Apuntes sobre:
Lorena Amorós, Abismos de la mirada. La
experiencia límite en el autorretrato último, Cendeac, Murcia, 2005.
Valentín Roma, Rostros, Periférica, Cáceres, 2011
José Antonio Llera, Rostros de la locura. Cervantes, Goya, Wiseman, Abada, Madrid, 2012.
1.
El
cuadro es de 1872. En él aparece la modelo y también pintora Berthe Morisot que
oculta su rostro tras un abanico. El autor es su cuñado Edouard Manet. Esta
obra ha despertado múltiples lecturas desde muy diferentes ángulos. El rostro
velado como negación de la identidad de la mujer en la ciudad moderna, lecturas
simbólico-freudianas, la imposibilidad de Morisot de verse reflejada, etc. Lo
curioso es que Manet pinte de nuevo un cuadro focalizando la mirada no en el
rostro sino en los pies. Lo único que —recordando vagamente la revelación final
de La obra maestra desconocida
de Balzac— ilumina el cuadro, más allá de los tonos oscuros y rojizos del
cuadro, donde se recorta la figura de Morisot. Sin embargo, no cabe duda, es la
imposibilidad de acceder al rostro de la modelo lo que a la vez nos atrae y nos
expulsa del cuadro. Y es que, al menos así lo pienso, un retrato —lo mismo que
un rostro— hace circular su fuerza por ese doble movimiento: mirar y ser expulsados.
Lo hace Manet aquí, pero la misma Morisot lo desarrolla en alguna de sus obras.
Esto es: el retrato como exclusión.
E. Manet, Berthe Morisot con abanico
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Berthe Morisot, Nodriza |
2.
El
hecho de volver sobre estos cuadros tiene como motivación la lectura de tres
libros más o menos recientes, y altamente recomendables. Tres libros que desde
lugares y ópticas diferentes son capaces de mostrar la complejidad inherente a
un tema como el rostro, como el gesto del que mira y es mirado; un tema que
llevado al territorio del arte se transforma en un lugar lleno de pliegues. Un
tema, por tanto, imposible de abarcar en un único intento. El primero de esos
libros es Abismos de la mirada.
La experiencia límite en el autorretrato último, de Lorena Amorós Blasco. Una idea vertebra este
texto: el modo en el que los artistas transfieren la experiencia de su fin a
través de la imagen de sí. Así lo
define la autora: “este ensayo se detiene exclusivamente en la imagen
autorreferencial vinculada a una voluntad de autodestrucción desde distintas
perspectivas artísticas”. Desde esta premisa el libro desglosa la presencia del
“yo último” en las realidades finales de los artistas, y lo hace no con una
puesta en escena de saturación de hipótesis, sino dejando hablar a los artistas. He ahí uno de sus grandes valores.
De este modo, si bien el libro se abre con la experiencia más o menos conocida
de Van Gogh, en seguida nos sitúa sobre la experiencia menos conocida de
Hippolyte Bayard (precursor de la fotografía) y su autorretrato-denuncia “El
ahogado”. Este juego de nombres y obras provoca una tensión en el interior del
libro que hace que pueda leerse como un museo del fin del sujeto. Los casos van
apareciendo: el rostro final de Nicholas Ray a través de la mirada de Wim
Wenders, Francis Bacon y su pro pia descomposición, el accionismo vienes y el
nombre de Rudolf Schwarzkogler, etc. Si nos quedamos un momento con el
malogrado Schwarzkogler veríamos llevar al extremo la relación entre
retrato-rostro-exclusión. Escribe Lorena Amorós: “El rostro —siempre invisible—
que vemos en sus acciones —gracias a los documentos fotográficos en blanco y
negro y color que se conservan— se metamorfosea en una “máscara-venda-trapo”,
cuyo aspecto inquietante celebra en él mismo el triunfo de la muerte”. No mucho
más tarde Schwarzkogler se suicidaría, arrojándose por una ventana. La puesta
en cuestión del yo y la brecha que abre el artista a modo de herida para
mostrar “su final” escenifican la necesidad de ciertos artistas por extremar los
propios lenguajes del arte. De esta forma el autorretrato último no sólo
extrema la experiencia del final del sujeto, sino que deja sus huellas/heridas
en los propios modos y lenguajes del arte. Baste para ello la mencionada —y
abrumadora— sección dedicada al final del cineasta Nicholas Ray a través de la
filmación (y mirada) de Wim Wenders y su Relámpago sobre agua. O la sorprendente y alucinante presencia de G.G.
