jueves, 22 de noviembre de 2012

CÓMO HACER COSAS CON LAS CARAS. (Tres lecturas)


Apuntes sobre:

Lorena Amorós, Abismos de la mirada. La experiencia límite en el autorretrato último, Cendeac, Murcia, 2005.
Valentín Roma, Rostros, Periférica, Cáceres, 2011
José Antonio Llera, Rostros  de la locura. Cervantes, Goya, Wiseman, Abada, Madrid, 2012.
1.
El cuadro es de 1872. En él aparece la modelo y también pintora Berthe Morisot que oculta su rostro tras un abanico. El autor es su cuñado Edouard Manet. Esta obra ha despertado múltiples lecturas desde muy diferentes ángulos. El rostro velado como negación de la identidad de la mujer en la ciudad moderna, lecturas simbólico-freudianas, la imposibilidad de Morisot de verse reflejada, etc. Lo curioso es que Manet pinte de nuevo un cuadro focalizando la mirada no en el rostro sino en los pies. Lo único que —recordando vagamente la revelación final de La obra maestra desconocida de Balzac— ilumina el cuadro, más allá de los tonos oscuros y rojizos del cuadro, donde se recorta la figura de Morisot. Sin embargo, no cabe duda, es la imposibilidad de acceder al rostro de la modelo lo que a la vez nos atrae y nos expulsa del cuadro. Y es que, al menos así lo pienso, un retrato —lo mismo que un rostro— hace circular su fuerza por ese doble movimiento: mirar y ser expulsados. Lo hace Manet aquí, pero la misma Morisot lo desarrolla en alguna de sus obras. Esto es: el retrato como exclusión.


E. Manet, Berthe Morisot con abanico
Berthe Morisot, Nodriza


 2.


El hecho de volver sobre estos cuadros tiene como motivación la lectura de tres libros más o menos recientes, y altamente recomendables. Tres libros que desde lugares y ópticas diferentes son capaces de mostrar la complejidad inherente a un tema como el rostro, como el gesto del que mira y es mirado; un tema que llevado al territorio del arte se transforma en un lugar lleno de pliegues. Un tema, por tanto, imposible de abarcar en un único intento. El primero de esos libros es  Abismos de la mirada. La experiencia límite en el autorretrato último, de Lorena Amorós Blasco. Una idea vertebra este texto: el modo en el que los artistas transfieren la experiencia de su fin a través de la imagen de sí.  Así lo define la autora: “este ensayo se detiene exclusivamente en la imagen autorreferencial vinculada a una voluntad de autodestrucción desde distintas perspectivas artísticas”. Desde esta premisa el libro desglosa la presencia del “yo último” en las realidades finales de los artistas, y lo hace no con una puesta en escena de saturación de hipótesis, sino dejando hablar a los artistas. He ahí uno de sus grandes valores. De este modo, si bien el libro se abre con la experiencia más o menos conocida de Van Gogh, en seguida nos sitúa sobre la experiencia menos conocida de Hippolyte Bayard (precursor de la fotografía) y su autorretrato-denuncia “El ahogado”. Este juego de nombres y obras provoca una tensión en el interior del libro que hace que pueda leerse como un museo del fin del sujeto. Los casos van apareciendo: el rostro final de Nicholas Ray a través de la mirada de Wim Wenders, Francis Bacon y su pro pia descomposición, el accionismo vienes y el nombre de Rudolf Schwarzkogler, etc. Si nos quedamos un momento con el malogrado Schwarzkogler veríamos llevar al extremo la relación entre retrato-rostro-exclusión. Escribe Lorena Amorós: “El rostro —siempre invisible— que vemos en sus acciones —gracias a los documentos fotográficos en blanco y negro y color que se conservan— se metamorfosea en una “máscara-venda-trapo”, cuyo aspecto inquietante celebra en él mismo el triunfo de la muerte”. No mucho más tarde Schwarzkogler se suicidaría, arrojándose por una ventana. La puesta en cuestión del yo y la brecha que abre el artista a modo de herida para mostrar “su final” escenifican la necesidad de ciertos artistas por extremar los propios lenguajes del arte. De esta forma el autorretrato último no sólo extrema la experiencia del final del sujeto, sino que deja sus huellas/heridas en los propios modos y lenguajes del arte. Baste para ello la mencionada —y abrumadora— sección dedicada al final del cineasta Nicholas Ray a través de la filmación (y mirada) de Wim Wenders y su Relámpago sobre agua. O la sorprendente y alucinante presencia de G.G. Allin, figura capital del punk y uno de los grandes de la autodestrucción.  Lorena Amorós, sin duda, invita a una forma diferente de pensar el lenguaje último de los artistas. Hacia el final escribe: “De esta forma queremos corroborar cómo en todos los ejemplos tratados en nuestro libro […] existe una afirmación del sujeto, como también, […] una compulsión a la libertad, un intento agonista de reposeer, de conseguir el dominio sobre las formas y los significados de su propio ser. Consiguientemente, la idea de autorretrato poco a ha variado entonces, aunque por el contrario, sí sus formas”. Y es en estas formas, donde el rostro retorna como disolución, como fin pero también como deseo y exclusión, donde sigue residiendo el atractivo y el fundamento del autorretrato. Este libro, este abismo de la mirada —mirada que delata “atracción del abismo”— abre por lo tanto una gran cantidad de interrogantes para que el lector se abisme a sí mismo.
Rudolf Schwarzkogler

