martes, 20 de mayo de 2014

UNA TOMADURA DE PELO LLAMADA SALIDA DE LA CRISIS

(Publicado originalmente aquí)

Estamos cansados. Muy cansados, creo, del modo en el que se nos cuenta todo esto. Me refiero a las narraciones que genera la crisis. Narrativa, eso sí, siempre sometida  a la topología, a la idea de que la crisis estrictamente es una caja. Quiero decir: la idea de que la crisis es un sitio, un espacio con una entrada y una salida, con algo así como un input y un output. Y creo que esa narración, que hemos admitido sin rechistar, se nos empieza a hacer pesada. Trataré de decirlo de otro modo. La política conservadora se ha inventado un mundo en progreso, al que los progresistas se han unido. De este modo todos están (estamos) en el mismo barco. Este mundo es algo así como un escenario, y la historia como una película con un único argumento definido por la causalidad, por el antes y el después, por el crecimiento. Se nos dice que entramos en la crisis en un determinado momento y lugar  y que saldremos de ella un día de estos, tal y como salimos del cine. Nos dicen cada semana: próximamente saldremos de la crisis. Y a modo de relato apocalíptico esperamos al día de mañana para que una nave espacial llamada “salida de la crisis” se eleve hasta el planeta de la abundancia. Cuando en los años sesenta se realizó un estudio sobre las sectas más activas, un sociólogo infiltrado se dio cuenta de algo sorprendente. Cuando una predicción de futuro no se cumplía no pasaba nada ya que se generaba otro relato aún más delirante sobre otra datación futura, y, por lo tanto, ninguna predicción realmente fallaba sino que variaba narrativamente, se situaba en otro lugar. Y quizá, hoy, esto nos suene. Ahora bien, la crisis ni es un sitio ni un lugar, ni mucho menos un hogar o una nave espacial. Las políticas actuales, manteniendo esta ficción sobre un lugar, el día de mañana, en el que ya no habrá crisis, tratan de vendernos un futuro como lugar, un futuro irreal que sirve para anestesiar el presente y enturbiar el pasado. El futuro funciona como elemento represor. Terry Eagleton señala que las políticas tanto conservadoras como socialdemócratas en general funcionan escatológicamente vendiendo «a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados». Hace unos meses lo decía el ministro Montoro: «Hay un futuro prometedor por delante y vienen etapas de crecimiento económico».  El futuro, dice el político, es nuestro hogar. Pero no sólo los políticos, hay escritores que se han creído el mismo cuento del progreso, un progresismo que desconecta los hechos. Más aún, no se trata tan sólo de un futuro sino de cómo este futuro se relaciona con el pasado. Muñoz Molina, por ejemplo, reproduce con cierta torpeza este esquema neoliberal, al sostener en su libro Todo lo que era sólido que «obsesionados con la exhumación de fosas comunes no reparábamos en el fragor de las excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalets y bloques de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por alcaldes ladrones, sobre humedales y zonas protegidas de bosque y en los parajes litorales hasta entonces vírgenes y en cualquier superficie en la que se pudieran cavar unos cimientos». Así, una obsesión (quizá no sea la palabra correcta) por el pasado invisibilizó un problema, y por lo tanto esa obsesión nos hace culpables de un futuro terrible. ¿Es tan simple? Decir esto es partir de esa visión de un antes y un después de corte tradicionalista. Evidentemente la fosa común está íntimamente ligada a la burbuja inmobiliaria, al alcalde ladrón, etc. Verlo como dos hechos desconectados, como si fuesen dos fases diferentes de la misma historia, es participar de esa visión neoliberal que invita al olvido.  El mismo Muñoz Molina lo certifica: «En un plazo prodigiosamente breve los españoles pasamos de la dictadura a la democracia, de la pobreza a la abundancia, del aislamiento a los viajes internacionales. Personas que fueron criadas en la escasez y en la penitencia del trabajo han criado a sus hijos en el despilfarro». ¿Qué dictadura con respecto a qué democracia? ¿Qurespectocia? resceto a qu qurturo terrible. ¿Es tan simple? O lo que ya antes provocos vende un futuro mejor, loq ue eblo. Lo qué pobreza con respecto a qué abundancia? La simplificación es evidente. No había alternativas, ya que el relato es uno y único. Estas aterradoras simplificaciones son las que se sitúan en la base de las discusiones actuales.  


