[Texto para la
presentación en la librería Hydria, Salamanca, 5 de marzo de 2014]
Podemos comenzar
por el principio. Es lo fácil. Es lo que nos han enseñado. Podemos comenzar
diciendo que Autopsia es –lo es
realmente– una novela portentosa, certera, de alto voltaje, donde hay una
fascinante –y la palabra no es casual– relación entre la capacidad para la
ficción y la construcción de un lenguaje particular. Podemos comenzar por el
principio, señalando que se trata de un libro al mismo tiempo multiforme, con
una hipnótica capacidad para irradiar significados a muy diversos niveles. Creo,
en efecto, que una novela se construye así, como un idioma propio, donde cada palabra,
cada expresión es capaz de abrir nuevas vías en la indagación acerca de la
realidad que trata de dibujar. Que una novela es al mismo tiempo un mapa y un
territorio y que, sin embargo, no tienen por qué coincidir. Podríamos comenzar,
insisto, por el principio, y hablar, por ejemplo, de novelas de formación, de
influencias literarias, de su situación en el marco de la literatura española
actual, etcétera. Sin embargo, hoy, para hablar de esta novela, para hablar de
todo esto, para hablar de Autopsia, con
el permiso del autor, prefiero empezar por el final. Exactamente comenzar por
la última palabra, por esa palabra que cierra el libro. Por ello cometeré la
imprudencia de señalar, describir, apuntar, cuál es, precisamente, la última
palabra del libro, con la confianza de que es posible desde ella ofrecer una
aproximación a la novela. No creo que casualidad que la última palabra del
libro sea “yo”. “Yo” es la palabra que cierra el libro. “Yo” es el punto y
final de toda autopsia. Pero no puede ser que “yo” sea el final por casualidad. Así cierra el
libro: “¿Tú o yo? Yo, le digo, déjame a mí. Yo.” Ahora bien, por paradójico que
parezca, si fuese necesario sintetizar los problemas que plantea este libro en
una sola frase o expresión ésta sería, para mí: “la imposibilidad de decir
“yo””. Son varios los momentos en los que el narrador nos habla de esta
imposibilidad. Leemos, por ejemplo: “nada puede salvarme de la ficción, avanzo
yo también por el bosque”. Y ese mismo
“yo” que habla, que narra, se cuestiona su posición: “¿Por qué se empieza a
contar? Ni cuando ni cómo, sino por qué. […] Todo se pudre tarde o temprano al
exponerse, aunque en la putrefacción haya fermentación”. Y un poco más tarde:
“Soy una cosa, no tengo propósito, ni nada que contar”.
Siguiendo este argumento tal vez la
mayor expresión de esa imposibilidad de un yo totalizador, cerrado, abarcador,
la encontramos en el título: autopsia. Una autopsia es la mayor profanación que
se pueda hacer a un cuerpo, el más elevado ejercicio de penetración y
desvelamiento que se puede alcanzar. Pero lo paradójico de esa autopsia es que
el yo que es abierto en el proceder del forense ya es otro yo. Una autopsia
nunca puede convertirse en Auto-autopsia. Somos mutación y deseo. Esto es: el
yo profanado siempre es otro, siempre es diferente con respecto a sí mismo. La novela de Miguel Serrano nos cuenta la
historia de un yo que trata de narrar o de narrarse pero que siempre escapa de
sí mismo. Narrar el yo siempre es un fracaso, algo que en su día supieron ver y
descubrir Diderot, o Jean Paul, pero que Miguel Serrano dibuja desde la
perspectiva del presente. Narrar el yo es siempre una anacronía. Escribe
Miguel: “No me acuerdo, interrumpo, soy incapaz de recordar nada, mi memoria es
un estercolero”. El yo de esta autopsia siempre es inaprensible, ya que cuando
parece que lo tenemos definido, atado, siempre se nos escapa de las manos, como
un pez que se agita. Escribe: “Pienso que estoy embrollando la conversación una
vez más, me cuesta seguir el hilo de de mi propio discurso. No soy lineal,
siempre recupero detalles a mitad de la historia, como la gente que no sabe
contar chistes”. “Mi pensamiento entraba en un bucle narratológico”.
