(publicado originalmente en El Confidencial)
Cultura española, cultura de la
paz, cultura europea, cultura ciclista, cultura sin techo, cultura
conservadora, cultura de prevención, cultura de masas, cultura deportiva,
cultura general, cultura japonesa, cultura inquieta, cultura artística, cultura
basura, cultura de la superación, cultura popular, cultura de transparencia,
cultura de gestión pública, cultura emprendedora, cultura del automóvil,
cultura del etcétera, etc., etc. Pero, ¿cómo es posible que un concepto que en el
pasado generaba un discurso de unidad se haya convertido en un auténtico
vertedero discursivo? O dicho de otro modo, si todo es cultura, nada lo es. Si
bien es cierto que en otros tiempos la cultura sirvió como modo de visibilizar
una perspectiva fundamentalista del mundo, no es menos cierto que las
democracias occidentales aprendieron pronto la lección terrible que conlleva el
fundamentalismo, la lección que tiene que ver con el hecho de que una cultura
quiera destruir al resto. Sin embargo, el aprendizaje de esa lección tenía
condiciones muy duras y restrictivas. Acabar con el fundamentalismo implicaba
una extraña alianza con el mercado. Es decir, el mejor modo de acabar con el
fundamentalismo unilateral y su cultura devastadora era inventarse un universalismo
donde todos somos iguales, pero un universalismo que a su vez permitiera la
posibilidad de generar una cultura antifundamentalista-universalista donde el
mercado sería el que tutelase el intercambio cultural. Al mismo tiempo, esta
estrategia de acabar con la cultura para generar una cultura de lo universal (o
culturas), conllevaba desjerarquizar todo concepto de cultura. Así pues, hay
tantos conceptos de cultura como seres humanos o como hobbys tengan estos. Pero
he aquí que nos hallamos con el fundamentalismo más radical: el
antifundamentalismo. ¿Qué comparte la cultura del automóvil con la cultura
literaria? O mejor ¿qué comparten el Opel Astra y Luis Cernuda? Cada uno es
cultura, a su modo y al mismo nivel, dirá el antifundamentalista. Pero básicamente es una estupidez: si
una bujía y un verso de Cernuda comparten un concepto de cultura ese concepto
es, posiblemente, hueco. Y esto tiene que ver básicamente con la despolitización
del concepto de cultura. Terry Eagleton lo expone mejor: “El capitalismo es
antifundamentalista por naturaleza, desvanece en el aire todo lo sólido, y eso
provoca reacciones fundamentalistas tanto dentro como fuera del mundo
occidental. La cultura occidental se debate entre el evangelismo y la emancipación
entre Forrest Gump y Pulp Fiction […] El antifundamentalismo es
reflejo de una cultura hedonista, pluralista y abierta que, desde luego,
resulta mucho más tolerante que sus antecesoras, pero que también sirve para
generar auténticos beneficios de mercado”. Una cultura despolitizada genera
homogeneidad: es decir, coloca al mismo nivel cultural a Cernuda, Belén
Esteban, y los tornillos de cabeza fresada. El mejor modo de despolitizar la
cultura es, por tanto, afirmar que todo es cultura, que todo está al mismo
nivel y que la cultura se relaciona con los beneficios.
…cultura
pornográfica, cultura militante, cultura del bricolage, cultura de club,
cultura participativa, cultura del ahorro, cultura del gasto, cultura del
destornillador, cultura del terror, cultura del tabaco, cultura del alcohol,
cultura de la automedicación…
Este
discurso neoliberal (homogeneizador y, en cambio, pluralista) en torno a la
cultura ha calado hondo. Todo es cultura. “Diga una palabra”, “Bolígrafo”. Fácil:
“La cultura del bolígrafo”. Y desde ahí es posible describir un nostálgico
ataque a las tecnologías o bien una defensa de la escritura, o bien defender la
espiritualidad del lenguaje, o los problemas de mercado derivados de su uso.