Allin, figura capital del punk y uno de los grandes de la autodestrucción. Lorena Amorós, sin duda, invita a una
forma diferente de pensar el lenguaje último de los artistas. Hacia el final escribe: “De esta forma queremos
corroborar cómo en todos los ejemplos tratados en nuestro libro […] existe una
afirmación del sujeto, como también, […] una compulsión a la libertad, un
intento agonista de reposeer, de conseguir el dominio sobre las formas y los
significados de su propio ser. Consiguientemente, la idea de autorretrato poco
a ha variado entonces, aunque por el contrario, sí sus formas”. Y es en estas
formas, donde el rostro retorna como disolución, como fin pero también como
deseo y exclusión, donde sigue residiendo el atractivo y el fundamento del
autorretrato. Este libro, este abismo de la mirada —mirada que delata “atracción del abismo”— abre por
lo tanto una gran cantidad de interrogantes para que el lector se abisme a sí
mismo.
Rudolf Schwarzkogler |
Hippolyte Bayard |
3.
Rostros
es el titulo del libro de Valentín Roma. En este caso el enfoque es diferente.
El libro de Roma, en primer lugar, nos pone sobre la duda de su género. Y es en
esa duda —¿ensayo, narración…?—donde hallamos parte del interés propio del
libro: ¿es en sí el rostro un género? De la misma forma que un rostro carece de
un solo modo de ofrecerse, la
lectura de Roma apunta a que no existe un solo modo de enfrente a esa ofrenda
que es en sí el rostro de los demás. El libro se desenvuelve a través de
múltiples escenas. Para empezar al enfrentar dos mundos: la película Faces de
Cassavetes y la obra de Picasso Rafael y La Fornarina observados por el
Papa. Apenas transcurren unos días
entre el inicio por parte de Picasso de ésta y el estreno de la película de
Cassavetes. ¿Qué hilo que no sea la mera coincidencia temporal conecta ambas
obras? La respuesta abre el libro: la cara, su tratamiento, su obsesión, su
reflejo. Escribe: “Todo pasa en la cara, todo es la cara. Cualquier biografía
es, también, una arqueología del rostro, cualquier diagnóstico sociológico es
una reconstrucción facial, cualquier intervención artística es un ejercicio de
anaplastología, cualquier política es una coreografía de expresiones, cualquier
economía es un archivo de desgastes y de arrugas”. Es esta tesela de situaciones
estéticas la que va
desarrollándose a lo largo del libro, como una especie de fascinante
documental. El libro se divide en dos bloques “Caras que se destruyen” y
“rostros que se muestran”. Podríamos decir que lo que une ambos bloques y
construye el hilo del libro es la cara (del otro) que se muestra en la misma
medida que nos desplaza. ¿Cómo se
enfrenta a ello el arte? O dicho con palabras de Roma: “¿dónde encontramos un
pensamiento estético que aborde la contradictoria paradoja que nos expulsa de
lo desmesurado, y a la vez,
reclama nuestra atención hacia él?”.
Y en este punto podemos hallar cierta línea de conexión con Abismos
de la mirada de Lorena Amorós.
