miércoles, 22 de enero de 2014

Por qué debemos acabar con los escritores (como institución)

(Publicado originalmente en Playground)

Existe una pregunta que acosa al escritor y que ha retornado de nuevo durante el pasado año. La pregunta, de todos modos, no es nueva, dirán muchos. De vieja que es la pregunta se vuelve pegajosa como un chicle en el pelo. La pregunta puede plantearse así: ¿debe el escritor comprometerse políticamente? ¿Escritura y política? ¿Escritura o política? ¿Copulativa o disyuntiva? Ese es el tema. He ahí a la cuestión que últimamente retorna a las cabezas, debates y textos de algunos escritores. ¿Cómo escribir y al mismo tiempo mostrar un posicionamiento político, salvaguardando la escritura y no siendo un panfletario? En lo común, la casta artístico-literaria suele actuar como en esa greguería de Ramón que dice: “Era tan moral que perseguía las conjunciones copulativas”. Escritura y política, arte y política. El problema es la y.
            En su más reciente ensayo El acontecimiento de la literatura (Península, 2013) Terry Eagleton recupera el problema. Y lo hace con esa lucidez a la que ya nos tiene acostumbrados. Allí nos dice que sostener que la literatura nada tiene que ver con la política es un prejuicio reciente. La literatura, según el esquema habitual, es ficción, imaginación, irrealidad, pero nada que ver con lo doctrinario, con lo didáctico, con lo político; eso nos dicen los chamanes académicos de lo literario. Es más, si leemos una novela donde actúa el fantasma del didactismo la arrojamos al fuego del panfletarismo, con un grueso gesto de desprecio. Sin embargo, sostiene Eagleton que éste es un prejuicio introducido por la moral neoliberal que trata con todas sus fuerzas de abastecer de obras al mercado que alejen la escritura y la política, que esa y  sea en realidad un muro infranqueable. Pero, ¿es así? El mismo Eagleton lo dice claro: “La palabra doctrinario se aplica solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca”. Eagleton, no obstante, no expone cómo debe darse esa literatura política, aunque apunta a que el compromiso político es connatural  a la escritura, es su origen y su horizonte.
            Qué hacemos con la literatura, publicado hace pocas fechas por la editorial Akal y firmado por David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, ahonda en este trayecto de un modo que merece lectura profunda. En este caso se nos dice que no existe literatura neutral, que toda literatura es un ejercicio ideológico y que por lo tanto la ecuación escritura o política es una falsificación. La escritura siempre es política, y no dejan de tener razón. Es cierto que no existe la escritura neutral, es cierto que hasta la literatura más hermética o fragmentaria reproduce la ideología dominante, sin embargo, caen en una cierta melancolía afirmando que no es ya posible salirse del mercado, o, mejor dicho, que ya no hay otra cosa que mercado si queremos producir efecto o emitir mensajes y que por tanto hay que jugar dentro de él. Melancolía de la izquierda lo llama Rancière. O dicho con Eagleton: “utilizar la palabra “literatura” de forma normativa en lugar de descriptiva conduce a un fango innecesario”. Claro que la literatura es política, claro que la literatura debe actuar políticamente, pero de ahí a caer en lo que se denomina caballo de Troya hay un salto argumentativo poco claro. La táctica Caballo de Troya es hacerse pasar por narrativa dominante (y aquí, según dicen, el que la tapa “sea dura” es importante) e inocular desde dentro el virus político. Disfrazarse de Best-Seller. Es decir, publicar en grandes editoriales para llegar a más público (público lector que en buena medida es minusvalorado y alejado como un otro vacío) y así actuar. Pero, ¿es tan sencillo? ¿Es eso actuar políticamente? “No basta con debilitar a la burguesía desde dentro”, decía Benjamin, porque el problema no es el de la literatura contra el capitalismo, sino el de los trabajadores frente a la clase dominante. Y no basta, porque el problema es que esta táctica que acepta el juego y se introduce en el cuerpo del Caballo acaba o bien produciendo escritores que se aclimatan perfectamente al vientre del Caballo (hay muchos casos) o bien sus efectos son simplemente efectos dentro del propio sistema literario, de puertas adentro. Algo así les ocurría en el mundo del arte a los Yes Men. Sus perfomance consisten en hacerse pasar por la clase dominante. Incluso llegan al centro del poder bajo el disfraz. Se han hecho pasar por grandes ejecutivos, por asesores de Bush, etc. Más tarde son descubiertos con un cierto revuelo. Sin embargo, ellos mismos reconocen el fracaso de este disfraz ya que sus acciones de caballo de Troya son indiscernibles para el público que observa sus movimientos o declaraciones. Y el fracaso es total en tanto que su obra sólo es política para el vientre complaciente del propio arte.

