lunes, 31 de enero de 2011

TRES TESIS DIVAGATORIAS SOBRE DAMIÁN TABAROVSKY (Y SU LITERATURA DE IZQUIERDA).


Leo Literatura de izquierda de Damián Tabarovsky publicado en España por la editorial Periférica. En realidad, el mismo acto de lectura me deja una extraña sensación. Por una parte —aunque no me gustan este tipo de afirmaciones— es un libro que todo escritor o aspirante a ello debería leer antes de escribir una sola línea, antes de escribir un solo verso. Un libro que debería estar sobre la mesa de trabajo del escritor en ciernes. Es un libro que debería preescribirse en las escuelas de escritura, aunque en realidad es un libro que desearía que estas escuelas estallaran en una gran deflagración del sistema literario. Por otra parte, es un libro fascinante. Fascinante para estar de acuerdo, pero sobre todo fascinante para estar en desacuerdo. ¿Qué nos podemos encontrar en Literatura de izquierda? Si buscamos aquí y allá acerca de este libro, si preguntamos, lo primero que leemos y nos cuentan es que es una diatriba contra la literatura o cierta literatura argentina de los últimos treinta años. Que si no deja títere con cabeza. Que si Borges, que si Copi, que si este sí, este no, etc. Y sí es cierto. Es todo eso. Pero en realidad quedarse en eso es quedarse en lo superficial del libro. En realidad, lo que creo importante de este ensayo no es eso, es decir, la lectura de lo argentino como marca literaria, sino lo que soporta esa reflexión. Y es ahí el momento en el cual podemos entrar en diálogo con el siempre dialogante Tabarovsky. Un diálogo o contradiálogo donde son muchas las cuestiones puestas en suspenso. Pero, insisto, ¿qué es Literatura de izquierda? En realidad es difícil dejarlo cerrado en un esto o aquello, en un simple gesto de aceptación o de negación. Podemos, y es adonde quería llegar, describir o anotar tres tesis del libro que me parecen sugerentes para la discusión hoy.

Tesis 1: La literatura de izquierda defiende el lenguaje, como lugar de tensión y conflicto para el escritor, frente al mercado y la academia, sometidas ambas a lo que llama “voluntad del capitalismo”. Escribe: “No busca [la literatura de izquierda] inaugurar un nuevo paradigma, sino poner en cuestión la idea misma de paradigma […] Es una literatura que escribe siempre pensando en el afuera, pero en un afuera que no es real; ese afuera no es el público, la crítica[…], otros libros”. Entonces, ¿dónde situar esa literatura escorada, excéntrica? Esta literatura de izquierda “está escrita por el escritor sin público, por el escritor que escribe para nadie. […] Esta literatura no se dirige al público: se dirige al lenguaje”. Esta es la tesis fuerte. Defiende la figura del escritor frente a la figura del “publicador de libros”, defiende la comunidad inoperante, la búsqueda de otras zonas discursivas, un más allá de lo realmente existente, frente a la omnipotencia del mercado y la academia. ¿Es imperdonable el existo para un escritor? Respuesta: sí.

Tesis 2: En realidad esta tesis se conecta con la anterior. A pesar de insistir en que el problema de fondo no es el clásico enfrentamiento argumento frente a lenguaje (p. 21), afirma una y otra vez que la literatura, la literatura de izquierda que defiende y propone, es la que sospecha y trata de desactivar la literatura como argumento en tanto que esta literatura de argumento se basa en la idea de que el lenguaje es comunicación y por lo tanto es un reverso de la literatura radical que propone. Frente a la literatura de lo bello y agradable, propia de la literatura de mercado, propone la salida a través de lo sublime.

Tesis 3: Para Tabarovsky el problema se halla en que el mercado y la academia, sometidos a la fe del capitalismo, desactivaron el potencial del lenguaje de la vanguardia, haciendo inútil la experimentación. Para Tabarovsky las posibilidades de la literatura hoy pasan por una especie de retorno (imposible) a las vanguardias.

Estas son algunas de las tesis incluidas en el libro. Vayamos sobre ellas.

