miércoles, 29 de diciembre de 2010

DE TRES EN TRES. LIBROS DE 2010 QUE ME HAN GUSTADO




No soy muy dado a las listas. O bueno, tal vez es que no he sabido nunca enfrentarme a ellas. Por eso esto no es una lista sino una especie de recuerdo/recuento. ¿Qué me ha gustado últimamente? Esta pregunta, un tanto ególatra, me da algo de reparo. Lo diré de otro modo… Lecturas que recuerdo más… No, peor… En fin, que sin pensar demasiado voy a poner brevemente en algunos post cosas que me apetece contar.

Empezaré por un libro en prosa. Se trata del libro Isla decepción (Pre-textos) de Rafael Fombellida. Es un libro en prosa, sí, pero se trata de una obra difícil de catalogar, y eso es lo interesante. Conocida es la faceta de Fombellida como poeta, autor de libros como Norte magnético (Dvd ediciones) o Canción oscura (Pre-textos), libros de una hondura reflexiva llena de sugerencias y símbolos.

Sin embargo, el último desembarco literario de Fombellida es un libro híbrido. O alucinadamente híbrido. Cuando parece un dietario se transforma en una novela, cuando crees que es un relato tiene tono de poema, y de pronto ese mismo poema se transforma en una reflexión sobre una ciudad o sobre la poesía de Guillén, por ejemplo… Es esto lo que hace del libro un texto hipnótico y adictivo. Uno puede entrar en él por donde quiera y disfrutar de sus entradas como quien se deja llevar por la corriente. Nos habla de su vida pero sabe hacer de ese yo que habla perfecta ficción universal. Fombellida juega con los lectores, juega a despistarnos, a traernos y llevarnos y, de pronto, deja sobre nuestra espalada una enorme losa en forma de pensamiento que no nos abandona durante el resto del día. Quizá, ahora que lo pienso, sea éste el mejor libro de poemas de Rafael Fombellida, aunque no sé si él estará de acuerdo. A mí por lo menos me dejó estupefacto este año. ¿Estupefacto? No. Esa no es la palabra. Es una palabra demasiado fea. Pero bueno, creo que queda claro que este año ha sido un libro que me ha gustado mucho. Fragmento aquí.

Siguiendo con la prosa no puedo dejar de citar Homer & Langley, la novela de E. L. Doctorow que la editorial Miscelánea publicó en abril de este año. No sé por dónde debería a empezar con esta novela. La historia sería simple de contar: dos hermanos, uno de ellos ciego, se dedican a vivir hacia dentro, es decir empiezan a acumular cosas en su casa hasta que fallecen allí mismo. Es decir: se trata de una historia más de Nueva York. Los hermanos Collyer llegaron a acumular toneladas de deshechos en su casa: periódicos, trastos, e incluso un coche, que desmontó uno de los hermanos en el salón de su casa mientras el otro, invidente, trataba de hallar caminos dentro de aquel laberinto. Cuando Langley murió, Homer, el ciego, que dependía de él, falleció por inanición. Lo dicho, la historia parece simple dentro de las leyendas de las grandes ciudades. Sin embargo, esta historia fascinó a Doctorow. Éste no se limitó a narrar la historia, sino que fabuló en torno a ella, la transgredió, creó dentro de ella nuevas rutas, transformando por completo la historia hasta hacer de ella literatura, que es lo que importa. En Doctorow el tema es la forma, como en los grandes escritores. El libro está lleno de iluminaciones. Uno de las más interesantes es el momento en el que Langley se dedica a traer a casa cantidades y cantidades de periódicos con el fin de escribir lo que él llama periódico universal, un periódico que vale para cualquier día de cualquier época, porque cada día es el mismo. “¿Quién iba a comprar semejante periódico?”, piensa Homer, el hermano ciego. Langley añade: “Pero Homer, dijo, ¿no gastarías cinco centavos por un periódico así si no tuvieras que volver a comprar otro nunca más? Reconozco que sería malo para las pescaderías, pero hay que pensar siempre en el bien de la mayoría.