Esa es una de las sensaciones que
vertebran, creo, el libro: ese yo, ese Miguel Serrano narrador (que al mismo
tiempo en un momento dado se desdobla igualmente) trata de establecer una línea argumental de
su vida hasta su presente, pero al mismo tiempo se da perfecta cuenta de que
eso sólo puede hacerse desde la toma de conciencia de la imposibilidad de
entender la vida en función del concepto de argumento. La vida carece por
completo de una única trama. La vida, por el contrario, es la proliferación
incesante de tramas dispares que no tienen por qué cerrarse jamás, argumentos
que quedan a medias, sin solución posible, pero que dan perfecta cuenta del
presente. El narrador se da cuenta de que decir yo es también decir muchas
cosas diferentes, imposibles de situar linealmente. Se percata de que decir yo
es abrir caminos que tienen que ver con la culpa, con el deseo, con el
arrepentimiento, con el cuerpo, con la traición, etc. Y aún así siempre será
imposible cerrarlo mansamente bajo un rótulo o una etiqueta. Decir yo es ver la
conexión entre un recuerdo de la infancia, una visión de culpa con respecto a
un acto del pasado, la amistad, los miedos del presente, etc. O dicho de otra
forma: lo más próximo a la palabra yo es confusión,
pero no como desorden sino como unión de lo dispar, como fusión. Más
aún: no hay confesión –y en este libro la palabra juega su papel- sin
confusión. El narrador escribe hacia el final: “Este libro es una confesión,
pero también lleva en sí el germen de la penitencia”. En este sentido Miguel
Serrano nos narra el pasado como territorio en conflicto consigo mismo y con
sus alrededores. Al mismo tiempo, no podemos perderlo de vista: también decir
“yo” es hablar de autoparodia, de ironía,
de autodestrucción, de lo que F. Schlegel llamó “bufonería trascendental” y que
vinculó con lo que denominaba “autopsuedismo”. Es imposible el enfrentamiento
con el espejo sin que brote la risa. Y es importante reclamar para esta novela
cierto punto de ironía, de descomposición de la identidad, de parodia de sí,
así como de toda una generación. No sólo eso. Leamos el siguiente consejo (una
certera apropiación de gran Dj): “Confiesa sí, pero confiesa lo que no sientes.
Libera tu alma del peso de sus secretos, publicándolos, pero siempre que los
secretos que publiques no los hayas tenido nunca. Miéntete a ti mismo antes de
decir esa verdad”. Decir yo no puede,
pues, generar confianza de un orden, de una unidad superior. Yo no cabe en la palabra argumento.
Tenemos, en definitiva, a un sujeto
narrador, un tal Miguel Serrano, que nos envuelve en su historia particular y en
su ficción. Pero hablemos ya, por fin, de las historias y personajes que
componen esta historia. Esa historia parte de un poema. Y aquí, como digo, hay
mucho de ironía también, y de ironía fuerte incluso contra la propia poesía. Se
trata de un poema que acosa al narrador; un poema escrito por él y en el cual se
relatan unos hechos concretos –una paliza recibida por unos skinheads-, pero
que es más que un simple poema ya que vertebra toda una serie de relaciones y
acontecimientos, tanto de pareja, como de amistad, como de familia e incluso en
su relación consigo mismo. El poema, ese poema con el que ya no se siente a
gusto, que lo distancia también del acto de escribir, se vuelve algo así como
el fantasma que aparece y reaparece a lo largo del texto para recordarnos una
presencia concreta, la presencia del yo que escribió aquello. Un poema que
queda accésit en un premio de pueblo y que provoca una interesante lectura de
esa otra literatura, la literatura oculta de los pueblos de España. El poema, a
su vez, escenifica un miedo personal, pero también cierta situación de
vergüenza e incluso de culpa. La culpa y la vergüenza como dos formas de la
memoria. Es algo así como un trozo del pasado del que quiere desprenderse pero
que descubre que está más relacionado de
lo que parece con el resto de su vida. No en vano fue Marx quien dijo aquello
de que “la vergüenza es un sentimiento revolucionario”, y que el propio Miguel
Serrano reproduce en el libro. Pero no sólo dijo eso Marx. Estas palabras de
Marx, de las que se apropia Miguel a lo Hans Castorp, forman parte de una carta
a Arnold Ruge escrita en 1843. Y en esa misma carta,
añadía Marx: “La vergüenza es una especie de cólera, una cólera replegada sobre
sí misma”.
Un poema, un recuerdo, una culpa… y,
sin embargo, el ajuste de cuentas es más complicado. El narrador se encuentra
con fantasmas o situaciones altamente complejas, de difícil solución. Una escena escolar
de acoso, ahí aparece el nombre de Laura Buey (pero también otros como Sara
Rodríguez y su necesidad de confesar). El personaje de Laura Buey sobrevuela
las acciones y los pensamientos del narrador, y al mismo tiempo le sirve de
excusa para seguir avanzando en la vida. Recuerda, por ejemplo, cómo insultaban
a la indefensa Laura Buey en el colegio, cómo la menospreciaban y cómo ella
termina por diluirse finalmente de la memoria de todos. El narrador trata de
rescatarla, no sin ironía y autoparodía, insisto, con la finalidad también de
observarse a sí mismo como un sujeto vergonzoso. He ahí también la autopsia. O
en el personaje de Sara Rodríguez que reaparece en la vida presente del
narrador con la necesidad de confesar sus penas (lo mismo que el narrador) y de
quien el narrador bellamente se desprende. Estas historias: la historia del
poema que acosa desde el pasado con sus letras y sus miedos y, al mismo tiempo,
la historia o más bien el recuerdo de la historia del acoso por parte del
narrador a la pequeña Laura Buey, conforman una de las perspectivas de ese yo
en construcción o destrucción.
