lunes, 27 de junio de 2011

APRENDIENDO A SER RELACIONAL (O cómo sacar rendimiento artístico a la cafetería de tu barrio)


En más de un lugar hemos podido leer la especulación acerca de las posibles conexiones del movimiento 15-M y la estética relacional. Incluso se ha tratado de ver el 15-M como una obra de arte (relacional, eso sí). Y lo curioso es que puede parecer extrañamente lógico. Las bases de esa estética relacional las señala Nicolas Bourriaud en el glosario que acompaña al libro homónimo. Allí afirma que esta estética es una “teoría que consiste en juzgar las obras de arte en función de las relaciones humanas que figuran, producen o suscitan” y el arte relacional como un “conjunto de prácticas artísticas que toman como punto de partida teórico y práctico el conjunto de las relaciones humanas y su contexto social, más que un espacio autónomo y privativo”. De esta forma nombres y obras como las de R. Tiravanija se imponen como canon de ese arte relacional. Y bajo esta descripción la conexión es evidente.

Sin embargo, no debemos olvidar tras leer esto lo importante, que Bourriaud es un mercader del arte, no un teórico social, ni mucho menos un pensador político. El problema estriba en verlo como teórico, casi como un filósofo, cuando ése no es —ni de lejos— su papel ni su propósito. O mejor dicho, la teoría (su teoría) es el modo de justificar la presencia o ausencia de una serie de artistas a los que él pretender mostrar en sus exposiciones. Ha aprendido perfectamente que la teoría funciona como envoltura, que da caché y así lo desarrolla. Julian Stallabrass en Art Incorporated lo señala directamente: “Bourriaud es un curator y director de espacios de arte contemporáneo. […] Su libro no es una discusión sino una promoción de los artistas que él recomienda”. Así funciona esto. No se trata de poder, es decir, no es que Bourriaud tenga poder sino que posee control, algo capital en esto del arte. No en vano Jeffrey Poe, conocido galerista, lo tiene claro: “el mundo del arte no tiene que ver con el poder sino con el control. El poder puede llegar a ser vulgar. El control es algo más agudo, más preciso. Surge de los artistas, porque es su obra la que determina cómo van a desarrollarse las cosas; pero los artistas necesitan un diálogo honesto con un conspirador. Un control discreto —basado en la confianza—; de eso trata, en realidad, el mundo del arte”. Pues bien, Bourriaud, posee ese control. Pero ¿cómo? En realidad hemos de retrotraernos a la década de 1990. Tras el impasse posmoderno y en un momento en el que el mercado del arte estaba en alza, se necesitaba la incrustación de un modelo nuevo de arte. Si el posmodernismo (con su maleta a cuestas de citas, pastiches, apropiacionismos, etc.) había rechazado la idea de novedad por considerarla moderna, el mercado, por el contrario, una vez más en alza exigía novedad. De ahí —de esa esquizofrenia— procede la estética relacional: de esa necesidad. Hasta mediados de los noventa, el arte tenía un punto central de irradiación a partir del cual se gestaba el arte en todo el mundo. Ese centro era Nueva York (toda vez que París, desde los cuarenta, había reducido su poder, como demostró S. Guilbaut en un conocido libro). Nueva York como centro y sede. De esa centralidad se jactaba incluso un personaje capital en la teoría del arte como Hal Foster, quien en la introducción a El retorno de lo real (1996) se permitía afirmar —sin pudor intelectual— que su libro era “parroquial en ejemplos (yo no dejo de ser un crítico con base en Nueva York)”. Hoy esta afirmación podría causar rubor en boca de cualquier teórico. ¿Es posible visualizar el globalizado campo del arte contemporáneo centrándose únicamente en Nueva York?