Hippolyte Bayard




3.


Rostros es el titulo del libro de Valentín Roma. En este caso el enfoque es diferente. El libro de Roma, en primer lugar, nos pone sobre la duda de su género. Y es en esa duda —¿ensayo, narración…?—donde hallamos parte del interés propio del libro: ¿es en sí el rostro un género? De la misma forma que un rostro carece de un solo modo de ofrecerse, la lectura de Roma apunta a que no existe un solo modo de enfrente a esa ofrenda que es en sí el rostro de los demás. El libro se desenvuelve a través de múltiples escenas. Para empezar al enfrentar dos mundos: la película Faces  de Cassavetes y la obra de Picasso Rafael y La Fornarina observados por el Papa. Apenas transcurren unos días entre el inicio por parte de Picasso de ésta y el estreno de la película de Cassavetes. ¿Qué hilo que no sea la mera coincidencia temporal conecta ambas obras? La respuesta abre el libro: la cara, su tratamiento, su obsesión, su reflejo. Escribe: “Todo pasa en la cara, todo es la cara. Cualquier biografía es, también, una arqueología del rostro, cualquier diagnóstico sociológico es una reconstrucción facial, cualquier intervención artística es un ejercicio de anaplastología, cualquier política es una coreografía de expresiones, cualquier economía es un archivo de desgastes y de arrugas”. Es esta tesela de situaciones estéticas la que va desarrollándose a lo largo del libro, como una especie de fascinante documental. El libro se divide en dos bloques “Caras que se destruyen” y “rostros que se muestran”. Podríamos decir que lo que une ambos bloques y construye el hilo del libro es la cara (del otro) que se muestra en la misma medida que nos desplaza. ¿Cómo se enfrenta a ello el arte? O dicho con palabras de Roma: “¿dónde encontramos un pensamiento estético que aborde la contradictoria paradoja que nos expulsa de lo desmesurado, y  a la vez, reclama nuestra atención hacia él?”.  Y en este punto podemos hallar cierta línea de conexión con Abismos de la mirada de Lorena Amorós. Escribe de nuevo Roma: “En este sentido, la desaparición del horror en el arte, su domesticación a través de la estética, ha traído consigo un nuevo misticismo frente a las imágenes, que nos empuja a permanecer mudos ante ellas, inhabilitados para observarlas desde fuera, alimentando su hipotética voracidad mediante disertaciones intercambiables, un rosario discursivo que no sólo sacraliza la imagen, sino que también le exprime sus particularidades, deshidratándola, embalsamándola, paralizándola en la obviedad del asombro o en el maniqueísmo inflamado”.  He ahí el tema al que se enfrenta Valentín Roma. He ahí el tema, en general. La visión de puzzle con la que acertadamente  el autor construye el libro nos permite enfrentar realidades opuestas, rostros que en apariencia pertenecen a sensoria diferentes: Chantal Sébire (enferma de estesioneuroblastoma; enfermedad que le deformó por completo el rostro, con los consiguientes e insufribles dolores y que pedía morir) y que el autor pone frente a Marguerite Duras. Pero en el mismo capítulo también encontramos a Sartre, o a Rembrandt o a Belén Gopegui, y antes a Rancière y a Edith Piaf y luego, en la sección imprescindible titulada “Injertos”, a Terminator y a Manet y a  Nixon y la calavera de The Misfits y el no-rostro de On Kawara, etc., etc. Compone un atlas de rostros, un mapa soportado por el lenguaje. Pero esta heterogeneidad no muestra —o al menos así lo leo— una simple búsqueda de epifanías al poner una cosa junto a la otra, sino que muestra el rostro como lenguaje. Lo cual no quiere decir algo así como “te han dejado la cara hecha un poema”, sino que su objetivo es lograr desplazar el sentido tradicional que tenemos de ver los rostros según nuestra posición en el mundo. Los rostros se ofrecen más allá de la disposición sensible donde nos encontremos, más allá del lugar que ocupamos. Este desplazamiento del rostro —creo— es el tema de Rostros. Los rostros no tienen una sola lectura, pero tampoco tienen una única identificación con un lugar concreto del mundo. No en vano Rancière aparece como personaje en el libro, personaje que viene a decir que el retrato puede servir como “brevísima fantasía de fuga”.  Ahora bien, como nos avisa el autor al final de este libro: “Mirar no es siempre un acto agradable, y observarnos resulta, en la mayoría de ocasiones, un ejercicio imprevisible de crueldad; no obstante, acercarse a ciertas instantáneas significa también pugnar con una agitación que carece de rostro, que ya no está relacionada con lo que vimos y que, además, ni siquiera tiene nada que ver con nosotros”. Se trata de un libro lleno de pliegues y de miles lecturas posibles en tanto que puzzle que se metamorfosea en cada lectura, en cada página; imposible de agotar, en tanto que libro lleno de rostros.

