“¿Es una alucinación de nuestro héroe
deslumbrado por el delirio, un espectro «real», o una persona de carne y hueso?”.
Estas palabras escritas por Freud en 1907 para hablar acerca de un caso patológico
de delirio, pueden perfectamente servir de guía para reflexionar sobre el último
libro de Juan Andrés García Román: La adoración. El delirio se construye no como
algo ilógico, sino, al contrario, como una lógica diferente. He ahí el tema. El
delirio es lo contrario a la carencia de lógica. No se trata
simplemente de orden versus caos. El delirio implica la construcción de otra lógica, otra lógica donde todos los personajes son
pliegues del propio yo, según decía Lacan. Así, es posible leer Hiperión de Hölderlin, con quien creo
este libro guarda cierta sintonía. En cierto sentido, como buen conocedor de la
tradición alemana, García Román nos ofrece un cruce de caminos que se conecta
directamente con el romanticismo de primera hornada. Ese romanticismo que unía
a Hölderlin, Novalis, los Schelgel, etc. Precisamente, en una carta que Novalis escribe al mayor de los Schlegel aquel nos habla de un
poesía “fiel por tanto a las leyes esenciales de su naturaleza, con ello se
convierte por así decir en un ser orgánico cuya entera estructura delata su
origen en lo fluido, su naturaleza originariamente elástica, su ilimitación, su
aptitud para todo. […] Cuanto más transparente e incolora la expresión, tanto más
perfecta será esta poesía en oposición a la prosa decorativa, descuidada y
aparentemente dependiente de los objetos. La poesía parece desistir aquí del
rigor de sus exigencias, hacerse más complaciente y maleable. Pero a quien se
atreva a intentar esta forma de poesía pronto se le hará patente lo difícil que
es realizarla perfecta en dicha forma. Esta poesía expandida es precisamente el
mayor problema del escritor poético:
un problema que sólo puede ser resuelto por aproximación, y que
propiamente hablando pertenece a la poesía superior. Hay aquí aún un campo
inmenso, un territorio infinito en el sentido más propio. A esa poesía superior se la podría
llamar igualmente la poesía del infinito”. García Román ha construido,
precisamente, una tentativa de esta índole. Ahora bien, una tentativa que no
encalla en un remoto romanticismo sino que lo actualiza, dentro de los parámetros
de una tradición diferente. Así, en La adoración se conjuga la historia de múltiples
personajes que podrían ser todos el mismo en un circular sobre la tierra que
tiene su propio soporte lingüístico. Las imágenes se cruzan de un modo que
hacen de ellas elementos capaces de fermentar una historia, que presuponemos
que está ahí, entre los hilos del lenguaje, y que nosotros, como lectores,
tratamos de rescatar. Escribe: “Lo principal es que en mi obra toda la escena
del suicidio sería vista invirtiendo el orden temporal de vida y muerte, río
arriba hasta lograr el triunfo de aquélla sobre ésta”. Ésta es quizá la lógica
del libro. Es la conjunción entre una prosa deslumbrante —llena de hallazgos— y
el transito de ésta hacia la reflexión lo que provoca esa fricción que hace que
la lectura cobre un sobresentido, que nos traslade hacia otro espacio, una
trascendencia. La poesía de García Román es lo más parecido que hemos estado en
la poesía española contemporánea a esa poesía expandida de la que hablaba
Novalis. Una poesía hecha de viajes hacia territorios delirantes. Ahora bien,
esta poesía exige del lector un pacto, una acción previa: la aceptación del daño
que causa introducirse en esa otra lógica que
nos propone. De esta forma, todo comienza con un despertar (“Dicen que desperté
un diez de noviembre, cuando los días se acortan y se acortan”), pero en
realidad ese despertar habría de leerse como un entrar en otro espacio. No se trata
de la dialéctica entre dormidos/despiertos que ya retratase Heráclito, sino
algo más complejo (y delirante). Uno no despierta realmente sino que se
traslada. Es aún más evidente cuando hacia el final leemos: “Ahora me tumbaré y
meteré la mano en el bolsillo. Vamos, mano derecha, pon rumbo al cabo de lazos”.
Es ahí, cuando uno realmente despierta, o entra en eso que llamamos vigilia.
Por lo tanto, en este nivel, el libro supone ese pacto, esa introducción en otra
lógica. Este
libro es una paréntesis donde todo es posible. A esto añadimos la forma con la
que el poeta nos traslada: el lenguaje. Creo que es un poeta que maneja como
pocos el ritmo de la prosa. Y esto es quizá lo que más desconcierta en quien
busca eso que llamamos poesía en este libro. La poesía no se halla en la
poetización (es decir, en el uso de giros del lenguaje) sino en la construcción
del delirio (en el desbaratimento de la configuración poética del lenguaje). En
este caso, a través de 33 capítulos, el poeta nos arroja —ésa era la palabra— a
un espacio sin asideros posibles. Caemos en su interior y somos todos y cada
uno de sus personajes. El tiempo, el espacio, la memoria, el cuerpo, son
configuraciones que el poeta introduce como elementos que dan forma a su
sentido del acto poético. No es cuestión de preguntarse entonces por lo que
pasa en el libro, sino que se trata más bien de la inquietud que genera que en
esta construcción poética algo sucede y no sabemos cómo. Esa operación eleva el libro más allá,
y al lector igualmente. A otro lugar nos llevaría —no hay espacio— analizar las
formas del discurso poético, la trabajada sintonía entre la imagen descolocada
y los procesos lingüísticos, por ejemplo.
En cualquier caso, la
pregunta intratable sería ¿cómo leer La adoración? Y el problema —maravilloso, por otra parte— es
que no hay respuesta. La poesía no
tiene el sentido de lo penetrable sino de lo huidizo. El poema se desata en su
propio acontecimiento como lenguaje.