Otro. Otro. “”Lentejas”. “La cultura de la lenteja”. Ya está: la legumbre en España como desafío
empresarial. O bien los problemas de la agricultura, etc. La cultura vale para
todo (es un wok conceptual) y por lo tanto es algo que ya no vale para nada.
Cultura es un término fantasma (sinónimo de hobby en muchos casos) que pone
sobre los aires a aquello que se coloca a su lado, separándolo de la tierra y,
por tanto, desactivándolo.
Si nos
fijamos en el modo de escenificar el problema en el lenguaje político
encontramos dos casos llamativos: “Cultura empresarial”, “cultura emprendedora”.
Un ejemplo. En la ponencia económica del 17 congreso del Partido popular
leemos: “Una cultura empresarial innovadora genera empleo cualificado y
sostenible gracias a la rentabilidad que obtiene de aplicar los resultados de
la investigación en sus actividades económicas”. Y unas líneas más tarde se señala
la necesidad de “acabar con la cultura de la subvención”. La misma palabra “cultura”
desestabiliza el discurso sin decir nada. En la primera acepción la cultura
desempeña el papel inspirador del cambio mientras que en la segunda es limosna.
En la primera acepción la palabra “cultura” forma parte de la misma idea de
cultura que trasciende lo terrenal para tocar el cielo, la cultura empresarial
es una forma de religión. En la segunda acepción es basura. Otra fórmula. En la
ley de emprendedores leemos: “Para fomentar la cultura del emprendimiento
resulta necesario prestar especial
atención a las enseñanzas universitarias, de modo que las universidades
lleven a cabo tareas de información
y asesoramiento para que los estudiantes se inicien en el emprendimiento”. Y así,
de pronto, la cultura emprendedora necesita de la cultura universitaria y
viceversa. El contagio es imparable. Otro caso. En la última conferencia política
del PSOE leemos una concepción de la “cultura” llamativamente similar: “El
emprendimiento y la creación de empresa debe ir acompañada de programas que
fomenten una cultura empresarial responsable”, y más adelante se no habla de un
“plan de fomento de la cultura empresarial basada en la innovación y
emprendimiento”, o “Unas universidades más emprendedoras e innovadoras serán
también los espacios idóneos para el fomento del espíritu innovador y
emprendedor en sus estudiantes, en los futuros profesionales de nuestro país”.
Esta conferencia del PSOE es realmente todo un manual de desactivación política
de la cultura. Es esa cultura desactivada (antifundamentalista) la que la clase
política favorece y que ella misma
necesita fomentar para que se mantenga su poder. Y así lo afrontan los partidos
en sus diversos niveles y frentes. Decía Benedetto Croce con razón que la “experiencia
muestra que el partido que gobierna […] es siempre uno solo, y tiene el
consenso de todos los demás que fingen oponerse”. Y la cultura es un ejemplo de
ese fingimiento. Lo mismo que la cultura del consenso.
Dicho
esto, ¿qué hacer? Tal vez el hacer no sea el problema. Sin embargo, sí creo que en lugar de
cultura o de políticas culturales lo que necesitamos es la politización de la
cultura. Es necesario, por ejemplo, un nuevo arte de propaganda cuyo fin no sea
tanto lo panfletario como lo desactivador. Hacen falta fundamentalistas que
sostengan que la cultura puede ser un arma política y no un simple juego de
pluralismo relativista. Que la cultura debería volver a ser en cierta medida un
instrumento de desactivación y no de consenso. Pero…
Cultura
popular, cultura terrorista, cultura transhumante, cultura del cepillado
dental, cultura proctológica, cultura machista, cultura floral, cultura agrícola,
cultura hospitalaria, cultura pedófila, cultura de las teleseries, cultura
bibliotecaria, cultura femenina, cultura matrimonial, cultura apicultora,
cultura periodística…