4.



Rostros de la locura. Cervantes, Goya, Wiseman, de José Antonio Llera comparte con los anteriores el afán de no mostrarse como un libro cerrado sino como una propuesta de lectura. El mapa de rostros que nos ofrece en este caso tiene a la representación de la locura como lugar, como territorio. Si Amorós se acercaba al retrato extremo y último, y Roma al rostro como eje de reconfiguración de la mirada, en el caso de Llera el objetivo es reconstruir los modos a través de los cuales el arte ha diseñado el rostro de la locura. Para ello se fija en un personaje, don Quijote, en un pintor, Goya, y en un documental Titicut Follies, de Frederick Wiseman. ¿Por qué estos tres? Apunta: “Los tres abordan, partiendo de distintas cosmovisiones y estrategias, una crítica profunda de la oposición binaria locura/cordura o razón/sin razón, revelándolas como dicotomías artificiales, como convenciones moldeadas por determinados códigos ideológicos con pretensiones de universalidad”. La pregunta, entonces, con la que arranca Llera es la siguiente: ¿qué tipo de locura asola a don Quijote? ¿Es posible su retrato desde la locura? Para Llera el retrato de don Quijote no puede caer sobre el blando peso de una locura que se cuelga como etiqueta vacía, fácil y académicamente manejable. Escribe: “Un don Quijote cautivo, encerrado en una jaula y camino de su aldea, rebate la afirmación del canónigo según la cual las novelas de caballerías le “habrían vuelto el juicio” (I, 49). Es evidente que el hidalgo no representa una simple caída en la sinrazón tras la pérdida de sus facultades. No se produce únicamente un giro que cancela un estado mental sano para pasar a otro mórbido, su antónimo, sino que se caracterización como personaje implica una invención propia de la ironía y del oxímoron, esto es, un diálogo entre la cordura y la locura, dos interlocutores que hablan al mismo tiempo y cuyos timbres de voz se confunden”. Es ese fragmento suelto, ese lugar entre la cordura y la locura, entre la historia y la ficción literaria, o mejor, la más pura indeterminación de su lugar lo que mejor retrata —según Llera— la figura de don Quijote, pero por extensión —no ha de olvidarse— el retrato de Cervantes. Al igual que los rostros entremezclados que dibujaba antes Valentín Roma, Llera apunta a que el rostro de la locura de don Quijote viene provocado por el desplazamiento, por la fuga de la imagen que de él estaba prefigurada. Su rostro, su locura, es una salida, una fuga de la sensibilidad preestablecida. Se sale del espacio de sensibilidad representativa que le estaba asignado; sin olvidar que toda locura entraña escenificación, teatralidad. Es esta teatralidad la que es puesta en duda, pero igualmente aceptada, en algunas obras de Goya, por ejemplo La casa de los locos. En este caso, la alegoría y el horror, lo clasificatorio y lo biográfico, son puestos en escena. Es esta escenografía de los rostros de la locura la que Llera desarrolla con una gran potencia documental que soporta envidiablemente su trabajo. Goya y Hogarth, Goya y Descartes, Goya y el cine de Mark Robson, etc. El autor pone sobre la mesa una amplia gama de posibilidades de hacer visible el rostro múltiple de la locura. Rostro que llega a su momento capital  —al menos eso creo— cuando se enfrenta al documental Titicut Follies. Así lo explica Llera: “Nadie gira loco, nadie danza libre en Titicut Follies (1967), la película-documental de 83 minutos de duración dirigida y producida por Frederick Wiseman […]. Se acabó la división erasmiana entre locura que amenaza y una locura didáctica, que divierte. En Bridgewater State Hospital [donde fue rodada] conviven asesinos psicóticos, alcohólicos y delincuentes sexuales. Tan sólo dos psiquiatras y un médico han de hacerse cargo de la atención de 600 internos”. Ante esta situación Wiseman pone la cámara con el fin de retratar —no estetizar— a los internos. En este caso no hay catalogación, ni posibilidad incluso de redención. Los internos vagan y degeneran.  Se muestran y ocultan ante la mirada de Wiseman. Pero igualmente sus rostros son sometidos a la ridiculización carnavalesca por sus propios cuidadores. La locura —nos advierte Llera a través de Wiseman— lo absorbe y lo permite todo. Y en este sentido Llera ha encontrado en Wiseman una consecuencia precisa del rastro y del rostro de la locura que había partido de don Quijote. El rostro de la locura y de su reverso. En este caso, el ejemplo es claro. En el documental un preso es llevado a la institución donde Wiseman rueda el documental que vemos. Este preso ingresa para un reconocimiento psiquiátrico, pero pronto descubrimos que se ve envuelto no sólo en la imposibilidad de salir del psiquiátrico (desea volver a la cárcel antes que seguir allí) sino que se ve atrapado por el sistema que lo acosa (y desquicia) con medidas represivas basadas en la medicación totalmente anestesiante. Podemos acabar con un caso paradigmático, un hecho donde el rostro de la locura se hace más evidente. Veamos. Si en el libro Abismos de la mirada el tema del retrato último tenía a Nicholas Ray como modelo de imagen asfixiada hasta la obsecinidad —a través  del ojo de Wim Wenders—, Llera nos ofrece un estado similar a través de Wiseman, pero sostenido sobre el abuso de autoridad. En este caso Wiseman nos ofrece el rostro último de un paciente que es obligado a comer a la fuerza. Escribe: “El Dr. Ross, de camisa y corbata, fuma tranquilamente mientras extiende una sábana sobre los genitales con la frialdad de un verdugo y unta con lubricante la sonda, ante de introducir por la nariz del paciente”.  El paciente, con una delgadez extrema, es obligado a comer mientras el médico sigue fumando. Finalmente el paciente no se mueve. Vemos su rostro muerto, su retrato, y cómo el tanatopráctico sella sus párpados con algodón. He ahí un retrato último.  Es el libro de Llera, por tanto, un ejercicio impecable de comparación de rostros  a partir de la posibilidad misma de un retrato de la locura.