¿Y los deportes?, pregunté.

Sea cual sea el deporte, dijo Langley, alguien gana y alguien pierde.

¿Y el arte?

Si es arte, ofenderá antes de ser venerado. Se exige su destrucción y luego empieza la puja?”.

Esto es solo un ejemplo. Lo fascinante de este libro reside en el proceso de gradual de acumulación de objetos y en cómo esa misma acumulación arrastra al lector por el interior de la casa. La acumulación y la progresiva ceguera son tanto elementos físicos como psicológicos en los que el lector acaba atrapado. Sentimos el peso de los objetos, sus laberintos, sus peripecias y, sobre todo, sus conversaciones y pensamientos enajenados y claustrofóbicos. La literatura de Doctorow nos golpea como el gran escritor que es, portador de una insólita capacidad de arrastre (baste recordar su Ragtime). Más info aquí.



Antonio Crabera y su Piedras al agua (Tusquets). La verdad es que este libro aumenta su fuerza en cada lectura. Es Cabrera una de las voces poéticas —aunque esto suene a tópico— que crea, bajo mi punto de vista, la mejor poesía generadora de sentidos de la poesía actual. ¿Qué quiero decir con esto? Algo muy sencillo. Hay poetas que creen que por poner palabras elevadas una detrás de otra o por “cantar” y “ensimismarse en el canto”, creen (o aspiran a) producir una poesía filosófica, elevada o mística y lo único que logran es una especie de ripio ceremonioso y religioso que produce, en ocasiones, vergüenza ajena. Es en ellos la impostura un ejercicio habitual. Por el contrario, Cabrera es muestra de que es posible una poesía que roce, y asimile, el pensamiento y la filosofía, sin caer en estupideces ni en “coñazos poéticos”. Cabrera se introduce desde la palabra en el contenido y no a la inversa. En libros anteriores lograba alcanzar esos estados poético pero en Piedras al agua logra, creo, dar un paso más. Lo anecdótico se transforma en aventura poética a través de la mirada/reflexión del poeta. Ahora bien, esa anécdota no es la falsa anécdota de la poesía de la experiencia donde ésta —el hecho anecdótico— se imponía e iba por delante de la forma. Cabrera sabe manejar perfectamente los límites entre el lenguaje, la anécdota y el pensamiento. Poemas como “Monedas sobre la mesa” o “Suite de la CV202”, muestran claramente lo que digo. Para ejemplificar lo que digo y afirmar que éste, creo, es uno (junto a otros que iré comentando) de los libros de poesía que últimamente más me han fascinado dejo aquí el siguiente poema.

INVENTARIO MATINAL

Ahogándose en el humo


de los automatismos,


un resto de deseo de dormir.



La combustión de lo que hoy diré:


calor de la sintaxis.



Cierto argumento errado


a favor del placer de un desayuno


en soledad.



El enlace fortuito de recuerdos,


y su huella


como palabra lánguida


que no se ha completado y se evapora.



Aún la resonancia de la noche

contra el bulbo raquídeo.



Dudas


que palpan otras dudas: un tumulto


sin sitio a donde ir.



Los olores se estorban,

a punto de mezclarse.



En la piel de los brazos, helada, la baranda.



Y la mañana nítida,



y el cielo no mental,



y la flecha diaria de lo externo


vertiginosamente en mí.

