piedra. A través de una simple imagen «lagartija» nos ha lanzado de golpe hacia otro terreno más allá de la piedra: el terreno de lo vivo y por tanto mutable. Lo que logra así es una activación de la piedra como eje poético (vivo) mediante un movimiento existencial de la mirada. Unos versos más abajo nos da la clave, la piedra «era el lomo de una gran madre». La piedra como tal, como elemento más allá de ser eso «grande y anodino» del inicio, se torna centro de la acción poética, pero sobre todo acción imaginativa. Y ahí entra en juego, cortando de raíz toda presunción trascendental dentro del propio poema, ese poeta (y su lamento) que antes era punto externo de observación: «Ay poeta, / otra vez la tentación / de una inútil metáfora». ¿Arrepentimiento? No es la primera vez, según intuimos en el tono de ese «otra vez». Parece evidente la caída consciente en la clásica ironía romántica que entra aquí en juego como una especie de tirón de orejas, en su necesidad de estar con los pies en el suelo, pero igualmente (o precisamente por ello) lanzado incansable en busca de reinvenciones imaginativas. Es una tentación nos dice. Quizá quepa recordar que esa ironía romántica, fundamentalmente en manos de Schlegel, es un recurso poético, en el amplio sentido de esta palabra, mediante el cual el poeta mantiene su obra en un perpetuo devenir, tornándose inagotable en sus significados, permaneciendo así tanto el autor como su objeto artístico en una superación constante de las limitaciones, en una especie de confusión, como antes señalábamos. En Watanabe la piedra que inicialmente era signo de lo cerrado, de lo meramente-ahí, crece dentro del juego poético alcanzando este modelo de superación constante, tejiendo desde su escasez material una voluntariosa red de significados. El poeta parece destinado (casi en un sentido heroico), ya desde este principio, a quedarse en el reino de su pobreza imaginativa, a rescatar desde ese espacio las posibilidades de las que debe nacer la creación poética. Tras esa interrumpida tentación metafórica el poeta sigue adelante con su imagen. «La piedra / era piedra / y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora / asume su responsabilidad: nos guarda / en su impenetrable intimidad. // Mi madre, en cambio, ha muerto / y está desatendida de nosotros». Finalmente el poema tiende su red, sorpresivamente, desde la piedra hacia la facticidad de una muerte, pasando por esa enigmática impenetrable intimidad donde queda guardado lo poético y su visión de la muerte. Hay una intensa vibración en su uso de las palabras. Una muerte que a su vez implica una conciencia de culpa (véase del mismo libro «La piedra de mi hermano»). La piedra y la madre permanecen, en conciencia y materia, como elementos vertebradores de una especie de renovada orfandad, de lo que se hace eco esta palabra poética (voladora). Pero esa orfandad es también jugosamente ficticia, en tanto que el mecanismo imaginativo late constantemente. La piedra y la madre, la materia y el espíritu son los altares (en un sentido estratégico) desde donde lo poético como una dialéctica conflictiva alcanza su cometido: dar vida a lo real, agitar lo existente. Y si dando un salto enorme nos vamos hasta el último de los poemas de su libro La piedra alada, comprobamos, quizá haciendo trampas, su objetivo poético, su juego de significados. Bajo un título desbordante, testamentario, «He dicho», afirma: «Qué rico es ir / de los pensamientos puros a una película pornográfica / y reír / del santo que vuela y de la carne que suda. // Qué rico es estar contigo, poesía / de la luz / en la pierna de una mujer cansada». La piedra alada aparece quizá, entre otras cosas, como gesto irónico (así lo creo) que le permite reírse, tal y como afirma, del santo que vuela. Son evidentes así los límites de su poética e igualmente los espacios de su ironía romántica. Precisamente es comparable esta poética con un texto del poeta norteamericano Wallace Stevens, al que ya nos hemos referido, donde desde una clarividencia incomparable expone su sentido de lo que ha de ser este romanticismo. Escribe: «El poeta romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil», pero esta torre tiene «singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros luminosos de las Salsas Snider, del Jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le sirvan el infecto periódico». Idéntico movimiento es el que permanece, creo, en los motivos poéticos de Watanabe. Una imaginación y una realidad sedimentaria que son capaces de desligarse de sus meros significados para reconectarse de nuevo a una realidad eficiente dispar. La piedra se alza hacia otros espacios. El santo que vuela y la carne que suda. Sin duda lo que alcanza Watanabe, tomando palabras de Heidegger, es que las imágenes poemáticas sean «imágenes en un sentido señalado: no meras fantasías e ilusiones sino imaginaciones como visibles inclusiones de lo extraño en el rostro de lo confiado». O en palabras de Simone Weil «ir de lo creado a lo increado».