            Escritura y política, sí, desde luego, necesariamente, pero una escritura y una política transformadoras hacia dentro y hacia fuera del propio sistema literario. Una literatura donde se rompan los límites entre escritor y lector, donde el lector sea colaborador. Una literatura política debe, así, en primer lugar, tratar de desactivar la propia institución dominante de la literatura, de lo literario, y no aceptarla con la resignación melancólica del “no hay alternativa” para el escritor, a lo Thatcher. Esta aceptación lleva a ese fango innecesario. Lo anónimo, lo amateur, lo fotográfico, etc., como nuevas formas de realismo frente al realismo del argumento y la causalidad. En la vanguardia rusa esta ruptura tenía un nombre Factografía (en España contamos con un magnífico estudio de Víctor del Río). Una visión que fractura, que juega a medio camino con la entrevista, el ensayo, el documental, la fotografía, el cine, el relato, la poesía, la catalogación, etc., y que podría construir modelos de acción crítica capaces de generar respuestas diferentes, alejados del mero “lamento” o el panfletarismo. Apuntamos así a que la relación arte, escritura y política sólo podrá ocurrir si los artistas y escritores se conectan (mutan y desaparecen) con los movimientos surgidos del interior de las crisis producidas por el neoliberalismo. No dar voz al trabajador, sino que el trabajador se visibilice como escritor, por ejemplo. El escritor como montador. O así: acabemos de una vez por todas con el escritor como institución, ése sería el mayor gesto político.

jueves, 9 de enero de 2014

EL POLÍTICO PIERDE LA BATALLA DEL LENGUAJE

(Publicado originalmente en El Confidencial)

Que el problema son las palabras cuando éstas construyen un acontecimiento que antes no existía es una de las verdades que el tiempo actual nos desvela. De ello ha sido consciente la Fundación del Español Urgente al destacar la palabra escrache como palabra del año. El lenguaje del político sabe mucho de esto, es decir, del terreno en el que el lenguaje establece nuevos territorios. Su forma de dar forma –valga la redundancia– a lo abstracto para que parezca efectivo es evidente. Basta con oponer dos términos “recientes”: escrache frente a emprendedor. Ambas son dos palabras que expanden su realidad en medio de la crisis. Sin embargo, a primera vista, una diferencia abismal separa ambos términos: el consenso. Mientras que la segunda genera consenso, siendo algo así como la moral del señorito satisfecho, que decía Ortega, la primera, escrache, remueve profundos desacuerdos y si hay desacuerdo lo político retorna y si retorna el ejercicio de lo político el político tiembla, ya que se genera un enemigo. Y ahí está la cuestión: el político así como las instituciones políticas se encuentran fuera de juego frente a una palabra que no proviene de su recinto pero que lo afecta. Escrache esconde algo llamado lo político, es decir, el pueblo invisible visibilizándose. ¿Y qué aterra más al político que el hecho de que el pueblo, esos sujetos invisibles, se adueñen del lenguaje…? Pocas cosas. El político de hoy, de nuestra des-democracia, es el menos interesado en que exista algo llamado lo político. El político y el sindicalista han mutado deshaciéndose de lo político en favor de la gestión, y el escrache les recuerda que todavía hay un pueblo, unos ciudadanos y que existe lo político.
En abril de 2013 leíamos: “se comunica que, a partir del día de la fecha, todas las comunicaciones, escritos y diligencias en las que se notifique que se han producido acosos, amenazas y coacciones a representantes políticos, DEJARÁ DE UTILIZARSE EL TÉRMINO ESCRACHE, pasando a ser denominado con la acepción castellana correspondiente (acoso, amenazas, coacciones, etcétera)". Eugenio Pino, hombre de aviesa mirada y número dos del Cuerpo Nacional de Policía, sabía quizá mejor que los políticos que el lenguaje si bien no representa la realidad sí produce acontecimientos. De hecho fue él quien en abril de este año que ahora acaba diseñó la estrategia lingüística: acabar con la palabra. En su delirio e ingenuidad consideró que tal vez tachar la palabra implicaría destruir el acontecimiento. O mejor, consideró que si esa palabra, ajena, disruptuiva, nueva, era suplida por otra como acoso, la realidad cambiaría. Pero Pino se equivocaba. Leer a Wittgenstein con anterioridad le hubiera venido bien. Un ejemplo: la palabra “mierda” no está más cerca de la realidad que la palabra “excremento”, aunque se refieran a lo mismo, aunque el acontecimiento al que se refieren sea el mismo.
Otra forma de enfrentarse al asunto es el de los políticos. Cuando ese pueblo invisible se organiza para hacerse visible la respuesta del político es que ese gesto es antidemocrático. Precisamente para Mariano Rajoy, así lo era. Lo mismo que para algunos miembros del PSOE. O, de otra forma, cuando el pueblo toma la palabra es un ejercicio de antidemocracia, según se nos dice ahora. Y, ciertamente,  en la perspectiva neoliberal así es. Vivimos en un contexto en el cual para proteger la democracia, los políticos de todo símbolo,  tratan de impedir que los ciudadanos se visibilicen. En efecto, que el problema no es tanto, o no es sólo, de palabras sino de visibilidad dan fe las declaraciones de Sáenz de Santamaría quien afirmaba “que los medios de comunicación deberían dar menos importancia a estas convocatorias, y en ocasiones no acudir a esos llamamientos.” Más aún, casos como los de María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre (o Felipe González) donde se tilda de nazismo la forma de actuar de los ciudadanos demuestran a las claras el miedo que tienen a la democracia (y al lenguaje). Pero si somos aún más sinceros no hay mayor escrache/acoso a la democracia que aquel agosto en el que el PSOE y el PP pactaron cambiar esa “cosa” llamada Constitución. Y lo hicieron en nombre del pueblo. Ya en el siglo XVII alertaba Spinoza en su Tratado teológico-político de esta tendencia: “Quienes administran el Estado o detentan su poder, procuran revestir siempre con el velo de la justicia cualquier crimen por ellos cometido y convencer al pueblo de que obraron rectamente”.