Imagen de Titicut Follies

5.
La pregunta está ahí: ¿cómo hacer cosas con las caras? Sin duda estos tres libros escenifican lugares de encuentro posibles, y su lectura es un buen lugar para encontrar respuestas, y, al mismo tiempo, para disparar nuevas preguntas. Tres lecturas que no dejan ilesos.

jueves, 1 de noviembre de 2012

LA MODERNIDAD COMO PROBLEMA (o algo así).


Algunas notas sobre:
¿Qué fue de la modernidad?, de Gabriel Josipovici (Turner, 2012)
El éxito en el arte moderno. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento, de Nuria Peist (Abada editores, 2012)


1.

De sobra es citada (y conocida) la definición que diera Charles Baudelaire del espíritu de la modernidad. En El pintor de la vida moderna escribía: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. No deja de ser interesante cómo esta definición se convierte en la posibilidad misma de cualquier definición posterior de modernidad. La fluidez o la contingencia a la que alude Baudelaire para designar lo moderno acaba por fagocitar al mismo concepto de modernidad. De esta forma la modernidad se convierte en un concepto maleable —fugitivo, contingente— donde cada autor construye las bases de un concepto ajustado a sus intereses. Lo moderno, como tal, se convierte en fetiche intelectual. Como pudo intuir Baudelaire su definición de la modernidad incluía su propio concepto, el cual en manos de la teoría se transformará en mitad contingente mitad inmutable. Hace unas semanas hablaba, al respecto, del caso de Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing, Columbia University Press, 2011) como ejemplo de simplificación y amoldamiento a sus propios intereses del concepto de modernidad. Goldsmith diseña una modernidad que le es útil a su propósito: la modernidad fue un desplazamiento cuyo factor de tránsito fue la tecnología. Para él es así de simple. Goldmisth, por ejemplo, apunta que el impresionismo tuvo como (única) causa la fotografía, la cual empujo a los pintores a desarrollar su obra fuera de la mímesis. Esta torpe simplificación hace suponer que esos pintores sólo pintaban así por esa causa, obviando factores como la academia, los salones, la política e incluso las fantásticas relaciones que algunos de esos pintores tenían con el fotógrafo Nadar (en cuyo estudio llegaron a exponer). Simplificando así la modernidad, reduciéndola a un solo factor, Goldsmith nos viene a decir que vivimos una nueva modernidad donde el cambio en la escritura (y en el arte) tendría una sola causa: Internet. Esta mediofilía simplifica mucho el juego, y para algunos es muy útil. Desde mi punto de vista el problema no reside en la pluralidad de formas de enfrentarse a la modernidad sino en la obsesión de simplificar sus procesos para aclimatar un concepto de modernidad para beneficio teórico propio, como hace Goldsmith, y otros, que ven la modernidad tan sólo como un cajón lleno de formas y estilos. En lugar de poner sobre la mesa la complejidad (su carácter lleno de pliegues) de la modernidad, lo que crea sorpresa es su simplificación.

2.


