lunes, 3 de marzo de 2014

LA LITERATURA Y EL COEFICIENTE DEL ARTE. Una lectura de "El acontecimiento de la literatura" de Terry Eagleton

[Texto publicado en el número de febrero de 2014 de la revista Quimera] 


“No hay nada más importante que construir conceptos-ficción que nos enseñen a entender nuestros conceptos” L. Wittgenstein


1.—En El enfermo imaginario Molière nos presenta a una serie de sabios doctores en medicina los cuales interrogan a un aspirante acerca de la causa esencial por la cual el opio produce somnolencia. El aspirante, sin dudarlo, responde que la razón por la cual  el opio provoca sueño es porque posee una “virtus dormitiva” causante de esa modorra. Los sabios, sorprendidos, responden: “Bene, bene, bene, bene, respondere. Dignus est entrare in nostro docto corpore”. Esta escena nos sirve para comenzar a dibujar algunas ideas. Evidentemente, el aspirante no había dicho realmente nada: ¿qué es una virtus domitiva? ¿Lo que provoca el sueño es algo que provoca el sueño? Esa es la respuesta: una tautología. Sin embargo, en muchas, demasiadas ocasiones, la realidad funciona de este modo: colgamos etiquetas que nos tranquilizan en tanto que instauran un orden en aquello que presuponemos que tiende al desorden. Somos animales sedientos de etiquetas. La virtus dormitiva es algo que en la literatura, y en general en las artes, ha tenido una gran cantidad de formulaciones. Poesía, narrativa, novela, ficción… ¿no son en el fondo virtus dormitiva? Ante la pregunta que plantea qué es lo que hace que una serie de palabras sean poesía y no una lección de macramé, ¿qué respuesta dar? Responder que hay algo en las palabras que las hace poesía es hablar, exactamente, de una virtus poética, que, como en el caso del aspirante, puede llevar a que alguien nos diga “bene respondere”, aunque en realidad no hayamos dicho absolutamente nada. Más allá de eso, ¿qué es lo que hace de un conjunto de palabras literatura? Esta es la cuestión que lanza Terry Eagleton en su reciente El acontecimiento de la literatura[1]. La cuestión que plantea y nos plantea no es ¿qué es la literatura?, sino la más radical ¿qué es literatura? Esta pregunta suele causar cierta irritación o desazón. ¿Es la literatura algo inmanente al lenguaje? ¿Es algo intrínseco al texto escrito? O por el contrario, ¿es una convención institucional? No cabe duda de que nuestro presente literario es de una complejidad mucho mayor que la de otros siglos, y las posibilidades de dar una respuesta única y cerrada son escasas. Es cierto que la novela es un género reciente en continuada mutación (que no progreso) y que la poesía ha desertado de las formalizaciones técnicas, las cuales eran condición necesaria y suficiente para hacer de algo poesía. Es decir, ha habido una progresiva pérdida de objetividad, lo cual no es necesariamente peligroso. En este sentido, los límites ya no están claros y parece que estamos destinados a que la única respuesta sea esa de la “virtus dormitiva” (o el ineficiente “todo vale”). ¿Qué hace que una novela de J. G. Ballard, y un libro de poemas de Pablo García Baena formen parte de un mismo universo que llamamos literatura? ¿Qué tienen en común? Pero, más allá de eso, ¿qué distingue la obra de ambos autores de un libro sobre mecánica cuántica o de las instrucciones de mi nueva aspiradora? Esas preguntas deberían ser inevitables y previas a todo acto de escritura. Hay una necesidad de teoría que es clave para la escritura. Sobre estas cuestiones que plantea hábilmente Eagleton, un autor como William Wordsworth ya se había percatado en su Prólogo a las baladas líricas, hacia 1800. Allí escribía: «el lenguaje de la prosa puede adaptarse muy bien a la poesía, y he afirmado anteriormente que una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferir en absoluto del de una buena prosa. Iré más lejos. No me cabe duda de que se puede afirmar con plena seguridad que ni existe ni puede existir ninguna diferencia esencial entre el lenguaje de la prosa y el de la poesía». Entonces, si no existe esa diferencia esencial, ¿dónde situarnos? Es más, ¿podemos sostener que existe algo llamado literatura? Si no hay delimitaciones intrínsecas al lenguaje, ¿qué nos queda?
            ¿Existe la literatura como tal o estamos ante una convención institucional y académica y, por qué no, mercantil?     La dificultad de dar respuestas a esto acosa a Eagleton, y debería acosar al escritor a la hora de enfrentarse con su propio ejercicio de escritura. Eagleton repasa hábilmente teorías muy diversas, tratando de hallar ese parecido de familia (wittgensteniano) entre, por ejemplo, Carmen Posadas y Thomas Pynchon. Para Eagleton la respuesta todo vale no es en realidad una respuesta. El manual de instrucciones de mi nueva aspiradora no es literatura, y sin embargo, puede ser usado como literatura. ¿Usado? He ahí uno de los temas. La cuestión que hay detrás de todo esto es: ¿cuál es la causa necesaria y suficiente para que algo sea literatura?