Escribe de nuevo Roma: “En este sentido, la desaparición del horror en el arte,
su domesticación a través de la estética, ha traído consigo un nuevo misticismo
frente a las imágenes, que nos empuja a permanecer mudos ante ellas,
inhabilitados para observarlas desde fuera, alimentando su hipotética voracidad
mediante disertaciones intercambiables, un rosario discursivo que no sólo
sacraliza la imagen, sino que también le exprime sus particularidades,
deshidratándola, embalsamándola, paralizándola en la obviedad del asombro o en
el maniqueísmo inflamado”. He ahí
el tema al que se enfrenta Valentín Roma. He ahí el tema, en general. La visión de
puzzle con la que acertadamente el
autor construye el libro nos permite enfrentar realidades opuestas, rostros que
en apariencia pertenecen a sensoria diferentes: Chantal Sébire (enferma de estesioneuroblastoma;
enfermedad que le deformó por completo el rostro, con los consiguientes e
insufribles dolores y que pedía morir) y que el autor pone frente a Marguerite Duras. Pero en el mismo capítulo también
encontramos a Sartre, o a Rembrandt o a Belén Gopegui, y antes a Rancière y a
Edith Piaf y luego, en la sección imprescindible titulada “Injertos”, a Terminator
y a Manet y a Nixon y la calavera
de The Misfits y el no-rostro
de On Kawara, etc., etc. Compone un atlas de rostros, un mapa soportado por el
lenguaje. Pero esta heterogeneidad no muestra —o al menos así lo leo— una
simple búsqueda de epifanías al poner una cosa junto a la otra, sino que muestra el rostro como lenguaje. Lo cual no quiere decir algo así como “te
han dejado la cara hecha un poema”, sino que su objetivo es lograr desplazar el sentido tradicional que tenemos de ver los rostros
según nuestra posición en el mundo. Los rostros se ofrecen más allá de la
disposición sensible donde nos encontremos, más allá del lugar que ocupamos.
Este desplazamiento del rostro —creo— es el tema de Rostros. Los rostros no tienen una sola lectura, pero
tampoco tienen una única identificación con un lugar concreto del mundo. No en
vano Rancière aparece como personaje en el libro, personaje que viene a decir
que el retrato puede servir como “brevísima fantasía de fuga”. Ahora bien, como nos avisa el autor al
final de este libro: “Mirar no es siempre un acto agradable, y observarnos
resulta, en la mayoría de ocasiones, un ejercicio imprevisible de crueldad; no
obstante, acercarse a ciertas instantáneas significa también pugnar con una
agitación que carece de rostro, que ya no está relacionada con lo que vimos y
que, además, ni siquiera tiene nada que ver con nosotros”. Se trata de un libro
lleno de pliegues y de miles lecturas posibles en tanto que puzzle que se
metamorfosea en cada lectura, en cada página; imposible de agotar, en tanto que
libro lleno de rostros.
4.
Rostros de la locura. Cervantes, Goya, Wiseman, de José Antonio Llera comparte con los anteriores
el afán de no mostrarse como un libro cerrado sino como una propuesta de
lectura. El mapa de rostros que nos ofrece en este caso tiene a la
representación de la locura como lugar, como territorio. Si Amorós se acercaba
al retrato extremo y último, y Roma al rostro como eje de reconfiguración de la
mirada, en el caso de Llera el objetivo es reconstruir los modos a través de
los cuales el arte ha diseñado
el rostro de la locura. Para ello se fija en un personaje, don Quijote, en un
pintor, Goya, y en un documental Titicut Follies, de Frederick Wiseman. ¿Por qué estos tres?
Apunta: “Los tres abordan, partiendo de distintas cosmovisiones y estrategias,
una crítica profunda de la oposición binaria locura/cordura o razón/sin razón,
revelándolas como dicotomías artificiales, como convenciones moldeadas por
determinados códigos ideológicos con pretensiones de universalidad”. La
pregunta, entonces, con la que arranca Llera es la siguiente: ¿qué tipo de
locura asola a don Quijote? ¿Es posible su retrato desde la locura? Para Llera
el retrato de don Quijote no puede caer sobre el blando peso de una locura que
se cuelga como etiqueta vacía, fácil y académicamente manejable. Escribe: “Un don
Quijote cautivo, encerrado en una jaula y camino de su aldea, rebate la
afirmación del canónigo según la cual las novelas de caballerías le “habrían
vuelto el juicio” (I, 49). Es evidente que el hidalgo no representa una simple
caída en la sinrazón tras la pérdida de sus facultades. No se produce
únicamente un giro que cancela un estado mental sano para pasar a otro mórbido,
su antónimo, sino que se caracterización como personaje implica una invención