Pero queda algo aún por decir. La piedra es alada. Al toparse con esta expresión quizá lo más llamativo sea su carácter incrustado en el ámbito lingüístico de lo inmóvil y pétreo; y sin embargo en ello reside su atractivo. Lo alado tiende al movimiento, a la vida, a la acción; lo alado es exigencia de elevación o descenso, a veces de velocidad, de tránsito y migración; es igualmente un símbolo de lo más elevado y excelso, de nobleza. La piedra por su parte, como hemos insinuado, delimita lo inmóvil, las fuerzas de lo elemental, lo amorfo, lo cesado, aquello meramente sometido a las inclemencias de la naturaleza. La piedra es inerte, sí, y sin embargo desde ella (quizá como texto eternizable del paso del tiempo) es posible, tal como pretende Watanabe, construir una reflexión fronteriza sobre la muerte y su huella, su memoria y su identidad, su registro en la palabra. La piedra fosiliza y registra el paso efímero de la vida en la tierra. En este sentido creo que piedra alada es el mejor sinónimo de lo poético. Me atrevo a decir que para Watanabe la identidad se construye a golpe de esta preciada piedra. E incluso, enredando la madeja aún más, podemos recordar que según el mismo Heidegger toda obra de arte, y por lo tanto, todo poema responde al conflicto mundo-tierra, y cuanto más acusado el conflicto, más verdadera la obra. Así, con la palabra «mundo» Heidegger se está refiriendo a lo que pone el hombre (artista o poeta) en la creación, mientras que con la palabra «tierra» apunta hacia lo que pone la materia misma con la que el artista trabaja. La piedra-alada podría sugerir un movimiento poético (esencialista) de estas características. Curiosamente afirmaba Heidegger «La piedra carece de mundo […] pero forma parte del velado aflujo de un entorno en el que tiene su lugar». Es decir, la piedra como tal es esa tierra, pura materia, carece de existencia temporal, y sin embargo, acabará formando parte de ese entorno, de ese mundo del poeta, en el que el ser tiene lugar. La piedra formará parte de ese mundo existencial que el poeta funda en la palabra.

La piedra y lo alado aparecen como ejes, pero yendo más allá, mucho más, hallamos múltiples precedentes de lo alado: desde la mitología griega hasta las nuevas tecnologías. En cambio, quisiera centrarme en un precedente en concreto como paradigma desde el cual reflexionar y construir esa visión actualizada de lo poético: el precedente que quiero destacar (emparentar) lo hallamos en el Fedro platónico. Lo alado se bifurca, se recrea. ¿Será Watanabe la personificación poética de cierto platonismo? Eso quizá sea exagerado. ¿Será quizá su inversión? Aquí comenzamos.

Leamos a Platón: «Todo lo que es alma se relaciona con lo inanimado y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mimo en virtud de la fuerza de aquélla. […] El poder del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses». Y sin embargo, en el mismo contexto se cuestiona Platón, ¿cómo es que en ocasiones se pierden las alas, cómo es que se tiende hacia la caída en lo material? La respuesta es contundente: «porque el caballo [símbolo platónico de lo noble y elevado] entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo».

En Platón es evidente una preocupación por el alma, por su existencia y sus caminos. Hay un alma que surca las alturas, que no «toca» lo terrestre, que surca las alturas y gobierna todo el Cosmos. Ese es el alma platónico, que vive y re-conoce. Y sin embargo, late en el mismo texto la presencia de otro sentido: lo alado en su descenso. Es decir, aquello que ha perdido sus alas y va a la deriva. Además el alma inmortal, el del gran auriga, que alcanza la cima, será el que alcance a contemplar lo que está al otro lado del cielo. El otro quedará atrapado en lo puramente material, sensible, pétreo. Este planteamiento platónico parece algo evidente dentro de su tratamiento de las dos realidades, o dicho con palabras de Rosset: de lo real y su doble. Entonces, volviendo a lo poético, ¿qué ha sucedido?

