(Publicado originalmente en Playground)
Existe
una pregunta que acosa al escritor y que ha retornado de nuevo durante el
pasado año. La pregunta, de todos modos, no es nueva, dirán muchos. De vieja
que es la pregunta se vuelve pegajosa como un chicle en el pelo. La pregunta
puede plantearse así: ¿debe el escritor comprometerse políticamente? ¿Escritura
y política? ¿Escritura o política? ¿Copulativa o disyuntiva? Ese es el tema. He
ahí a la cuestión que últimamente retorna a las cabezas, debates y textos de
algunos escritores. ¿Cómo escribir y al mismo tiempo mostrar un posicionamiento
político, salvaguardando la escritura y no siendo un panfletario? En lo común,
la casta artístico-literaria suele actuar como en esa greguería de Ramón que
dice: “Era tan moral que perseguía las conjunciones copulativas”. Escritura y
política, arte y política. El problema es la y.
En su más reciente ensayo El acontecimiento de la literatura (Península, 2013) Terry Eagleton recupera el problema. Y lo hace con esa
lucidez a la que ya nos tiene acostumbrados. Allí nos dice que sostener que la
literatura nada tiene que ver con la política es un prejuicio reciente. La
literatura, según el esquema habitual, es ficción, imaginación, irrealidad,
pero nada que ver con lo doctrinario, con lo didáctico, con lo político; eso nos
dicen los chamanes académicos de lo literario. Es más, si leemos una novela
donde actúa el fantasma del didactismo la arrojamos al fuego del panfletarismo,
con un grueso gesto de desprecio. Sin embargo, sostiene Eagleton que éste es un
prejuicio introducido por la moral neoliberal que trata con todas sus fuerzas
de abastecer de obras al mercado que alejen la escritura y la política, que esa
y sea en realidad un muro infranqueable. Pero,
¿es así? El mismo Eagleton lo dice claro: “La palabra doctrinario se aplica
solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no
los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso
doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal
hueca”. Eagleton, no obstante, no expone cómo debe darse
esa literatura política, aunque apunta a que el compromiso político es connatural a la
escritura, es su origen y su horizonte.
Qué hacemos con la
literatura, publicado hace pocas fechas por
la editorial Akal y firmado por David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez
Puértolas y Marta Sanz, ahonda en este trayecto de un modo que merece lectura
profunda. En este caso se nos dice que no existe literatura neutral, que toda literatura es un ejercicio ideológico y
que por lo tanto la ecuación escritura o política es
una falsificación. La escritura siempre es política, y
no dejan de tener razón. Es cierto que no existe la escritura neutral, es
cierto que hasta la literatura más hermética o fragmentaria reproduce la
ideología dominante, sin embargo, caen en una cierta melancolía
afirmando que no es ya posible salirse del mercado, o, mejor dicho, que ya no hay otra cosa que mercado si queremos producir efecto o emitir
mensajes y que por tanto hay que jugar dentro de él. Melancolía de la izquierda lo llama Rancière. O dicho con
Eagleton: “utilizar la palabra “literatura” de forma normativa en lugar de
descriptiva conduce a un fango innecesario”. Claro que la literatura es
política, claro que la literatura debe actuar políticamente,
pero de ahí a caer en lo que se denomina caballo de Troya
hay un salto argumentativo poco claro. La táctica Caballo de Troya es hacerse
pasar por narrativa dominante (y aquí, según dicen, el que la tapa “sea dura”
es importante) e inocular desde dentro el virus político. Disfrazarse de Best-Seller. Es decir, publicar en grandes editoriales para
llegar a más público (público lector que en buena medida es minusvalorado y
alejado como un otro vacío) y así actuar. Pero,
¿es tan sencillo? ¿Es eso actuar políticamente? “No basta con debilitar a la
burguesía desde dentro”, decía Benjamin, porque el problema no es el de la
literatura contra el capitalismo, sino el de los trabajadores frente a la clase
dominante. Y no basta, porque el problema es que esta táctica que acepta el
juego y se introduce en el cuerpo del Caballo acaba o bien produciendo
escritores que se aclimatan perfectamente al vientre del Caballo (hay muchos
casos) o bien sus efectos son simplemente efectos dentro del propio sistema
literario, de puertas adentro. Algo así les ocurría en el mundo del arte a los
Yes Men. Sus perfomance consisten en hacerse pasar por la clase dominante.
Incluso llegan al centro del poder bajo el disfraz. Se han hecho pasar por
grandes ejecutivos, por asesores de Bush, etc. Más tarde son descubiertos con
un cierto revuelo. Sin embargo, ellos mismos reconocen el fracaso de este disfraz ya que sus acciones de caballo de Troya son indiscernibles para el público que observa sus movimientos o
declaraciones. Y el fracaso es total en tanto que su obra sólo es política para
el vientre complaciente del propio arte.
Escritura y política, sí, desde
luego, necesariamente, pero una escritura y una política transformadoras
hacia dentro y hacia fuera del propio sistema literario. Una literatura donde
se rompan los límites entre escritor y lector, donde el lector sea colaborador.
Una literatura política debe, así, en primer lugar, tratar de desactivar la
propia institución dominante de la literatura, de lo literario, y no aceptarla
con la resignación melancólica del “no hay alternativa” para el escritor, a lo
Thatcher. Esta aceptación lleva a ese fango innecesario.
Lo anónimo, lo amateur, lo fotográfico, etc., como nuevas formas de realismo
frente al realismo del argumento y la causalidad. En la vanguardia rusa esta
ruptura tenía un nombre Factografía (en
España contamos con un magnífico estudio de Víctor del Río). Una visión que
fractura, que juega a medio camino con la entrevista, el ensayo, el documental,
la fotografía, el cine, el relato, la poesía, la catalogación, etc., y que
podría construir modelos de acción crítica capaces de generar respuestas
diferentes, alejados del mero “lamento” o el panfletarismo. Apuntamos así a que la
relación arte, escritura y política sólo podrá
ocurrir si los artistas y escritores se conectan (mutan y desaparecen) con los
movimientos surgidos del interior de las crisis producidas por el
neoliberalismo. No dar voz al trabajador, sino que el trabajador se visibilice como escritor, por ejemplo.
El escritor como montador. O así: acabemos de una vez por todas con el escritor
como institución, ése sería el mayor gesto político.
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