Dos libros recientes pueden servirnos para pensar la modernidad. Ambos libros, a primera vista, se muestran como opuestos, tanto en sus intenciones como en su escritura, en su autoría e incluso en su función dentro del panorama literario-filosófico, o, en más en general, dentro del panorama de la política literaria y editorial del momento. Me refiero a ¿Qué fue de la modernidad? (Turner, 2012) de Gabriel Josipovici y El éxito en el arte moderno. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento (Abada editores, 2012) de Nuria Peist. Las diferencias son abrumadoras, sin embargo, cabe sospechar la necesidad de algún vínculo al tratar un territorio común. En el caso de Josipovici la idea tutelar de su trabajo es la desconfianza. Desconfianza de que sea posible que la modernidad sea un valor —quizá ésta no es la palabra correcta— o una definición de gran cantidad de productos literarios en la actualidad. Para Josipovici la modernidad es un modo de hacer, y en este sentido, este modo de hacer implica arriesgarse. O dicho de otro modo, para Josipovici la modernidad reside en una experiencia formal que implica una desarmonía interior. En este sentido, la modernidad de Joyce o Kafka, por ejemplo, reside en ese doble riesgo —formal y vital— mientras que para quienes tratan de emular los grandes gestos formales de estos escritores modernos sin pensar ni poner en duda lo que hacen, lo que tenemos es una modernidad manufacturada, reempaquetada. Josipovi piensa en escritores tales como Irene Mémirovsky o Philip Roth, por ejemplo. Ahora bien, Josipovici, a pesar de los esfuerzos por definir la modernidad fuera de lecturas cerradas, acaba haciendo trampa —creo— ya que somete finalmente su lectura a un problema formal. Es decir, toma la modernidad como un problema estrictamente del arte con su medio, esto es, del arte con su soporte. Josipovici hace una comparación curiosa y sorprendente entre los escritores mencionados y el proceso de fabricación de un coche. Escribe: “Como el Citroën DS 19, las obras que acabo de citar […] son objetos manufacturados con esmero,  exquisitamente fabricados para que no percibamos las costuras”. Para Josipovici el ejemplo de Roth es evidente. Para él Pihilip Roth es un escritor tramposo en este sentido, si lo comparamos con los grandes novelistas modernos.  “Claro que ustedes de me dirán —escribe Josipovici—: ¡pero si Philip Roth es un escritor experimental! Escribe novelas en las que aparece un personaje llamado Philip Rorh, escribe novelas con títulos como La contravida, en que juega con la idea de la posibilidad de otros mundos. ¿No tiene que ver eso con la modernidad? // Si tal es su reacción, es que no han comprendido lo que he tratado de exponerles. […] Porque, a pesar de todas las tretas de Philip Roth (torpes trapisonadas en el mejor de los casos) nunca duda de la valía de lo que escribe ni de su destreza para dar con el lenguaje que mejor se ajusta a sus necesidades. En consecuencia, sus obras pueden resultar divertidas, incluso provocadoras; pero solo en la medida en que el buen periodismo puede ser también divertido y provocador”. A pesar, de todo, como digo, para Josipovici el problema capital de la modernidad es un problema de forma y de autenticidad y en esto quizá residen aspectos discutibles, sobre los cuales podríamos extendernos demasiado. En un momento dado, el autor, da con la idea que quiere expresar. Las