Tabarovsky considera que la palabra público designa una pieza más del mercado y por lo tanto es perfectamente prescindible para la literatura, pero sobre todo para el escritor. Pero esta tesis —que trata de recoger una tesis anterior sobre el lenguaje de Deleuze incluida en el texto “Literatura y vida”— encierra el peligro de luchar contra un fantasma de humo: el público como un objeto único, como un personaje unidimensional, reconocible en una foto fija, maleable, mercadeable. No es posible un escritor sin público, así lo veo. O dicho de otro modo: dirigirse al lenguaje —como destino— no quiere decir que no haya otro, no quiere decir que se excluya o se sacrifique al otro. La suya parece una postura romántica en tanto que como “todo romanticismo postula un sacrificio” (Adorno). Creo que la figura del otro sería la imagen correcta. Frente a la cosificación de la palabra público la ambigüedad indeterminada del otro. Sería posible en este sentido crear lo que el mismo Deleuze denomina “zona de vecindad”, donde el escritor, el lenguaje y el otro se encuentren creando o “inventando un pueblo que falta”. Obviar a ese otro es obviar la literatura como efecto y quedarnos con la literatura como causa, algo irreal, poco sano, neurótico. Por otra parte, insisto, no creo en la existencia de un lenguaje ausente —ensimismado— como territorio literario, o que este lenguaje sea la salida discursiva frente al mercado. Al contrario, el lenguaje necesita cumplir su carácter viral —trastocando palabras de Platón— para instaurarse en el mundo. Quiero decir que el lenguaje como literatura sólo existe en tanto que hay otro que lo recibe. Esto es visualizable en la poesía. No existe el lenguaje poético —de un modo independiente, separado— sino a través de la aceptación, del pacto, entre el lenguaje, el poeta y el otro. Hace poco un poeta hablaba de la imposibilidad de ver la poesía como producto, pero ¿es posible? ¿Existe algo que no sea producto? Según Tabarovsky sí: la escritura radical, la literatura de izquierda: “Que el presente llame literatura a toda una serie de productos, no afecta a las formas expresivas más radicales, simplemente acrecienta su soledad”. Contrapongamos estas ideas de Tabarovsky con un texto de Marx: “el consumo es igualmente y de manera inmediata un modo de producción; así como en la naturaleza el consumo de elementos y sustancias químicas es producción de la planta”. Y añade: “un vestido no se vuelve un vestido real más que en el acto de llevarlo puesto; una casa real no es rehecho una casa real” (Introducción a la crítica de la economía política, 1857). Una novela no leída no es una novela real. Un poema no leído no es un poema real.

En otro momento insiste en que si el escritor escribe para nadie (“Sucede que la literatura se opone al libro. Es cierto: se escribe para ser leído. Pero leído por nadie”), y que si el lenguaje es su comunidad (inoperante) sin público, es evidente que la argumentación, dado su carácter comunicativo, es otra forma de mercado, de voluntad capitalista. Sí. Puede ser cierto. El argumento como lastre desde la Poética de Aristóteles, sería el tema a cuestionar. (Inciso: argumentación no es lo mismo que comunicación, es imposible no-comunicar, según Paul Watzlawick). La literatura de mercado ha centrado sus posibilidades hacia un tipo de novela comunicativa, bien escrita, con un argumento bello y agradable. Sí. Es cierto. La novela como medio, no como fin. La novela incluso como vía hacia la ética. Escribe: “Son todas novelas bellas, agradables: no molestan a nadie”. Lo bello. Lo agradable. Y si seguimos a Kant —como hace Tabarovsky— acabamos en lo sublime. ¿Lo sublime? ¿No había categoría más romántica y conservadora? ¿No señala en determinado momento que quiere huir de lo romántico? Ahora bien, hábilmente defiende un sublime diferente, bajo, un sublime de las cosas ínfimas, que ya hallábamos en Emerson, y antes en el sublime ridículo de Jean Paul, pero mucho, mucho antes en Edmund Burke, que hablaba en 1757 de lo sublime en lo microscópico y de las palabras capaces de afectar sin dar lugar a imágenes argumentativas. Ese sería su sublime. Sin embargo, lo que sorprende, y mucho, es que recurra exclusivamente a lo sublime kantiano para salir de la apuesta de M. Nussbaum, por ejemplo, cuando en realidad ambos dicen lo mismo. Para Kant lo sublime sólo sirve para insinuar ideas morales. Kant es quien introduce la moral heroica en lo sublime. Escribía Kant: “sin desarrollo de ideas morales, lo que nosotros, preparados por la cultura, llamamos sublime, aparecerá al hombre rudo sólo como atemorizante. […] No se puede pensar bien un sentimiento hacia lo sublime de la naturaleza sin enlazar con él una disposición del espíritu semejante a la disposición hacia lo moral”. No es Kant, es Burke quien es asumible ahora, tal y como supieron ver Zagajewki y antes Lyotard y antes Barnett Newman (The sublime is now, 1948).