Dicho esto, creo que la metáfora espacio-temporal no es necesaria. No existe el progreso. Es más, debemos luchar contra el progreso que se enmarca dentro de esta línea que quiere vendernos un futuro mejor que sólo existe como narración, como ficción, como coacción. Lo decían magistralmente los Sex Pistols: “Si no hay futuro / cómo puede haber pecado”. El futuro funciona como un fetiche, como un arma de control. Admitir que existe el progreso es admitir que hay, al final, una verdad a revelar. Pero no podemos contar con ella, es un lujo que no podemos permitirnos. Ha sido, precisamente, el cuestionamiento de esta idea fetichista del progreso que nos vende un futuro mejor, lo que por ejemplo ha lanzado a los vecinos de Gamonal a la calle. O lo que ya antes provocó la acción de la plataforma anti-deshaucios, etc. Cuestionar el relato del futuro, he ahí el territorio que nos queda. Admitir esto, que no hay un  futuro vendible que nos redima, es lo que lleva a que el pueblo comience su posicionamiento y lo que ha llevado a la gente a visibilizarse como pueblo. Esta negación de ese futuro como sedante ha provocado, a su vez, que los que no tenían voz puedan positivar su discurso. Esta crisis lo que sí ha provocado es que el futuro ya no genere confianza. No hay futuro, ésa es nuestra alegría.

LA EXTRAÑA HISTORIA DEL DR. DELEUZE Y MR. FOUCAULT

(Publicado originalmente aquí)


Gilles Deleuze: Michel Foucault y el poder. Viajes iniciáticos I. Errata Naturae, Madrid, 2014. Trad. Javier Palacio Tauste.

