Desde
hace varios años sigo con admiración la colección de Historia de la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
Me declaro adicto lector y coleccionista de esta editorial. No me cabe la menor
duda de que es una de las mejores muestras de cómo una editorial institucional
puede publicar trabajos limítrofes con otras disciplinas y, al mismo tiempo,
mantener tanto el rigor documental como la fidelidad de sus lectores. Entre los
libros de su colección con los que más he disfrutado está el Tratado de la
risa de Laurent Joubert, un tratado
médico-psiquiátrico publicado en 1579, que deja boquiabierto a cualquiera, y
sobre el que apenas hallamos referencias en los indispensables tratados sobre
la risa y la comedia que van de Baudelaire a Simon Critchley, pasando,
evidentemente, por Henri Bergson. El libro de Joubert, tiene epígrafes
“científicos” fabulosos, tales como: “XXIII. Cómo la risa produce tos y hace
salir por la nariz lo que estaba en la boca”, o “XXV. Del dolor que se siente en el vientre por reír demasiado”, o “XXVI. A qué se debe que se mee, se cague y
se sude a fuerza de reír”. En fin, un fabuloso tratado renacentista. Aunque,
para mí, su momento más elevado es el capitulo final: “Si alguien se puede
morir de la risa”, donde leemos: “Creo que la causa principal de la muerte que
procede de la risa es la falta de respiración. Pues me cuesta aceptar que por
una carcajada se produzca tal disipación de espíritus que se lleve a la muerte,
dado que en la risa la dilatación es repentinamente sorprendida por la
contracción del corazón”. Aunque, “no obstante, sabemos de oídas que algunos se
han muerto de risa, como aquel joven al que unas chicas hicieron cosquillas
hasta que se murió, los que tiene el diafragma herido, etc.” (pp. 173-74). En
fin, un libro a medio camino entre la filosofía y la medicina, que acaba con un
ruego: “ruego a los lectores que tengan la suerte de filosofar mejor que yo,
que no desdeñen esta tarea, sino que empleen una parte de su habilidad para
enriquecerla con sus más doctas y sólidas razones” (p. 175).
Es difícil elegir entre títulos tan
impactantes. De los títulos más interesantes —aparte de los clásicos— desde mi
punto de vista: Teatro de lo cerebros
(1583) y El hospital de los locos incurables (1586) ambos de Tomaso Garzoni, o Sobre las
pasiones (1805) de Étienne Esquirol y
La filosofía de la locura (1791)
de Joseph Daquin.
Sin embargo, sobre el que he vuelto
recientemente es un libro
realmente fascinante, cuya lectura desquiciante no es posible hacer de una sola
vez: En los confines de las tinieblas. Los locos literarios, de Raymond Queneau. Cuando uno comienza a leerlo,
sin avisos previos, sin concesiones filológicas, la pregunta que nos asalta es:
¿qué libro es éste? Lo mejor es comenzar por unas declaraciones del propio
escritor: “El tipo que hubiera ido de un editor a otro diciéndoles: “por qué no
hace usted una enciclopedia de la que yo sería el director?” habría estado un
poco loco. Pero, de hecho, resulta que hace unos años, escribía una
enciclopedia, no yo solo sino con ayuda de locos, y es más, de locos difuntos.
En cierta época de mi vida, me interesé por lo que se llama los “locos
literarios” que luego prefería llamar heteróclitos. tras haber acumulado
documentos durante varios años y desenterrado cierto número de ellos, exhumados
del negro polvo de la Biblioteca Nacional”. Esa es la historia. Queneau,
durante décadas recopiló información sobre esos llamados “locos literarios”.
Estos no eran simplemente sujetos fuera del sistema, ni aclimatados o
“fichados” por su locura tales como Sade o Blake. Se refiere a los que quedan
en medio: sus obras han sido editadas “lo cual —escribe Queneau— implica que
hay un cierto grado de aceptación social”, aunque defienden “tesis que se
pueden calificar fácilmente de extravagantes”. Tanto Queneu, como Breton y
otros, hallaban en estos personajes que ahora veremos, un ascendente
fascinante. No se trataba de reírse de ellos, sino de aprender de su delirio.
Así, Queneau ordenó, archivó, profundizó, etc., en toda esa información
recogida y en 1934 se lo presentó en forma de libro a varias editoriales, entre
ellas a Gallimard y Denoël, que fueron rechazando el manuscrito sucesivamente.