2.—“No existe nada que podamos llamar una definición exacta de la literatura. Todas las tentativas de construir una definición exclusiva son vulnerables a la hipotética réplica victoriosa de “¿y entonces qué pasa con…?”. No obstante, Eagleton plantea una necesaria precisión: “del hecho de que la literatura no tenga ninguna esencia no se desprende que no tenga legitimidad en absoluto como categoría”. Y aquí está el elemento desde el que es posible trazar un sentido teórico de la escritura. La literatura está repleta de elementos que parecen definir un parecido de familia. Podemos decir incluso que lo que comparten Danielle Steel y José Hierro, en tanto que literatura, es que “no son bicicletas”, aunque esto, creo, complicaría mucho las cosas. En cualquier caso, ante la imposibilidad de hallar una respuesta única y veraz a la pregunta por la literatura, tenemos la posibilidad de hacer del proceso de reflexión sobre ese hecho un marco capaz de trascender esos problemas, logrando una mayor amplitud de miras. O, como bien apunta, Eagleton: “¿Es que un terreno sin una delimitación exacta no es siquiera un terreno?”. Algunas de las cuestiones planteadas son, por ejemplo, la habitual afirmación de que lo literario es sinónimo de “no-pragmático”. Ahora bien, ese supuesto no-pragmatismo de lo literario se deshace cuando ahondamos en el mismo concepto de funcionalidad. ¿No cumple una función una tragedia de Shakespeare o un ensayo de Eagleton? Al mismo tiempo, una pregunta que es necesario replantearse ahora ¿por qué ese pudor al didactismo en la novela?  ¿Por qué no recuperar esa función didáctica de la novela? “Lo cierto —escribe Eagleton—, de todos modos, es que utilizar la palabra “literatura” de forma normativa en lugar de descriptiva conduce a un fango innecesario”.  O dicho de otra forma, no podemos hallar una noción esencialista de lo que es literatura pero sí una acercamiento que nos posicione ante un para qué. Por ello señala que el “significado de una palabra es la forma en que se comporta. Es una práctica social, no un tipo de objeto”.  Del mismo modo, añade que la “la ficción es una práctica social reconocida como tal”. Y aquí reside una de las apuestas del texto de Eagleton: el concepto de ficción. Dicha noción no trata de apuntar a un simple proceso de invención o imaginación. Muy al contrario, la noción que defiende de ficción apunta —sin olvidar la teoría de los actos habla— hacia un modelo en el cual es el propio lenguaje puesto a hablar el que crea la realidad a partir de sí misma. No es tanto un acto de autorreferencialidad como un proceso donde el lenguaje vertebra la propia realidad que en ese momento se está construyendo. Hamlet sólo existe en el lenguaje. No hay un Hamlet antes o después del lenguaje. Por ello sostiene que la “ficción fuerza el entrelazamiento sin costuras de discurso y actividad que conocemos como juego de lenguaje. […] Es imposible descubrir lo que Hamlet estaba haciendo antes de la primera vez que aparece en escena porque no estaba haciendo nada”. En este sentido, apuesta Eagleton por una definición de ficción como aceptación e implementación de lo real: “La ficción da testimonio de que el mundo no nos obliga a representarlo de un único modo, lo cual no quiere decir que podamos representarlo de algún modo anticuado”. Más aun, que un mundo, por ejemplo, no tenga sentido no quiere decir que no sea un mundo, y que por lo tanto tenga sus reglas. Por ello, introducirse en un mundo de ficción exige que aceptemos sus reglas, del mismo modo que cuando comenzamos a jugar al parchís aceptemos sus normas. Son estas ideas las que llevan a Eagleton al concepto de estrategia: “la idea de que la obra literaria es una estrategia”. Y así lo expone: “La propia obra no se debe considerar un reflejo de una historia externa a ella, sino una labor estratégica; una manera de ponerse a trabajar sobre una realidad que, para poder acceder a ella, tiene de algún modo que estar contenida en la obra que, en consecuencia, desbarata toda dicotomía simplista entre interior y exterior”.