*******

[continuará]

sábado, 25 de diciembre de 2010

TENTATIVA CRÍTICA: CONTRA LA POESÍA. CONTRA LOS POETAS. WITOLD GOMBROWICZ EN LA LECTURA DE JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN (O AGARRATE QUE VIENEN CURVAS)



Leo en el último ABC cultural (24/12/2010) la columna de José Luis García Martín sobre la reedición del libro Contra la poesía. Contra los poetas de Witold Gombrowicz que acaba de publicar Visor. Para empezar obvia la que hizo en 2009 la editorial sequitur, aunque esto sea algo menor. Sin embargo, lo interesante reside en el hecho de que García Martín parece desenfocar (intencionadamente) el problema, pero no como en otras ocasiones, con gracia y humor. Para empezar desenfoca el contexto de su publicación, y sin ese contexto esta obra pierde parte de su sentido. Este texto fue escrito en 1947, justo tras la segunda guerra mundial. Otros escritores recordarán, como Günter Grass, el odio que en esa época existía hacia determinados poetas que tras el horror del holocausto seguían cantando a las adelfas y las lilas, ausentes por completo del mundo en el que vivían. Hablaba Günter Grass de una “desconfianza hacia todo tintín-retintín, hacia esa intemporalidad poética de los místicos de la Naturaleza […] Se trataba de abjurar de magnitudes absolutas, del blanco o negro ideológicos, de decretar la expulsión de las creencias e instalarse sólo en la duda, que daba a todo, hasta al mismo arco iris, un matiz grotesco”. El tema estaba sobre la mesa. ¿Cómo podía sobrevivir la poesía en un mundo así? La poesía necesitaba mutar o desaparecer. Un año antes, 1946, Heidegger se había preguntado, a través de Hölderlin, “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?” y su respuesta había sido tibia y más bien reaccionaria. Será unos pocos años más tarde, en 1951, cuando Adorno lance su muy mal leída y peor interpretada frase: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Evidentemente Adorno, como los demás, se refiere a un tipo concreto de poesía (no a toda la poesía): la poesía pura, entendida ésta como desligada de las condiciones sociales y políticas desde las cuales el poeta escribe. Cada poeta, al escribir un poema, debe dejar el rastro de su sociedad en la escritura, no sólo en su contenido sino fundamentalmente en su forma. (Adorno, está claro, escribió multitud de textos sobre poesía, como por ejemplo, su impagable “Poesía lírica y sociedad”.) Es contra la poesía y contra el poeta ausente del mundo por completo contra lo que se lanzan tanto Gombrowicz como Adorno. No van contra la poesía, sino contra cierta poesía. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que defiendan la poesía panfletaria. Todo lo contrario. Esta poesía no refleja las condiciones sociales a través del lenguaje sino que impone un contenido (excesivamente demagógico) a una estructura imposibilitando que brote el sentido propio del tiempo. Es decir: el tiempo del poema se trasluce en la estructura, en la construcción del poema y no en el simple contenido. García Martín —volvamos a él— parcela la tesis de Gombrowicz para su provecho: “los versos no gustan a casi nadie, el mundo de la poesía es un mundo ficticio y falsificado”. Esta es, según el crítico, la tesis del texto. Y García Martín añade que dado que no gustan a nadie no tiene sentido que se publique tanta poesía, que sólo diez o doce poemas se salvan. De alguna manera, García Martín tergiversa la tesis de Gombrowicz. Si leemos el texto de Gombrowicz por completo lo entenderemos: “parecerá [esta tesis] desesperadamente infantil; y, sin embargo, confieso que los versos no me gustan y hasta me aburren un poco. Lo interesante es que no soy un ignorante en absoluto en cuestiones artísticas ni tampoco me falta sensibilidad poética; y cuando la poesía aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos […] tiemblo como cualquier mortal”. Y añade: “lo que difícilmente aguanta mi naturaleza es el extracto farmacéutico y depurado de la poesía que se llama “poesía pura” y, sobre todo, cuando aparece versificada”. Bien. Todo esto es lo que obvia García Martín. Y es mucho. Para empezar a Gombrowicz le asombra darse cuenta (de pronto) de que a pesar de poseer sensibilidad literaria, la poesía le espanta. Parecería que al sorprenderse a sí mismo escribiendo eso, tratase de recular. Por ello Gombrowicz añade que la poesía, cuando aparece mezclada con otros elementos cotidianos, crudos, prosaicos, tiembla como cualquiera. Ahí está lo importante. El lenguaje poético como