Desde mediados de los noventa el mercado se reactiva, en parte, por la emergencia de nuevos coleccionistas procedentes de Asia, Rusia y Medio Oriente. A partir de 2008 —y en medio de la crisis— Nueva York pierde el liderazgo y cede el primer lugar en ventas a Londres. Así lo certifican los informas de Artprice. China pasa a ocupar el tercer puesto mundial y crece de modo importante la presencia de artistas y coleccionistas tanto de ese país como de algunos países árabes. Se alteran, por tanto, las preferencias. De esta forma ascienden las cotizaciones y las ventas de artistas contemporáneos, nacidos después de 1945 y disminuyen los porcentajes del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. En 2008 entre los diez pintores nacidos después de 1945 que más venden, siete son chinos.

Todos estos movimientos producidos en los últimos años fueron objeto de análisis (mercantil) por parte de Bourriaud, para quien era necesario establecer una nueva visión teórica que diera pie a la posibilidad de justificar sus posicionamientos comerciales. El primer paso fue “vender” la estética relacional como algo nuevo, como espíritu de los tiempos; estética entendida como la generación de espacios de encuentro más que la producción de objetos. Ahí encontró su novedad. Luego pasó a la post-producción como forma de reintroducir objetos en el mercado, y finalmente el artista radicante, que es el que mejor encaja actualmente con el modelo mercantil. La idea es no generar transgresión ni incomodidades, sino “producir” obras que no tengan una raíz geográfica (incómoda para el mercado) sino que sean fácilmente exportables (portátiles e interculturales) de una bienal a otra, de una galería a otra sin los inconvenientes del localismo. Es decir, se necesitan artistas (nómadas en todos lo sentidos, tanto estéticos como culturales) que pongan un poquito de su origen nacional, un poquito de la actualidad, que sampleen culturas extrañas y que no se metan en líos políticos. Esta es la formula para el nuevo mercado. Si el comprador es de origen asiático no querrá algo demasiado occidental, por ejemplo, pero tampoco algo en exceso oriental. De la estética relacional al radicante todo tiene el objetivo de vender y no ofender. Ése sería su lema. A partir de ello construye su teoría.

Es curioso como otros teóricos, mucho más solventes que Bourriaud, han desarrollado análisis sobre este indudable fenómeno de lo social en el interior del arte contemporáneo pero han quedado diluidos dada su ausencia de control sobre el mercado, dada su imposibilidad “conspiratoria”. Es el caso por ejemplo Kester H. Grant y sus “Piezas de conversación”, donde habla del papel de la conversación en el arte contemporáneo, o Homi K. Bhabha que se refiere a un indudable “arte de conversación”, o Tom Finkelpearl que reflexiona sobre el “arte público basado en el diálogo”. Estos teóricos y críticos, aún ahondando en algunas cuestiones a las que Bourriaud ni se acerca, han tenido un destino menos “popular” que el del curator francés debido, fundamentalmente, a su menor control y cercanía a las cuestiones del mercado. Ahora bien, sus posicionamientos teóricos y artísticos podrían ofrecer una reflexión mucho más acorde con los tiempos (y posicionamientos mercantiles) que la que se ha desarrollado en la estética relacional.

Creo que el artista Pablo Helguera en su Manual de estilo del arte contemporáneo lo expresa mucho mejor que yo. En la entrada Estética Relacional podemos leer: “Filosofía articulada por el curador Nicolás Bourriaud que ayudó a justificar la tendencia y/o necesidad de artistas y curadores de viajar constantemente por el mundo para implementar su profesión, utilizando a las comunidades locales como su medio. La estética relacional, si bien dependiente hacia la localidad, ha generado asimismo el síndrome de la “vergüenza parroquial”, del artista o curador que comúnmente vive en un pueblo lejano, que no es invitado a ninguna parte para hacer su obra, no tiene la oportunidad de ver exposiciones internacionales, y por tanto no tiene la oportunidad de producir fórmulas culturalmente exóticas que sean relevantes al gran diálogo relacional. La estética relacional es una teoría patrocinada por las fundaciones de arte contemporáneo europeas.” Helguera, sin duda, da en el clavo.