Y en tercer lugar, la idea de un retorno a la vanguardia. Escribe: “Lo insoportable de nuestro tiempo no es sólo que la vanguardia, en su dialéctica, haya desembocado en mercado, sino la casi imposibilidad de ser hoy vanguardia”. Este es uno de los puntos problemáticos. ¿Qué vanguardia? La apuesta de Tabarovsky en este punto es extraña: la abstracción. La abstracción como lenguaje introyectivo, sin público. Curiosamente, y como resumen, la cuestión es ¿por qué la abstracción? La abstracción como superación del lenguaje comunicativo, como destrucción del sentido representacional, señala, pero más allá de eso “la abstracción es un modo radical de concebir el arte y sus efectos”. “Eliminar lo real, a eso llamo abstracción”. Y ¿en qué artistas piensa? Sorpresa: Frank Stella, Rothko, Barnett Newman… ¿Cómo? ¿Por qué este retraso? ¿Por qué este regreso a artistas que según Tabarovsky “crean la posibilidad […] para una crítica a los valores humanistas […] sin por ello sucumbir a la dominación técnica, o al mercado”? Estos son algunos de los criterios del autor. Pero ¿Stella, Rothko, Newman? ¿No hay una clara descompensación temporal (y espacial) entre nuestra actualidad y la suya? Y, por otra parte, ¿que no sucumben al mercado? Dejemos este camino. Sin embargo, sí hemos de señalar que la opción por la abstracción es en realidad una opción más bien conservadora, y él es consciente. Benjamin H. Buchloh lo demostró perfectamente: los vanguardistas fueron los primeros en desactivar la vanguardia. Es decir, la vanguardia como experimentación, como fractura, no es la abstracción. La abstracción fue la salida de los pintores para alcanzar el mercado, curiosamente. Y de esto es muy consciente Tabarovsky: la abstracción hoy es decoración. Ahora bien, él pretende rescatar el sentido radical de descarte de lo real de la abstracción. ¿Existe eso? ¿No es eso aún más conservador tratar rescatar la pureza de la abstracción? No olvidemos que Rothko y compañía proceden del realismo de New Deal post-depresión y que sólo pasaron a la abstracción, mediados los cuarenta —tras la entrada de USA en la II Guerra Mundial— cuando les dijeron que ser realistas era como ser comunistas (S. Gilbaut), y que si querían triunfar y vender, el realismo no era el camino, que el camino era una especie de vuelta al misterio espiritual y solipsista (bien remunerado), tipo romanticismo no figurativo. Es más, tanto Newman como Rothko se declararon románticos en la venta de su producto. Por otra parte escribe Tabarovsky: “La abstracción no funciona por eliminación (de lo real). Al contrario, la abstracción se produce como un exceso […] (de lo real)”. Entonces, ¿qué tiene esto que ver con Rothko, por ejemplo? Saturación. Exceso. Descarte. Dejar en suspenso. Con estas palabras pretende definir la abstracción como superación de lo figurativo y representacional. Pero ¿es así? Como deja entrever Hal Foster en el Retorno de lo real la representación sólo es superada a través del ejercicio de la representación misma. Sólo con un exceso, sí, pero de representación, se supera la representación argumental y figurativa, no a través del descarte. La repetición incesante como superación de la representación: ésa es, desde mi punto de vista, la salida a la representación. Warhol como superación de la representación. La apropiación de la figura para vaciarla. Una palabra pierde sentido cuando la repetimos miles de veces no cuando dejamos de pronunciarla. ¿Por qué Tabarovsky opta por un retorno de lo nuevo en la forma de la abstracción como descarte (¡¡¡a través de Klein¡¡¡, por ejemplo, un fascistoide de cuidado) y no a través de Marcel Duchamp o de Warhol? Sencillo: Duchamp necesita del otro. Recordemos estas palabras incluidas en El acto creativo: “En realidad, el acto creativo no lo lleva a cabo el artista por sí solo; el espectador también contribuye ya que es él quien pone la obra en contacto con el mundo externo al descifrar sus características internas”. Años después, en 1968, Roland Barthes lo tomaría, haciéndolo clásico, del siguiente modo: “Un lector constituye el espacio en el que se inscriben sin excepción todas las citas que componen un escrito; la unidad de un texto no reside en su origen, sino en su destino”.