siguientes palabras forman su idea de modernidad: “El motivo de la desazón de Mallarmé, Hofmansthal, Kafka y Beckett no es otro que la necesidad de escribir, única forma de ser coherentes consigo mismos; pero sabiendo que, al hacerlo, están ofreciendo una falsa imagen del mundo, imponiéndole una forma y otorgándole un significado de los que carece”. En estas líneas parece recoger el autor la línea motriz de su idea de lo moderno. Pero ¿cómo ajustar fuera de esos autores un concepto de modernidad? La modernidad como una lucha constante del artista con su materia de la que trata de extraer algún significado. A su vez, señala que “la perspectiva que habría que adoptar” para hablar de la modernidad, sería la siguiente: “la de considerar la modernidad como un momento en que el arte toma conciencia tanto de su precariedad como de sus responsabilidades; en cuyo caso se trataría de algo que no dejará ya de acompañarnos. Bajo esta óptica, me atrevería a afirmar que la modernidad es nada menos que la respuesta dada por los artistas a ese “desencantamiento del mundo” en que tanto llevan insistiendo los historiadores de la cultura”. Para Josipovici, la modernidad implicaría un problema formal y al mismo tiempo la búsqueda de una salida al progresivo desencantamiento del mundo cuyo culpable es la Ilustración. Ahora bien, no existe un lenguaje ni una respuesta cerradas. Lo que implica un tercer elemento para esa modernidad: la conciencia crítica (o autocrítica). En este sentido Josipovici cita a Barthes, quien afirmaba aquello de que “ser moderno consiste en reconocer que hay cosas que ya no se pueden hacer”. A lo que añade: “Si he de serles sincero, creo que hay determinadas formas de escribir, de pintar o de componer música que “ya no son posibles””. Y no lo son por su propio desgaste, o por carecer de interés, etc. Para Josipovici es en ese territorio de indecisión, de conciencia crítica de donde han de surgir nuevas formas artísticas, y he ahí la modernidad: en la imposibilidad de cerrar las formas. Es muy sugerente la lectura de Josipovci. Pero quizá, por un lado, y desde mi punto de vista, vuelve a simplificar el problema y, por otro, lo simplifica (aunque aparentemente lo quiere complejizar) para tratar de preservar una modernidad tan elevada y pura que quizá no existió así. La historia del modernismo que crea es en ocasiones argumentada de un modo tan lineal y heroico que asusta. Y aunque al final del libro trate de separarse de las teorías formalistas y modernistas de Clement Greenberg parece reproducirlas. Baste leer este fragmento de Greenberg del año 1939 y ponerlo en líneas con las palabras citadas por Josipoivi: “Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinsky, Brancusi, y hasta Klee, Matisse y Cézanne tienen como fuente principal de inspiración el medio en que trabajan. El interés de su arte parece radicar ante todo en su preocupación pura por la invención y disposición de espacios, superficies, contornos, colores, etc., hasta llegar a la exclusión de todo lo que no esté necesariamente involucrado en esos factores. La atención de poetas como Rimbaud, Mallarmé, Valery, Éluard, Hart Crane, Stevens, e incluso Rilke y Yeats, parece centrarse en el esfuerzo por crear poesía”. No deja de ser interesante la aportación de Josipovici, es decir, ¿es posible la modernidad ahora? Sin embargo, su respuesta no despeja las dudas, o al menos, eso creo.