Pero ¿qué contenía exactamente este libro? Bien, el libro se divide en cuatro
partes: 1) el círculo, 2) el mundo, 3) el verbo, y 4) el tiempo. Como él mismo afirma,
durante años recopiló información sobre escritores deslocalizados, en los
límites entre la literatura, la ciencia y el delirio. Dicho de otra forma, se
trata de una “eciclopedia del delirio literario”. Entre esos personajes
exhumados por Queneau encontramos a Jean Pierre Aimé Lucas, nacido en 1796 y
que publicó Tratado de aplicación de los trazados geométricos en las líneas
y superficies del primer grado o principios sobre las relaciones de la primera
y segunda potencia. Este libro
matemático-literario-delirante tiene como fin “la cuadratura del círculo”. En
este capítulo Quenaeu se dedica al estudio de esos matemáticos obsesionados con
tal posibilidad. Entre “lo matemático” y el delirio psiquiátrico, entre crisis
psquiátricas y ataques epilépticos, descubrió Lucas —según Queneau— lo que su nombre ocultaba: LUS-C-AUS. Una
cabala numérica y literal donde halla la siguiente revelación: “Luz sublime-
Círculo- Autor Sublime” (p. 58). Queneau también nos habla de Jospeh Lacomme de
quien nos dice que “no sabía ni leer ni escribir, y descubrió
“experimentalmente” la solución de la cuadratura del círculo” (p. 61). Uno de
los personajes más interesantes investigados por Queneau es Pierre Roux. Roux
entre 1843-44 sufre “una catástrofe”. El propio Roux, escribe: “Fui agraciado
con ideas tan sublimes que no pude evitar cosas que se me presentaban con la
vivísima luz de la verdad” (p. 73).
Al modo de una patografía delirante escribe: “Cuando Dios me dio la
orden categórica de escribir, escribí” (p 74). Y así hace Roux, según nos
cuenta Queneau. Escribe sin descanso, o mejor, describe esas visiones a través
de las cuales —siempre con apariencia científica— trata de explicar la
verdad esencial del universo. Entre
las ideas de Roux llama la atención el descubrimiento de lo que llama la
pila todopoderosa. Así, leemos: “He
descubierto un agente con el cual puedo hacer (de maneras distintas) pilas
eléctricas omnipotentes, es decir de una potencia que está sometida al arte, y
que no tiene límites, y que supera con facilidad, todas las necesidades futuras
que el hombre pueda tener en esta tierra. Esas pilas se alimentan por sí mismas
y pueden aplicarse ya sea a la mecánica, ya sea a todas las necesidades de las
otras artes y ciencias. Este descubrimiento es tan gigantesco, que no se ha
hecho ninguno semejante desde el diluvio y supera al de Newton en la misma
proporción en que los cielos están elevados por encima de la Tierra” (p. 98).
Pilas todopoderosas, ideas sobre la masturbación y la composición del universo,
etc. Incluso una concepción mísitica de la fotografía: “Si los hombres tuvieran
la fuerza y la pureza de los ángeles o espíritus (que no tienen ni carne
impura, ni huesos, sino solamente sistema nervioso), todas las mujeres
concebirían fotográficamente y darían a luz hermafroditas perfectos que serían
llevados al cielo, como hizo María
tras haber concebido fotográficamente del ángel Gabriel” (p. 95). Este
post se podría alargar indefinidamente con cada uno de los personajes que salen
en esta enciclopedia literaria, que verdaderamente merece la pena leer
despacio, muy despacio, dejando transcurrir tiempo entre un capítulo y otro,
para así digerir mejor a cada uno de los autores retratados. Por ejemplo,
Pierre Brisset, por quien seguramente Queneau (y los surrealistas) no podía
dejar de sentir predilección. Brisset, en su Gramática Lógica de 1883, afirmará que “la Biblia no ha sido
comprendida por nadie”, excepto él. Para Brisset es la experiencia de la
Palabra el elemento vertebrador de toda nuestra experiencia trascendental.
Ahora bien, esa palabra tiene un antepasado, desde el cual evolucionamos. Una
evolución cristiana que no tiene, obviamente, al mono como antecesor. Así habla
Brisset: “La creación de Dios no es el hombre animal, es el hombre espiritual
que vive el poder de la Palabra y la palabra tuvo su origen en el
bi-archiantepasado, la rana, hace más de un millón y menos de diez millones de
años. Las ranas de nuestros pantanos hablan francés, basta con escucharlas” (p.
181). Escuchar a las ranas para descubrir el origen de nuestra especie, para
escuchar a Dios. Queneau quedó prendado de esta idea. Otros “locos literarios”,
o “heteróclitos”: los fabulosos delirios lingüístico-cabalísticos de Augustin
Bousquet, J. J. B. Charbonnel autor de Historia de un loco que se ha curado
dos veces a pesar de los médicos y una tercera sin ellos (1837), o el “profeta bonapartista” Honoré
Joseph-Fortune Roustan, quien eleva profecías sobre el destino de Francia, la
religión y el socialismo.
Bien, para acabar, señalar que Queneau no vio
publicado en vida este material tal y como él había planificado (y que en
España podemos disfrutarlo desde hace años gracias a la A.E.N. antes
mencionada). Las editoriales se lo rechazaron por impublicable (o poco
interesante, o ilegible o peligroso). Ante este hecho Queneau no cejó en su
empeñó de que el mundo conociera a los locos literarios y muchos de estos
personajes catalogados por él —como alguno habrá intuido— aparecen finalmente
dispersos en sus novelas, como por ejemplo en Les enfants du limon de 1938.
En los confines de las tinieblas. Los locos
literarios, no es sólo una
catalogación de delirios, no es sólo un libro para asombrarse (y reirse), sino
que hallamos a personajes en el límite de la escritura, para quienes —el hecho
de escribir— supone un ejercicio esencial que les permite permanecer en la
tierra. No son meros ejercicios de locura insensata, y eso lo tenía muy claro
Queneau, sino que son escritura en un estado sin estado, son escritura desde
otro lado.