Pero por otro lado, tenemos a otra serie de personajes insoslayables
que sirven para delimitar las posibilidades del narrador. Se trata de nombres,
otros nombres sin los cuales el yo no puede darse carta de existencia. El yo
sólo puede darse en la medida en que existe otro que da sentido a sus actos. El
yo, decía Spinoza, se compone de muchos individuos y esos muchos individuos son
afectados a su vez por otros yoes, y sólo de esta forma podemos permitirnos
existir. Es una especie de mundo en perpetuo estado de daño. La metáfora del
ajedrez quizá nos sea válida. Imaginamos una partida de ajedrez en la que sólo
vemos a uno de los jugadores. Imaginamos que no sabemos nada sobre el ajedrez.
Viendo sólo una parte de la partida podemos llegar a comprender las reglas
referentes al movimiento de las piezas, pero ¿sabemos por qué se mueven así? De
esta forma conocemos del yo los movimientos, pero no la causa que los motiva. Y
es a la búsqueda de esta causa hacia la que se encamina Miguel Serrano, es
decir, la necesidad de observar la partida al completo. Es por ello que parte
de ese lejano poema y sus deseos, es por ello que aparece el pasado en forma de
culpa, pero también tiene que ver con la forma de abordar a algunos de los
grandes personajes del libro, como son Hans Castorp o Mensajero, quienes en
muchas ocasiones son los receptores de las historias que narra Miguel Serrano.
El primero de ellos es un “artista”, o algo así, es decir, es un DJ que conoció
tiempos mejores como personaje televisivo en los noventa y que en cierta medida
ha vivido mucho tiempo de los restos de aquella historia que se convirtió en
leyenda. Miguel Serrano narrador lo admira, lo contempla e incluso lo moldea
perfectamente como personaje. Ese mismo narrador lo admiraba desde muy joven y
la sola posibilidad de ser su amigo pasado los años (ser amigo personal del
ídolo, casi como su sancho) le produce una extraña sensación. La amistad como
territorio complejo sería otro de los temas del libro. Hans Castorp es un Dj y
como tal su proceder se basa en la apropiación de lo ya hecho, incluso su
nombre procede de otro libro. Apropiarse como gesto y como acción, pero también
como identidad. Podríamos decir, usando jerga duchampiana, que Hans Castorp
hace un ready-made de sí mismo. Y sin
embargo, mientras uno va avanzando en la lectura de la novela, se pregunta:
¿cuál es el límite entre el ready-made y la impostura total? Incluso, cabe
preguntarse, ¿cuánto hay de Hans Castorp en el propio narrador? Me parece éste
un personaje delineado con una enorme sutileza por parte de Miguel Serrano, uno
de esos personajes lleno de pliegues, de los que sospechas y que al mismo
tiempo genera atracción y rechazo. Hans somos todos y somos ninguno. Y
precisamente, sólo al final, parecen desvelarse algunas incógnitas. ¿Es Miguel Serrano también un Dj? Esa es otra
ruta de lectura posible: el apropiacionismo oculto a largo de la novela. Oculto
y desvelado al mismo tiempo.
Una
de las piezas más importantes del libro, al mismo tiempo, es que Miguel Serrano
tiene la capacidad de hacer de los personajes nudos o redes desde los cuales la
novela va creciendo. Cada personaje es un centro de diferentes intensidades.
Hemos hablado del poema que vertebra el inicio de la novela y que subyace a lo
largo de la misma, y hemos apuntado al personaje fuerte de Hans Castorp que
irradia situaciones y reflexiones de calado. Esto provoca también que el
narrador no sólo hable de sí sino también de toda una enorme red de
significaciones paralelas. Por ejemplo: Autopsia
es también una novela generacional en el sentido de que escenifica la situación
de aquellos que siendo educados en los ochenta tuvimos que atravesar los
noventa y nos topamos de pronto con algo llamado nuevas tecnologías. No éramos
ni lo suficientemente mayores como para quejarnos con fuerza ni lo suficientemente
jóvenes como para entenderlo… Por ejemplo, fuimos capaces de pensar que una
maquina de escribir electrónica era lo más… Una generación a caballo, de
tránsito, es también la que se retrata aquí…
Esta es otra de las cuestiones que
corren de fondo, como una especie de corriente subterránea a lo largo de la novela.
Facebook, por ejemplo, aparece como hilo de unión para una unidad con el pasado
ya imposible. Unos amigos del colegio que se reúnen pasado el tiempo para
comprobar, precisamente, que el tiempo ha pasado… ¿Puede ser facebook un arma
para destruir la memoria?
En cualquier caso, quiero señalar,
que Autopsia es una de esas novelas
que no dejan a nadie ileso, que lo empujan, que se ensaña con el lector y su
memoria . Es una novela que, en mi humilde opinión, que no deberían perderse.