Como en algunas grandes novelas, de pronto el narrador interrumpe la escena y nos habla, y nos mira y nos empuja. Y lo curioso en este caso es que ese narrador tiene un nombre y un apellido altamente reconocido: Gilles Deleuze. En mitad de su narración hace una pausa inesperada, observa detenidamente a sus oyentes, y dice: “un ruego: no fumen, ¿de acuerdo? No fumen hoy, salgan  si quieren a fumar y luego vuelven… Eh, porque… bueno, es una petición”. Puede parecer un momento banal, estúpido incluso, pero me parece que contiene una profundidad sobrecogedora. Deleuze ha fracturado su discurso, lo ha dejado todo en el aire para pedir que no fumen. La mesa, frente a él, está repleta de grabadoras pesadas y ruidosas. Ha escenificado esta ruptura en medio de una clase, pero no de una clase cualquiera sino de una clase cuyo tema es, ni más ni menos, Michel Foucault. Michel Foucault y el poder, que publica estos días Errata Naturae recoge estas clases que Gilles Deleuze impartió sobre el pensamiento de Foucualt durante el curso de 1985-1986. He recurrido al ejemplo del fumar para comenzar esto, y espero volver sobre ello. O no. ¿Por qué volver a Deleuze? O mejor ¿por qué volver a Foucault a través de Deleuze? Creo que esa, así planteada, no es la cuestión. La pregunta quizá sea: ¿necesitamos volver a pensar el poder? Y si así es, ¿no deberíamos volver a Foucault y a Deleuze, por ejemplo? ¿No deberíamos volver a ellos, ponerlos boca abajo? ¿Agitarlos? Y ahí está el acierto de este libro. Necesitamos volver a pensar el poder, la violencia, el lenguaje, las relaciones de poder, etc., y ambos filósofos nos ofrecen varios caminos. Por ese lado está claro, pero por otro lado, este libro es un documento literario inmejorable. En efecto, si por un lado tenemos el problema del poder como marco filosófico, como superficie sería mejor decir, por otro lado, al enfrentarnos a este libro, hay un segundo eje: la amistad. Así, en un diagrama matemático tendríamos, por una parte, el peso del pensamiento (un pensamiento en constante colisión) y, por otro, el peso de la amistad. Y si no me equivoco ésa es la mejor manera de enfrentarse a este asombroso relato, altamente recomendable, que bien podría verse (sumemos una perspectiva más) como una novela de la Francia filosófica post-68, una novela que atraviesa generaciones y que tiene algo, por qué no, de novela de formación. Empecemos por lo último, por el soporte de este libro, por la amistad. Es cierto. La palabra amistad quizá no sea la correcta. Quizá habría que hablar de espacio de relación o de atmósfera. Ambos filósofos se conocieron en la década de 1950. Deleuze era un año mayor que Foucault. Ninguno alcanzaba los treinta años, pero como comentará Deleuze, se conocieron realmente demasiado tarde. La relación entre ellos es de difícil catalogación. Si bien no fue la clase de amistad que mantuvo con Guattari o la que desarrolló con Chatelet, fue, sin embargo, una amistad profunda, una amistad con momentos difusos y extraños, pero siempre marcada por una atmósfera de mutua necesidad. Atmósfera, ésa es la palabra. Deleuze le dedicó muchas páginas y discusiones, como este curso del año 1985, pero Foucault, en igual medida, admiró profundamente a Deleuze. En una ocasión dijo aquello de “un día, el siglo será deleuziano”. Pero más allá de lo anecdótico, le dedicó páginas de admiración al escribir sobre Diferencia y repetición o sobre Lógica del sentido. Asimismo no debemos olvidar que entre los dos, a cuatro manos, escribieron la introducción general a las obras completas de Nietzsche para Gallimard, en 1967 (desconozco si está traducida dicha introducción). Antes, en 1962, Foucault propuso a Deleuze para una plaza en la Universidad de Clemont-Ferrand; plaza que finalmente no le fue concedida. Será en 1968 cuando comiencen a trabajar más de cerca. Ese año, en verano, se le encarga a Foucault que ponga en marcha un departamento de Filosofía, dentro de ese proyecto que fue la Universidad París VIII. Se trataba de “algo” experimental. No habría certificados. No habría exámenes. Foucault recluta, entre otros, a Jean François Lyotard y a su viejo amigo Deleuze, que comienza sus clases en 1969. De hecho se dedicará a la docencia en Paris VIII hasta su jubilación en 1987. Al mismo tiempo Deleuze se unirá al Grupo de Investigación sobre Prisiones (GIP), creado o desarrollado por el propio Foucault. Bien. Es cierto que su amistad se dibuja a lo largo del tiempo, y en un marco no sólo de evolución de su pensamiento, sino también de transformaciones político-sociales, y al mismo tiempo, plena de éxitos (si eso existe en la filosofía) y desencantos (políticos, fundamentalmente). Si rastreamos un poco encontramos un video en la red que es sintomático y que define perfectamente la relación. Le preguntan a Deleuze por su amistad con Foucault, muerto pocos años antes, y el estoico Deleuze se estremece un poco. Sus declaraciones no nos pueden dejar indiferentes, declaraciones que pueden, además, ser la puerta de entrada a esta edición de sus clases. Le preguntan por Foucault, o más bien por su amistad. Deleuze entrecruza los dedos, se mueve en la silla: “Sin duda era el más misterioso para mí. […] Es uno de esos raros casos de ser humano que entraba en una habitación y cambiaba la atmósfera. Foucault no es sólo una persona, por otra parte ninguno de nosotros es una persona, era verdaderamente como si entrara otro aire… como