Aquí lo dejo… Como Tabarovsky —y como antes Gombrowicz— creo en lo inconcluso, en lo que queda en suspenso. Sólo una cosa, una petición: lean este libro. No dejará indiferente. Léanlo si piensan en dedicarse a escribir, léanlo si llevan escritos cuarenta libros, o dos o veinte. Léanlo si llevan diez años en una escuela de escritura o si están a punto de matricularse o si son profesores… Léanlo, se lo ruego. Yo comienzo ahora mi segunda lectura.

lunes, 10 de enero de 2011

EL ARTE DE LOS EFECTOS. PALABRAS, IMÁGENES. (A PARTIR DE UN ARTÍCULO DE PATRICIO PRON)


En el año 1939, unos cuantos años después del dadaísmo y cuando el universo pop quedaba aún muy lejos en el horizonte, Clement Greenberg escribía su conocido trabajo “Vanguardia y Kitsch”. En aquel artículo Greenberg se preguntaba algo que hoy nos sonrojaría por su ingenuidad: cómo es posible que una misma civilización produzca “dos cosas tan diferentes entre sí como un poema de T.S. Eliot y una canción de Tin Pan Alley, o una pintura de Braque y una cubierta de Saturday Evening Post”. Resumiendo: lo que le asombraba al bueno de Greenberg es cómo era posible que algo que provenía directamente de la orbe del capitalismo, es decir la producción visual (burguesa) de la cultura de masas, se comenzase a entrometer en la vida cotidiana y adquiriese un papel mayor que la verdadera cultura (el arte de vanguardia). Sí. A nuestros ojos puede parecernos elitista la visión de Greenberg, pero lo que ocurre es que comenzaba a visualizar lo siguiente: si la cultura de masas, sometida a la fe de la imagen, gustaba de los efectos estéticos y expresivos del arte (pero no de sus procesos) podría ocurrir que en el futuro el arte deseara adquirir los efectos de la cultura de masas, es decir, los usos capitalistas de distribución, mercantilización y promoción de lo que otros filósofos de la época comenzaron a llamar la “hollywoodización del arte”. Y así fue. Pero esa sería otra historia. Los artistas han necesitado de estos mecanismos de distribución del yo o de gestión del sujeto artístico. La lista sería demasiado larga. Sin embargo, salvo excepciones, parecía que la literatura (y sobre todo la poesía) permanecía ajena a estos procesos de visualización. Y por ello, quizá, Greenberg cite a un numero mayor de escritores que de artistas visuales en su texto. ¿Puede la literatura “venderse” del mismo modo? Curiosamente, más de setenta años después, la pregunta se invierte, ¿puede existir un escritor sin los efectos de la cultura de masas? La literatura necesita urgentemente de la imagen, pero no de cualquier imagen. La época de la imagen del mundo, que diría Heidegger, exige una imagen eficaz y eficiente, donde la tecnología sirva de soporte. De esto hablaba precisamente Patricio Pron en un reciente artículo en el “ABC cultural” titulado “Promoción, renovarse o morir”. Un artículo, sin duda, de necesaria lectura. En el artículo en cuestión encontramos dos partes bien diferenciadas. La primera, un tanto superficial en la que narra a modo de recuento como diversos artistas parecen haber descubierto que hacer cosas más allá de los libros mola, y una segunda parte profunda y muy sugerente donde reflexiona con mayor interés sobre los problemas que ello conlleva. Como resumen de esa primera parte que puede entenderse como catálogo de formas de hacer comparemos estos dos textos:

a) En el escenario de una taberna llamativa, abigarrada de cosas y atestada de gente hay varias figuras fantásticas y peculiares que leen sus poemas y gritan. La gente alrededor de nosotros está gritando, riendo y gesticulando. Nuestras respuestas son suspiros de amor, retahílas de hipos, poemas, mugidos, maullidos. Mientras alguien lee sus poemas otros pintan. Y otros con máscaras y música de fondo gritan sus textos”

b) “Alguien grita sobre un escenario, alguien gime, dos personas leen sus textos mientras sobre sus rostros se proyectan imágenes de carreteras, alguien ordena cocinar cabezas de cerdo y otra persona finge realizar una intervención quirúrgica”.

En apariencia dos textos similares. El problema (de ser un problema, que no lo creo) reside en que el texto a está escrito en 1916 por Hugo Ball y el b por Patricio Pron en 2011. Casi cien años separan un texto de otro. Pero como señalaba antes esto no rebaja el interés ni la sugerencia del texto de Pron, al contrario. La diferencia radical entre el texto a y el texto b se sitúa en el efecto comercial de lo visual, que es de lo que hablaba Greenberg y sobre lo que nos trata de poner sobre aviso Pron. En la segunda parte del texto se adentra en esta diferencia. En el dadá el nihilismo capitaneaba toda acción en tanto cuanto no había una finalidad determinada, mientras que en la actualidad, como bien visualizó Greenberg, el escritor busca el efecto por el efecto con el fin determinado de hacerse visible. Y esto lo retrata perfectamente Pron: “en un marco en el cual los escritores parecen tener interés en cosas distintas de la literatura, y en el que la escritura es vista en algunos casos como un escollo para la obtención de visibilidad pública […] los escritores han diversificado sus actividades no sólo a raíz de la percepción de que la literatura ha perdido su combate imaginario contra la cultura audiovisual, sino también porque han interiorizado las reglas del capitalismo tardío”. Videos promocionales, performances, eventos, etc., atraviesan como un huracán la agenda de muchos escritores, necesitados de ese universo paralelo. Como bien señala Pron, “ya no es el libro lo que posibilita la existencia social del escritor, sino éste el que hace posible la de los libros; el escritor ha comenzado a funcionar a la manera de ciertas fábricas que periódicamente necesitan sacar al mercado un nuevo electrodoméstico o un nuevo coche para no devaluar su “valor de marca””. Y finalmente Pron propone una cuestión clave: si no será que todo este entramado de acciones no es muestra evidente de la claudicación de la literatura, “la aceptación acrítica por parte de algunos del supuesto triunfo de lo audiovisual sobre la cultura letrada”. La pregunta, en cualquier caso, está en el aire, y quizá sea irresoluble. Ahora bien, lo evidente, ante esta marejada de acciones visuales de promoción por parte del escritor, no es una respuesta que diga todo esto es bueno o todo esto es malo. En realidad, es mucho más complejo. Pero… me gusta mucho la respuesta que ya diera Lyotard allá por los ochenta: «el secreto de un éxito artístico, lo mismo que el de un éxito comercial, radica en una dosificación entre lo sorprendente y lo “bien conocido”, entre la información y el código. Tal es la innovación en las artes: se retoman fórmulas confirmadas por éxitos precedentes, se las desequilibra por medio de combinaciones con otras fórmulas en principio incompatibles y de amalgamas de citas, ornamentaciones, pastiches. [...] De tal modo, se cree expresar el espíritu del tiempo, cuando no se hace sino reflejar el del mercado. La sublimidad ya no está en el arte, sino en la especulación sobre el arte».