3.

¿Qué fue de la modernidad?, se preguntaba Josipovici. Esta pregunta retorna en los últimos años, tal como hemos visto con Goldsmith o Josipovici, sino también en otros autores como Nicolas Bourriaud o Reinaldo Laddaga. Estos últimos defienden que es posible una modernidad para el presente. E incluso hablan de recuperar el gesto de las vanguardias eliminando de ese gesto la radicalidad, quedándonos, efectivamente, con la superficie del gesto. La vanguardia reducida, de nuevo, a estilo y forma. Bien, muy diferente es el caso del libro de Nuria Peist titulado El éxito en el arte modenro. Trayectorias artísticas y proceso de reconocimiento. Desde un marco historiográfico y sociológico, establece el discurso sobre la modernidad no sobre lo formal o sobre la “inseguridad” creativa, sino que dibuja la modernidad desde el marco del reconocimiento artístico, un reconocimiento que no excluye, ni mucho menos, lo mercantil. Este aspecto ni siquiera asoma en la lectura de Josipovici. Peist parte de las tesis de Allan Bowness, para quien no hay nada de arbitrario en el éxito de los artistas sino que es posible hallar determinadas pautas en los procesos de reconociminto. Estos procesos no se reducen exclusivamente a cuestiones de talento ni de problemas con la forma ni mucho menos con cuestiones relativas al “desencantamiento del mundo”. Muy al contrario, el arte moderno crearía sus beneficios, precisamente, a través de la venta de ese desencantamiento.
    El libro de Peist puede resultar altamente aburrido, sin embargo, a pesar de ese aburrimiento en determinados pasajes, no deja de ser un texto que da al lector intensas cuotas de sorpresa. Siguiendo a Bowness, Peist apunta algo que Josipovici desatiende. El hecho de que la modernidad es también un constructo comercial, destinado a “descubrir talentos”. Lo que nos narra Peist es como, desde el impresionismo, la máquina de la modernidad va desarrollándose cada vez más rápidamente con el objetivo de absorber todo gesto moderno, haciendo de la modernidad un acto de pura visibilidad comercial. Los cuatro círculos de reconocimiento (hacia la consagración) apuntados por Peist son: a) el círculo de los pares, b) el segundo círculo es el de los críticos, c) en tercer lugar estarían coleccionistas y marchantes, y d) finalmente el publico en general, con la introducción de las instituciones estatales como pieza de consagración.
    Para demostrar Peist como funciona la modernidad, elige artistas y tiempos diferentes. ¿Cómo se consagró Manet? ¿Y Picasso? ¿Y Pollock? ¿Y Hockney? Peist analiza a artitas de diversas épocas (estos y otros como Duchamp, Rosenquist o Eva Hesse). Según Peist, el proceso de reconocimiento fuera de la academia que arranca con el impresionismo es la esencia misma de la modernidad. Con el impresionismo surge un mercado que comienza a reconocer y legitimar a los artistas. Esto lo demuestra Peist a través de los precios de venta de sus obras al inicio y como estos precios evolucionan en las primeras décadas del siglo XX. En el caso del impresionismo el proceso de reconocimiento fue bastante lento. Bastante