3.—El concepto de estrategia es para Eagleton una respuesta eficaz a una posible pregunta por el quehacer literario. Un concepto el de estrategia en el que el papel del lector es clave: “Las estrategias constituyen el vínculo esencial entre la obra y el lector, son la actividad cooperativa que da su ser en primer lugar a la obra literaria”. Y éste es uno de los puntos más sugerentes de la propuesta de Eagleton. No se trata de dar carta blanca al lector, es decir, no se trata de una pulcra reproducción de las teorías de la recepción, sino, de alguna manera —aunque suene extravagante— la aplicación literaria de lo que Marcel Duchamp denominó en su momento coeficiente de artisticidad. Esta relación con Duchamp posiblemente no sería del agrado de Eagleton, sin embargo es plenamente efectiva. En 1957, escribía Duchamp: “Lo que tengo en mente es que el arte puede ser malo, bueno o indiferente, pero, cualquiera sea el adjetivo que se use, debemos llamarlo arte, y el mal arte es aún arte, del mismo modo que una mala emoción sigue siendo una emoción. Por ello, cuando me refiera a «coeficiente de arte», deberá entenderse que me refiero no sólo al gran arte, sino que estoy tratando de describir el mecanismo subjetivo que produce arte en un estado bruto —à l’état brut— malo, bueno o indiferente. En el acto creativo, el artista va de la intención a la realización, a través de una cadena de reacciones totalmente subjetivas. Su lucha hacia la realización es una serie de esfuerzos, penurias, satisfacciones, renuncias, decisiones, que tampoco son, y no deben serlo, completamente auto-conscientes, por lo menos, en el plano estético. […] En otras palabras, el «coeficiente de arte» personal es como una relación aritmética entre lo inexpresado pero intentado, y lo expresado no intencionalmente.” El concepto de coeficiente de arte sería una buena forma de introducir (en el marco de la literatura) las posibilidades de fricción que brotan del propio ejercicio de la escritura y de la lectura. Es en este doble movimiento de indecisión —una especie de doble vínculo batesoniano— donde la obra es y no es lo que se presupone. Ese es el lugar en el cual la literatura —mal-leyendo quizá a Eagleton— puede establecer una de sus líneas de fuerza. En la relación entre lo escrito y lo no escrito, entre lo leído y silenciado, hallamos el lugar donde puede establecerse el límite mismo de una visión de lo literario. La literatura es un proceso, y nunca un objeto.



[1] Terry Eagleton: El acontecimiento de la literatura. Península, Barcelona, 2013. Trad. Ricardo García Pérez.

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