¿Cómo vincular esto con el 15-M? La idea capital es el hecho de haberse provocado un evento, un espacio como el 15-M, de donde ha surgido una serie de relaciones e ideas de carácter político que han pretendido mostrarse al margen de lo que comúnmente se llama lo político. El evento, como tal, se construye como forma de protesta ante una situación social y política donde los ciudadanos se cuestionan el rumbo de su perspectiva como grupo. De esta forma el arranque del movimiento se posiciona como un enfrentamiento coherente ante la constatación de que la clase política se muestra con arrogancia ante los ciudadanos. Ésta es la construcción inicial del movimiento, muy resumidamente. Está claro que la diferencia, a primera vista, con la obra relacional de Tiravanija, por ejemplo, se basa en que éste diseña sus eventos para que en ellos se construyan las relaciones. A diferencia de eso, el movimiento 15-M se constituye por constelaciones, no necesariamente como bloque prediseñado.

El problema surge a posteriori, es decir, en el momento en el cual sí se conectan el movimiento 15-M y la estética relacional. Esto es, cuando ambos se construyen, por un lado como situacionismo low cost y como pseudo-evento. Crear un espacio alternativo al político puede funcionar en un primer momento, pero a la larga se queda como algo exótico, como un atrezzo más del telediario. Manifestarse sin atacar el centro, crear espacios paralelos al mercado no es más que un modo entretenido de juego, pero sobre todo es un modo de solidificar lo que se pretende criticar. Manifestarse por el placer de manifestarse, hacer trueques, talleres de reiki, etc., no es más que provocar heridas superficiales (de provocar algo), formas de entretenimiento que permiten igualmente el fluir del mercado. Algo similar a lo que hacía la estética relacional.

Por otro lado, la previsibilidad del movimiento puede hacer que se convierta en un pseudo-evento. Un pseudo-evento tal como lo define Daniel Boorstin en Image. A guide to Pseudo-Events. Para Boorstin, el pseudo-evento exhibe una serie de características decisivas para su estética: no es espontáneo, sino siempre organizado con antelación o, cuanto menos, solicitado por alguien; está programado con el fin de ser reenviado o reproducido y, con este objetivo, modelado en función de su reproductibilidad en los medios; su éxito es directamente proporcional a la cantidad de atención que en esos medios consiguen despertar. Además, las relaciones temporales implicadas en el evento son ficticias o adulteradas; la información se ofrece como si fuese ya parte del pasado y de la historia; su relación con la realidad es intencionadamente coyuntural y ambigua y su interés viene determinado precisamente por tal incertidumbre. Estos parámetros marcados por Boorstin en los años sesenta podrían perfectamente encajarse en lo que ahora ocurre. Es decir, en el modo en que un movimiento se diluye en los medios hasta formar parte de su paisaje. En eso sí que se enlazan la estética relacional y el 15-M: crear espacios para el diálogo, eternamente asamblear (como el Frente Popular de Judea) con el fin de generar relaciones sociales.

La pregunta es la misma que le que plantea Claire Bishop a Bourriaud, ¿qué clase de relaciones produce el arte relacional? Para Bishop la impostura democrática de la estética relacional parte del hecho de que se trata de obras políticas “en el sentido más vago de promover el diálogo sobre el monologo”. Dialogar en lugar de monologar no asegura ningún cambio. Porque no debemos olvidar que uno de los objetivos de Bourriaud, el más ñoño sin duda, es “inventar formas de estar juntos”. ¿Puede ser algo tan naif un objetivo estético, artístico, social y político?