lento si lo comparamos con Picasso, por ejemplo. La tesis de Peist es que “los coleccionistas modernos”, aprendieron rápido la lección y sabían que era posible fabricar un mercado. Viendo la evolución del impresionismo fueron a la caza de “Lo nuevo”, y lo nuevo se construyó como vanguardia. De esta forma Picasso se dejó aconsejar por los marchantes para vender su obra y así desarrollar su proceso de reconocimiento con una celeridad que no se puede comparar con la lentitud con la que triunfó el impresionismo.
     Algunas de las conclusiones de Peist (aunque puedan ser discutibles) nos ofrecen otra lectura de lo moderno, una lectura que, por ejemplo, Josipovici no se plantea.  Frente al modelo de Josipovi donde el triunfo de lo moderno se debe a un estricto luchar con las formas y con la realidad, Peist escribe: “el artista no triunfa por exclusivo mérito propio o por la arbitrariedad de las instituciones. Las circunstancias que lo permiten están relacionadas con el diálogo entre trayectoria personal y mediación, cuyo resultado es la definición de las posiciones y las diversas formas que pueden adoptar los individuos para ocuparlas”. Peist no tiene duda de que —quizá como pudo entrever Baudelaire— lo que entendemos por moderno no es más que producto o mercancía. Escribe: “Pero mi hipótesis es que la mercancía básica que estaba en circulación era el propio concepto de arte moderno. No se trataba de hacer circular una mercancía determinada, de acoger o intentar activar un mercado para los objetos artísticos, sino de estrechar lazos, fortalecer posiciones y colaborar a la construcción del sistema de modernidad. Todos los componentes de este nuevo sistema “militaban” en aras de la consecución de  dichos objetivos”. Para Peist es evidente que previo a todo desarrollo formal de lo moderno era necesario manufacturar mercantilmente una realidad económica que permitiese su desarrollo. Así, “los coleccionistas y marchantes daban sentido a la ruptura artística elevándola a la categoría de obra de arte a través de su reconocimiento y los artistas aportaban la razón de ser de estas primeras elites cultivadas de la modernidad”. Ahora bien, junto a la construcción de esta modernidad era necesaria el asentamiento de una marginalidad confortable. Esta “marginalidad era parte de un sistema en vías de legitimación: allí se elaboraban las opciones estéticas y se maduraban las posiciones. Una vez que los artistas acceden rápido al éxito, estos universos de consuelo son espacios en los márgenes, sin evolución, que intentan ingresar dentro de un sistema ya elaborado y definido. Su función es perpetuar la creencia en la vocación gracias al reconocimiento y a la ilusión de que el acceso al campo de producción artística es posible”. Peist, nos ofrece, pues, otra lectura de lo moderno, con la conciencia de ser otra forma  de aproximarse, otra posibilidad.

       Tanto Josipivi como Peist se enfrentan al mismo hecho, al mismo desarrollo, al mismo fenómeno, dando pruebas de la imposibilidad misma de establecer un concepto cerrado de la modernidad. Imposibilidad, sin duda, feliz.