Ésta es la pregunta que se realiza igualmente el ya citado Wallace Stevens en 1942 en un texto como El jinete noble y el sonido de las palabras. Allí ante el enigma platónico de las almas aladas, de los carros, caballo y aurigas afirma: «era tan irreal para Platón como lo es para nosotros; sin embargo, él podía entregarse, tenía libertad para entregarse, a este esplendoroso sinsentido. Nosotros no podemos entregarnos. Nosotros no tenemos libertad para esa entrega. […] Al tratar de descubrir qué es lo que se interpone entre la figura de Platón y nosotros, tenemos que aceptar la idea de que, por muy legendaria que parezca, la idea ha tenido sus vicisitudes». Entiende por vicisitudes Stevens, una reducción del sentido de lo imaginativo, a favor de un apego a lo real. En Platón, en la antigüedad, la capacidad imaginística permitía entregarse plenamente a los avatares de un texto. Así, «el resultado es que nosotros –continúa Stevens­­- reconocemos, aun sino llegamos a comprenderlos, los sentimientos que el recio poeta percibe con claridad y fluidez en sus imágenes mentales y que, gracias a su reciedumbre, nos trasmite con claridad y fluidez mucho más que las mismas imágenes. Sin embargo, no nos entregamos del todo. No podemos. No nos sentimos con esa libertad».

¿Será esta idea evolutiva, o mejor, esta inversión del platonismo lo que late en Watanabe? Para vislumbrar —que no resolver— esta cuestión nos detendremos en el poema que precisamente da título al libro «La piedra alada», cuyo último verso, ya lo adelantamos, toma esa forma de una imaginación impedida y apego a lo real al que aludía Stevens como reinvención de lo alado platónico. Dice Watanabe: «batió sin entender / que podemos imaginar un ave, la más bella, / pero no hacerla volar». Mientras en Platón la imaginación activaba el mecanismo poético fundando lo real, Watanabe se mantiene en el cerco de lo puramente poético (que no poesía pura) como acción meditativa e imaginativa. La imaginación permanece impedida como acción vital, pero no como acción poética. La imaginación, frente a la fantasía que implica un sentido pleno de huida de la realidad, supone la puesta en marcha del sentido mismo de la forma dentro de la realidad. Podríamos decir que la palabra poética funda una realidad precisamente porque es una palabra imaginativa y no sólo fantástica. En este sentido la realidad queda ampliada por la imaginación. Crea, así, un nuevo espacio, señala una nueva imaginación. Pero mejor leamos el poema completo

El pelícano, herido, se alejó del mar

y vino a morir

sobre esta breve piedra del desierto.

Buscó,

durante algunos días, una dignidad

para su postura final:

acabó como el bello movimiento congelado

de una danza.

Su carne todavía agónica

empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus

huesos

blancos y leves

resbalaron y se dispersaron en la arena.

Extrañamente

en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,

sus gelatinosos tendones se secaron

y se adhirieron

a la piedra

como si fuera un cuerpo.

Durante varios días

el viento marino

batió inútilmente el ala, batió sin entender

que podemos imaginar un ave, la más bella,

pero no hacerla volar.

Lo alado queda tatuado en la piedra, su dignidad, y hasta cierto punto su intimidad, su historia. Piedra e imaginación son los espacios donde esa vida queda registrada. Poeta y tierra (no el auriga y el cielo) son los enigmas que esconderán ese secreto de lo visible, de la vida. Ahí reside el nuevo sentido de lo alado, como mecanismo imaginativo, no como muestra de una elevación moral, trascendente; no como búsqueda de un alma inmortal. Lo que busca Watanabe, en ese camino abierto por los románticos antes apuntado, es el lugar donde el tiempo (en su huida) de fe de su existencia. Eso que está al otro lado del cielo no le interesa, sino su rastro y memoria aquí. En Platón lo más elevado ha de encontrarse con lo más elevado: alma e inmortalidad. En este caso lo alado muestra el rastro de aquello que no quedará registrado más allá de la palabra, la imaginación y una piedra. La poesía se ofrece así como registro fósil de todo lo visible. Lo que crea Watanabe es un nuevo alma poético donde entran en conexión la piedra y lo alado, imaginación y realidad. ¿Seguimos buscando el poemas de la tierra?, como dijera Wallace Stevens.