propia de la ironía y del oxímoron, esto es, un diálogo entre la cordura y la
locura, dos interlocutores que hablan al mismo tiempo y cuyos timbres de voz se
confunden”. Es ese fragmento suelto,
ese lugar entre la cordura y la locura, entre la historia y la ficción
literaria, o mejor, la más pura indeterminación de su lugar lo que mejor
retrata —según Llera— la figura de don Quijote, pero por extensión —no ha de
olvidarse— el retrato de Cervantes. Al igual que los rostros entremezclados que
dibujaba antes Valentín Roma, Llera apunta a que el rostro de la locura de don
Quijote viene provocado por el desplazamiento, por la fuga de la imagen que de
él estaba prefigurada. Su
rostro, su locura, es una salida, una fuga de la sensibilidad preestablecida. Se
sale del espacio de sensibilidad representativa que le estaba asignado; sin
olvidar que toda locura entraña escenificación, teatralidad. Es esta
teatralidad la que es puesta en duda, pero igualmente aceptada, en algunas
obras de Goya, por ejemplo La casa de los locos. En este caso, la alegoría y el horror, lo
clasificatorio y lo biográfico, son puestos en escena. Es esta escenografía de
los rostros de la locura la que Llera desarrolla con una gran potencia
documental que soporta envidiablemente su trabajo. Goya y Hogarth, Goya y
Descartes, Goya y el cine de Mark Robson, etc. El autor pone sobre la mesa una
amplia gama de posibilidades de hacer visible el rostro múltiple de la locura. Rostro que llega
a su momento capital —al menos eso creo— cuando se enfrenta al
documental Titicut Follies. Así
lo explica Llera: “Nadie gira loco, nadie danza libre en Titicut Follies (1967), la película-documental de 83 minutos de
duración dirigida y producida por Frederick Wiseman […]. Se acabó la división
erasmiana entre locura que amenaza y una locura didáctica, que divierte. En
Bridgewater State Hospital [donde fue rodada] conviven asesinos psicóticos,
alcohólicos y delincuentes sexuales. Tan sólo dos psiquiatras y un médico han
de hacerse cargo de la atención de 600 internos”. Ante esta situación Wiseman
pone la cámara con el fin de retratar —no estetizar— a los internos. En este
caso no hay catalogación, ni posibilidad incluso de redención. Los internos
vagan y degeneran. Se muestran y
ocultan ante la mirada de Wiseman. Pero igualmente sus rostros son sometidos a la
ridiculización carnavalesca por sus propios cuidadores. La locura —nos advierte
Llera a través de Wiseman— lo absorbe y lo permite todo. Y en este sentido
Llera ha encontrado en Wiseman una consecuencia precisa del rastro y del rostro
de la locura que había partido de don Quijote. El rostro de la locura y de su
reverso. En este caso, el ejemplo es claro. En el documental un preso es
llevado a la institución donde Wiseman rueda el documental que vemos. Este
preso ingresa para un reconocimiento psiquiátrico, pero pronto descubrimos que
se ve envuelto no sólo en la imposibilidad de salir del psiquiátrico (desea
volver a la cárcel antes que seguir allí) sino que se ve atrapado por el
sistema que lo acosa (y desquicia) con medidas represivas basadas en la
medicación totalmente anestesiante. Podemos acabar con un caso paradigmático,
un hecho donde el rostro de la locura se hace más evidente. Veamos. Si en el
libro Abismos de la mirada el
tema del retrato último tenía a Nicholas Ray como modelo de imagen
asfixiada hasta la obsecinidad —a
través del ojo de Wim Wenders—, Llera nos
ofrece un estado similar a través de Wiseman, pero sostenido sobre el abuso de
autoridad. En este caso Wiseman nos ofrece el rostro último de un paciente que
es obligado a comer a la fuerza. Escribe: “El Dr. Ross, de camisa y corbata,
fuma tranquilamente mientras extiende una sábana sobre los genitales con la
frialdad de un verdugo y unta con lubricante la sonda, ante de introducir por
la nariz del paciente”. El
paciente, con una delgadez extrema, es obligado a comer mientras el médico
sigue fumando. Finalmente el paciente no se mueve. Vemos su rostro muerto, su
retrato, y cómo el tanatopráctico sella sus párpados con algodón. He ahí un
retrato último. Es el libro de
Llera, por tanto, un ejercicio impecable de comparación de rostros a
partir de la posibilidad misma de un retrato de la locura.
Imagen de Titicut Follies |
5.
La
pregunta está ahí: ¿cómo hacer cosas con las caras? Sin duda estos tres libros escenifican lugares de
encuentro posibles, y su lectura es un buen lugar para encontrar respuestas, y, al mismo tiempo, para disparar nuevas preguntas. Tres lecturas que no dejan ilesos.