si llegara una corriente de aire especial, las cosas cambiaban, era verdaderamente atmosférico, había una especie de emanación con Foucault, […] una irradiación, bueno, dicho esto, él responde a lo que decía antes, es decir, que no había ninguna necesidad de hablar con él, no hablábamos más que de las cosas que nos hacían reír, casi como si ser amigos fuera ver reír a alguien y pensar (incluso sin tener que decírselo) ¿qué es lo que nos va a hacer reír hoy?, y al fin y al cabo, pase lo que pase nos podemos reír de todas esas catástrofes. para mí Foucault era y es el recuerdo de alguien que… cuando hablo de los gestos de alguien, los gestos de Foucault eran asombrosos, en cierto modo eran gestos de metal y madera seca, eran gestos muy extraños, eran gestos fascinantes, eran gestos muy hermosos. […] Si no captas la pequeña raíz o el pequeño grano de locura de alguien, no puedes amarlo… todos somos un poco dementes, ¿no?”. La risa, la atmósfera, la locura…
En este punto podemos dar el salto. Porque en realidad es algo así como un salto. No es sólo esa atmósfera lo que atrae a Deleuze de Foucault sino ese pequeño grano de locura. Y aquí entran, orbitan, estas lecciones sobre el poder. Ese “poco de demencia” necesario para entablar un golpe, un enfrentamiento con el poder.  Deleuze así, pocos meses después de asistir al entierro de su amigo Michel Foucualt, decide impartir un curso sobre el poder (que, insisto, esconde una lectura del mismo concepto de amistad). Quizá incluso fuese durante el entierro donde se le ocurrió la idea. Deleuze expone en este libro las líneas que vertebran la relación entre el saber (entendido como algo estratificado, medido, formado) y el poder basado no en la violencia sino en las relaciones de fuerza y, por lo tanto, como algo que no se posee sino que se ejerce y, por ello, algo estratégico. Partiendo de esto, el interés del libro se centra en el modo en que el pensamiento de ambos, de Deleuze y Foucault, adquiere voltaje al entremezclarse. Lo que, por ejemplo, en otro momento Deleuze había denominado transformaciones incorporales (el modo en el que ahora soy profesor, luego soy padre, luego vecino y devengo todo esto en formas concretas) se conecta con las formas disciplinares del saber y como este saber se conecta con el poder. Y ¿cómo entender el poder? Deleuze juega con Foucualt, es cierto. En ocasiones lo disfraza, o incluso lo llama tramposo (así define su conocido concepto de “formaciones discursivas”), con el objetivo, no declarado, de hacer trampas igualmente. He ahí otro de los juegos novelescos del libro. Es así una bella novela donde el poder no es sólo el tema sino también lo que discurre en el diálogo entre ambos. El poder es una relación de fuerzas, dice Deleuze, y eso es lo que hay entre ellos, entre nosotros. Pero, vayamos al tema. Poder no es una palabra que tenga que ver directamente ni con represión ni con ideología, ni, mucho menos, con violencia. Oímos a Deleuze: “El poder procede de otra manera. Es represivo en última instancia, sí, cuando no puede recurrir a otra cosa, pero entretanto se las arregla muy bien sin necesidad de ser represivo”. Poder es la distribución invisible de espacios, de normas, de tiempos. Y por eso creo importante este libro hoy. Necesitamos volver a pensar el poder. El poder se ejerce, por ejemplo, a través de una nueva transformación incorporal, el emprendedor, por ejemplo. El poder se ejerce cuando Botín nos dice qué es ser creativo, etc. El saber y el poder son también formas de ordenar la realidad. “Encerrar, cuadricular, alinear, seriar. Son relaciones de la fuerza con mi propia fuerza”, escuchamos decir a Deleuze. He ahí el poder. No en la violencia sino en su invisibilidad ejecutante. ¿Y el papel del intelectual? Frente al universalismo humanista de los viejos intelectuales se sitúa un modo basado en “no hablar por nadie”, sino en dar la voz a través de lo micro, de la acción, de la afección directa. Se trata de luchar contra el poder, y para ello es necesario hacerlo aparecer allí donde se invisibiliza y herirlo de muerte. “Ha terminado la época –dice Deleuze a sus alumnos, que también somos ahora nosotros- en que el intelectual se consideraba el defensor de los valores”. Eso le sirve para enmarcar datos sobre la propia vida de Foucault (maravillosas páginas) donde narra los problemas a los que se tuvo que enfrentar en los setenta para poder trabajar y hacer visible la voz de los presos. Describe Deleuze cómo Foucault recorría cárceles, cómo hablaba con familiares, cómo hacía cola, cómo contactó con Genet o con los Panteras Negras. El poder, por tanto, y ésa es la metáfora que va dibujando hasta el final Deleuze, entendido como el mar, como ese espacio que todo lo tiñe y empapa y que circula entre todos nosotros y que nadie puede llegar a poseer, pero sí a gestionar. Y ahí está el problema, los problemas a los que (hoy) podríamos hacer frente.
Leer Michel Foucault y el poder es la mejor manera hoy de entrar en el interior de una lavadora intelectual y ver desde el interior las formas que operan y desequilibran el mundo. Volver a Foucault. Volver a Deleuze, y volver para darles la vuelta podría ser una interesante tarea filosófica para volver también a pensar el poder. De momento, esta novela, porque creo realmente que puede leerse como una novela, puede leerse como la extraña historia del Dr. Foucault y Mr. Deleuze (o a la inversa, como quieran).