sábado, 25 de junio de 2011

NOTA APRESURADA SOBRE EL PAQUETÓN DE CRISTO




No es hasta el siglo XVIII cuando gracias al desarrollo de la burguesía surge eso que llamamos “artista”, artista en el sentido de genio creador. Esto no es nada nuevo. Como se sabe, hasta ese momento, los artistas eran meros artesanos, trabajadores a sueldo que cumplían órdenes (como el herrero o el zapatero). Debían ejecutar lo que se les imponía. En este sentido la capacidad técnica era el marco que cifraba las posibilidades del artista/artesano. Por otra parte, el universo creativo, basado en las posibilidades de la imaginación, quedaba plenamente cerrado para estos artistas. A su vez, ese sometimiento tenía otro lastre: el poder de la poesía sobre la pintura. O mejor dicho, el hecho de que las artes debían tener un basamento lingüístico que determinara la obra. Así se justifica la cantidad de obras, por ejemplo, que se basaban en escenas bíblicas tales como la de Judith decapitando a Holofernes. La Biblia era el libro de referenia para el pintor. Cientos de representaciones de esa escena recorren la historia del arte. lo único que podía hacer el artista era variar elementos de carácter técnico, o de elección de la escena (antes o después de cortar la cabeza de Holofernes, para seguir con el ejemplo), pero poco más. De esto, precisamente, se había quejado Leonardo Da Vinci, es decir, del triste sometimiento del pintor a la literatura, algo deleznable, según Da Vinci, en tanto que la cultura visual es muy superior a la escrita. Así lo escenificaba Nicolas Poussin: “la novedad en la pintura no consiste principalmente en un tema nuevo, sino en que disposición y expresión sean acertadas y nuevas y así el tema de ser común y viejo, se convierte en singular y nuevo”.

Pero veamos otra perspectiva: la lectura que lleva a cabo Leo Steinberg en Sexuality of Christ in Renaissance Art and Modern Oblivion. Según Steinberg, los pintores llegaban a encontrar su espacio “imaginativo” a través de las ausencias en el relato bíblico. Ausencias de elementos ordinarios, que el relato escrito no detallaba pero que eran centrales para la composición pictórica. Un pintor debía conocer cada milímetro del cuerpo representado. Así, el trabajo de Steinberg se refiere a una gran cantidad de cuadros renacentistas en los cuales los genitales de Cristo están perfectamente definidos y exhibidos. Según Steinberg, hay un absoluto olvido en la literatura artístico acerca de los genitales de Cristo. Por ello afirma que “debemos reconocer una ostentatio genitalium”. Sostiene que durante mucho tiempo el asunto ha aparecido como inmencionable bajo ciertas perspectivas. Por ello señala: “Seguramente los hombres que pintaron estos cuadros, inventando nuevas variaciones sobre el motivo de la exposición, sabían de lo que trataban, pero no lograron encontrar referencias al asunto en los escritos”. El tema era simple, en principio: ¿cómo era el “paquetón” de Cristo? Este parece que habría sido un tema de discusión entre pintores durante siglos, pero que ellos mismos callaron por miedo a represalias. Es decir, debían pintar a Cristo según las escrituras, pero ¿dónde se reflejaba en las escritoras su ostentatio genitalium o cómo se cortaba el pelo, o si se mordía las uñas? Creo que este fragmento de Steinberg es clave:

“Debemos tener en cuenta que los artistas del Renacimiento, comprometidos por primer vez desde el nacimiento del Cristianismo con modos de representación naturalistas, eran el único grupo dentro de la cristiandad cuyo oficio requería que dibujaran cada centímetro del cuerpo de Cristo. Hicieron preguntas íntimas que no se traducen bien en palabras, al menos no sin faltar el respeto: por ejemplo, si Cristo llevaba las uñas cortas, o si se las dejaba crecer más allá de las puntas de los dedos. La trivialidad irreverente de tales inquisiciones está al borde de la blasfemia. Pero el artista renacentista que no tenía fuertes convicciones sobre este tipo de tema no estaba capacitado para dar forma a las manos de Cristo –ni a sus genitales. Ya que incluso cuando el cuerpo estaba parcialmente cubierto, había que tomar una decisión sobre cuánto tapar; si pintar una tela colgando o dejarla volar como un estandarte; y si el taparrabos utilizado, opaco o diáfano, debía mostrar u ocultar. Sólo ellos, los pintores y los escultores, tenían el cuerpo entero de Cristo en el ojo de la mente”.

El artista visual no podía obviar estos elementos, mientras que el escritor podía jugar con sus palabras para que esta necesidad de hablar de eso se esfumase. El pintor del renacimiento jugó, por lo tanto, un papel fundamental en nuestra construcción simbólica y en nuestro imaginario de Cristo. Fueron ellos los constructores silenciosos de su imagen, pero la pregunta sigue en pie, y es difícil de responder.