El escrache, pues, es un símbolo que desestabiliza el concepto de democracia, pero sobre todo, el concepto de pueblo que manejan nuestros sistemas. El discurso dominante nos habla, por ejemplo, de palabras huecas como libertad, la cual ha perdido su fuerza y su sentido, o, mejor, ha retornado a otros tiempos. Un simple caso. Justo hace ahora cincuenta años, en el Mensaje de Fin de año de 1963, Francisco Franco, decía a los españoles: “El enemigo se aprovechó de la libertad para destruirla”. El mensaje de los políticos frente al escrache es el mismo, es decir, el pueblo visibilizado en el escrache se convierte en enemigo, porque usa demasiado la libertad. Aprovecharse de la libertad para destruirla, como decía Franco, es lo que hacen, por ejemplo, los huelguistas. Con palabras como escrache, pero sobre todo con sus consecuencias, el poder político pierde el monopolio del lenguaje, que es el monopolio de la manipulación lingüística. Recientemente el filólogo Luciano Canfora, en el libro La historia falsa y otros escritos (Capitán Swing, 2013) lo decía del siguiente modo: “Nos encontramos, efectivamente, frente a un nuevo impulso a la unificación a la baja, que fue el rasgo dominante del fascismo. Al igual que el viejo fascismo su actual y extraordinario isomorfismo ha conquistado el centro y tiene el monopolio de la palabra”. Y como digo, es a este monopolio al que se enfrentan palabras como escrache.
            Sinceramente, lo de menos es si etimológicamente proviene del inglés scratch  o del lunfardo. La etimología ni redime ni da victorias. Sin embargo, el escrache tiene un factor esencial: la ruptura del pacto de lo privado, la violencia simbólica que genera. Y en este sentido el mejor ejemplo de escrache no es el que se ejercita frente a la casa del político sino el que se ejecuta sobre la propiedad privada. Marinaleda es el nombre. No sólo escrache. Sánchez Gordillo supo visualizar perfectamente el grado de simbolismo necesario. Lo de menos era agenciarse alimentos sino visibilizar un problema a través de una acción. Frente al modelo en el cual el político y la política se mantienen bajo el rostro del consenso hay límites infranqueables como la vida privada y sobre todo la propiedad privada. Saltarse lo privado, he ahí el temor que genera el escrache. Jacques Rancière, en la entrevista que se incluye en el reciente El síntoma griego (Errata Naturae, 2013) expone del siguiente modo la necesidad de recuperar un modo de violencia simbólica que había sido arrebatado. Señala: “Y lo cierto es que, para mí, debe primar la violencia simbólica. Pues ésta es, en el fondo, la afirmación de un sujeto simbólico colectivo capaz de ver, pensar y actuar de otro modo. Y creo que también resulta de importancia adquirir visibilidad, ganar esa confianza aportada por el hecho de hacerse visible, una confianza otorgada por la propia fuerza que confiere el acto de agruparse”. De alguna forma ocurre que escrache reconfigura el concepto de violencia, y eso, al político no le gusta.