tal no existe sino es en estado de mezcla con lo real, con lo cambiante, con lo crudo y prosaico. La poesía no está en el verso. Si leemos algunos fragmentos de Contra los poetas lo entenderemos mejor: “¿Por qué no me gusta la Poesía pura? Sí, ¿por qué? ¡Pues por la misma razón por la que no me gusta el azúcar en estado puro! El azúcar sirve para endulzar el café y no conviene comerlo a cucharadas como si de una sopa se tratara”. Y a esto añade eso que le cansa de la poesía. Es decir, hay una parte tolerable (que es la que tratará de ver Milosz en su famosa carta de respuesta) y otra excesiva. Escribe: “Lo que cansa de la Poesía pura es el exceso de poesía, la ristra de palabras poéticas, de metáforas, de sublimaciones, en suma, ese exceso de condensación que limpia esos textos de cualquier elemento apoético y acaba asemejándose a productos químicos”. Eso es lo que le cansa: el poema como producto, como cartón piedra, como fusión de reglas preestablecidas. Por eso añade: “Dedicados a perfeccionar con ahínco el Arte, dejamos de preguntarnos sobre el vínculo, el contacto, que tiene con nosotros. Cultivamos la Poesía, olvidando que lo Bello no siempre ha de gustarnos. Si no queremos que la cultura pierda toda su relación con el ser humano, deberíamos de vez en cuando interrumpir nuestros laboriosos ejercicios para averiguar si lo que producimos nos expresa o no”. Ahí está el tema, la cuestión. Eso que escribimos: ¿qué relación tiene con la realidad que nos rodea? Este texto es una reescritura de Contra la poesía y fue publicado en 1951. Denota, en igual medida que otros textos de la época, ese pavor hacia huida, o, mejor dicho, esa inmersión en el disfraz de la técnica o de la pureza, como si ese reino existiera realmente. Del mismo modo que un día descubrimos que los reyes son los padres, el poeta debe descubrir cuanto antes —esta sería la tesis oculta de Gombrowicz— que la poesía carece de territorio real, que no existen palabras más o menos poéticas, que el poema no está exclusivamente en el verso ni en el mundo interior del poeta. Esto no quiere decir que Gombrowicz defienda una poesía popular accesible a todo el mundo. Escribe: “¿Son o no son herméticos? Nada más lejos de mi intención que acusarles de “difíciles”; no pretendo que escriban para que “todos los entiendan” y puedan ser leídos por doquier. ¡No! […] Un arte que se respete jamás lo haría. El artista inteligente, sutil, profundo debe expresarse como tal y adoptar el estilo que le pertenezca. […] Nada hay de malo en que la poesía moderna sea accesible a cualquiera, pero sí hay en que nazca de la convivencia unívoca y estrecha entre hombres y mundo idénticos”. (Aquí la lectura debería ser a la luz del texto de Adorno “Poesía lírica y sociedad”, antes citado). Acto seguido, en un juego interesante donde se pone a sí mismo como modelo —sin olvidar que habla de poetas generando por lo tanto un territorio indefinible entre poesía y prosa— apunta: “Yo mismo soy un autor que defiende su propio nivel pero mis obras no olvidan nunca que además de mi mundo existen otros. Aunque no escribo para el pueblo, escribo como quien se siente vigilado por el pueblo, y que depende de, y se ha formado en, el pueblo”. Y concluye el párrafo de un modo clarividente: “Mi arte ha crecido no tanto en contacto con personas semejantes a mí sino de la relación con el adversario”. Para Gombrowicz el problema es que muchos poetas olvidan todo esto. Se olvidan del factor sociedad, mundo, realidad, otro. Por ello apuntala sus tesis: “En efecto, ningún poeta es exclusivamente poeta, sino que en cada uno de ellos existe también el no-poeta, el que ni canta ni ama el canto… ser hombre es algo más que ser poeta”. Si esto se olvida el poeta se transforma en fraile, en protector del fuego sagrado, sacerdote de un puñado de ideas poéticas y de poetas y de poemas, como en una especie de rito ceremonial. Para Gombrowicz, cuando la poesía se transforma en rito (muy irónicamente habla de los recitales de poesía como homilías) desaparece la literatura, desaparece el otro, desaparece el mundo, la realidad. Es decir, se esfuma la poesía. Por eso, hacia el final del texto señala: “Creo haber explicado más o menos porqué soy reacio a la poesía en verso; y porqué los poetas, dedicados en cuerpo y alma a la Poesía, al cerrar los ojos ante la realidad, olvidan la existencia del hombre concreto y acaban encontrándose más allá del aparente Triunfo, más allá de toda la pompa de sus rituales, en una situación catastrófica”.