[CODA]

Bien. Puede ser cierto. Pero esto tiene el problema paradójico visto desde el otro lado, el lado de las artes visuales. Curiosamente en las artes visuales el problema se sitúa en la excesiva literaturización de los artistas. Es decir, ahora todos los artistas quieren ser también escritores o utilizar la palabra. Hay ejemplos jugosos e interesantes como el del omnipresente Pedro G. Romero y muchos otros. Sin ir más lejos en el mismo suplemento en el que Pron señalaba la victoria de lo audiovisual sobre la cultura letrada, unas páginas más adelante, en la sección sobre arte, leíamos lo que ocurría en la otra parte del terreno de juego. Y allí encontramos lo que Ernest B. Gilman denominó “el imperialismo del lenguaje” al que se someten las artes visuales. Pongamos ejemplos. Si el texto de Pron ocupa las páginas 18 y 19 del suplemento, en la página 27 podemos acercarnos a la entrevista a Bleda y Rosa por su participación en la Bienal de Arte de El cairo. En ella nos topamos con frase del tipo: “Pero aquí hemos buscado que la lectura de tiempos se evidencie. Podemos leer las imágenes. […] Queremos que el espectador utilice la imaginación para leer la imagen”. Leer. Leer. Leer. En la página 31, Fernando castro Flórez nos habla del trabajo de Iván Navarro que actualmente se expone en la galería madrileña Distrito 4. Hallamos en primer lugar la influencia de un filósofo del lenguaje: Wittgenstein, y según cita el crítico, Ivan Navarro opina lo siguiente de su trabajo: “Mi propósito al trabajar con textos escritos en neón es investigar un aspecto del lenguaje que muchas veces no es percibido conscientemente por quien lee. Esto es, entender el texto también como imagen”. Y como señala Castro Florez, “pozos realizados con ladrillos también nos hechizan con sus palabras simples: “OIDO”, “CODO”, “DEDO””. Wittgenstein, texto, lectura, palabras.

Sí, es curioso, pero como buena paradoja es irresoluble. O no.

domingo, 2 de enero de 2011

OTROS TRES DE 2010




La visión instaurada —extrañamente hegemónica— de Marcel Duchamp invita a unos a odiarlo hasta el extremo y a otros a mitificarlo como un héroe en continua lucha. Las dos posiciones, la de luciferino destructor del arte por un lado, y la de salvador a través de las cosas por el otro, suponen una obturación, una imposibilidad elemental de establecer un verdadero diálogo con el sujeto Marcel Duchamp. En un lado están sujetos como Marc Fumarolli o Donald Kuspit que lo consideran el destructor mismo de eso llamado arte. En el otro extremos están personajes como Nicolas Bourriaud (un tipo que parece tener mucho predicamento en el universo cool de la filosofía y la estética pero que sus textos, leídos en profundidad, carecen de mucho sentido y están llenos de incongruencias argumentativas). Para Bourriaud, el padre del ready-made lo es todo, y lo que es peor, se toma el ready-made como una forma de expresión. En fin, tiene que existir a la fuerza un Duchamp intermedio. Y éste es el Duchamp que escribe. El Duchamp que habla de arte y que casi siempre es obviado por ambas facciones. Este año se ha publicado un breve —brevísimo— resumen de sus cartas: Cartas sobre el arte. 1916-1956 (Elba editorial). En ellas descubrimos al Duchamp preocupado por el desarrollo del arte y al Duchamp que dirige sus ataques no contra el arte en sí, ni contra la burguesía, sino contra los artistas. En carta a Katherine Dreier escribe: “Cuanto más vivo entre artistas, más me convenzo de que son unos impostores en cuanto tienen el menor éxito. Esto quiere decir también que todos los perros en torno al artista son unos timadores. Si ve la asociación que hay entre los impostores y los timadores, ¿cómo puede ser capaz de conservar algún tipo de fe (y en qué)?”. Esta breve muestra de sus cartas nos ofrece a un Duchamp preocupado por el arte y por el hecho de que son los propios artistas, los propios pintores “geniales” con sus fantasías de éxito y dinero los que están destruyendo eso llamado arte, no él con sus ready-made. No es de extrañar que acuñe la famosa frase: “tonto como un pintor”. El libro incluye como apéndice un texto titulado “El acto creativo”, donde Duchamp desgrana lo que él denomina “coeficiente artístico”, elemento clave para que exista la obra de arte. Este coeficiente se calcula, dice, del siguiente modo: lo que quiso decir el artista y no dijo + lo que dijo finalmente y no quería decir. A esto hay que añadir dos factores más: el espectador ante la obra y la historia ante la obra. Se trata, en fin, de un texto muy breve pero lleno de hallazgos.

Otro texto sobre arte publicado en 2010 es el de Víctor del Río: Factografía. Vanguardia y comunicación de masas (Abada). En este texto se establece una muy interesante doble lectura que va desde la revisión historiográfica de muchos de los elementos propios de la vanguardia hasta su vinculación con un tema como es el de las estrategias de la comunicación de masas. El tema, como punto de partida, contiene la siguiente pregunta: ¿cómo narrar la realidad? La factografía nace en el contexto soviético con el curioso fin de narrar los hechos de la manera más aséptica posible, lo menos intrusiva posible, pero, finalmente, el régimen estalinista lo instrumentalizó, eclipsando todo su sentido. Rosa Benéitez, en Afterpost, lo describió perfectamente: “El itinerario trazado por Víctor de Río comienza con la contextualización histórica, política y social del marco artístico y cultural en el que la factografía fue formulada, en tanto que repulsa del arte burgués —tal y como venían desarrollando los diferentes movimientos de vanguardia— y estrategia de intervención en el orden estético imperante del régimen de Stalin. El paso de la política de la “revolución permanente” de Trotski a la del “socialismo de un sólo país” instaurada por Stalin marcará el desarrollo del LEF (Frente Izquierdista de las Artes, aglutinado por Maiakovski en 1922) y su pretensión de situarse como contrapartida al programa totalizador postulado por el nuevo dirigente. Este grupo de artistas representó la reorientación ideológica de los movimientos constructivistas y formalistas presentes en el entramado artístico del momento, con un giro hacia un claro posicionamiento de acción directa sobre la vida social, defendido por los productivistas y que recuperaba en cierto modo esa política de “revolución permanente” aludida anteriormente.” En definitiva, un libro indispensable como herramienta para una revisión historiográfica de los mecanismos a través de los cuales “nos cuentan la película”.

Idioteca (El gaviero), de Raúl Quinto. Vale. Aquí hice yo el prólogo, pero eso nada tiene que ver para sostener que es uno de los mejores de 2010. Quiero decir, de los que más me han gustado de 2010. ¿Por dónde empezar? Se trata de un libro alucinado y alucinante, pero en el sentido que le gustaba a José Hierro, es decir, como intromisión de elementos opuestos en un universo reconocible. ¿Qué universo pueden compartir Sonic Youth y Francisco de Goya? De eso se ocupa el museo fantasmal que nos ofrece Raúl Quinto. Dejo un fragmento del prólogo: “ONCE. Introducirse en esta Idioteca, que ahora tiene el lector entre sus manos, es como entrar en un viaje alucinado, en una fascinante conjunción de tiempos, en un museo sin paredes, en una furgoneta llena de pasado y presente, en un cine donde el Coyote protagoniza junto Brueghel una película gore, en donde alguien manda un mensaje en una botella, en donde Newton y William Blake son apariciones perfectamente trenzadas sobre un estadio de fútbol, en donde Nick Cave espera en alguna frontera, en donde Fuseli dibuja su pesadilla sobre la camilla en la que una mujer intenta dormir rodeada de electrodos, en donde… Podría leerse de múltiples formas este libro, y regresarse una y otra vez a él como quien regresa a un museo para ver de nuevo el mismo cuadro, aquél que ha visto tantas veces, y darse cuenta de que nunca es el mismo, o como el que ve de nuevo una vieja película —esa que ha visto ya varias veces— pero ante la cual siempre tiene la sensación de estar viendo otra cosa. Y sin embargo, lo que muta no es el objeto —el mismo siempre: el cuadro, la película, la imagen— sino el relato que nosotros creamos y en el cual nosotros nos miramos. Esto es la Idioteca: un relato entendido como una forma de mirar y habitar las imágenes.” Un libro que no dejará indiferente.