¿Y José Luis García Martín? Su columna se dirige hacia lo más superficial del texto para hacerse notar él mismo, tal vez. Antepone su yo a sus propias ideas, y esto es muy difícil. Resalta los fragmentos menos destacables del texto de Gombrowicz. Esto es, simplemente destaca aquellos que hablan de vanas polémicas fácilmente criticables entre poetas. Por otra parte, señala que Visor publica este texto para halagar a sus lectores copiando la estrategia Media Markt que nos dice “Yo no soy tonto”, que es una forma graciosa de llamarnos idiotas. No lo sé. Sin embargo, leer el texto de Gombrowicz así —como parodia o caricatura de los poetas fuera de toda historicidad— carece de sentido. Además nos dice que tras cerrar el libro, es capaz de “rebatir una a una sus razones”. Rebatir sus razones no significa superarlas. El crítico rebate sus razones sin decirnos cómo. Pero esa sería otra cuestión. Y añade que Gombrowicz, “de algún modo, tiene razón”. ¿De algún modo?

Sin embargo, García Martín no entra en el texto de ningún modo, sino que lo entiende al revés. Para empezar escribe el crítico: “Gombrowicz no ataca a los poetas, sino a su caricatura”. Al contrario. El objetivo de Gombrowicz es ir contra los poetas. Precisamente ése es el título de la obra. Pero, como Adorno —a pesar de las distancias entre ambos—, no va contra todos los poetas sino contra ciertos poetas que hacen de la poesía un rito ceremonioso. Va contra los frailes de la poesía, que ven ella una especie de lugar de comunión religiosa, como una especie de convento cerrado al público. Una especie de logia donde sólo unos pocos valen. Curiosamente —dando la vuelta a la tortilla— ésa es la postura de García Martín. Y ahí está el punto clave de la digresión de García Martín, en la que se columpia y trata de transformar la hipótesis de Gombrowicz, con la que podemos estar o no de acuerdo pero que exige una reflexión centrada. Gombrowicz, precisamente, se ríe de aquellos sacerdotes poéticos que se preguntan: “¿Vale la pena gastar tanto papel, esfuerzo y dinero con tan poco provecho?” (escribe García Martín). La poesía —parece decirnos García Martín—es tan virginal que se destruye en contacto con el papel. No. No es esa la idea. Curiosamente, por motivos peregrinos, García Martín considera que Gombrowicz tiene razón, pero de lo que no se da cuenta es de que él está siendo la caricatura de la que hablaba Gombrowicz, al sostener la frailedad (o frailismo) exclusivista de la poesía: “pero diez o doce poemas al año, tras tantos siglos de escribir poesía, y en tantas lenguas, bastan para formar una memorable antología inagotable. Sobran casi todos los poetas”. No es ésa la idea de Gombrowicz. García Martín se convierte, precisamente, en el fraile de la poesía, en el protector sacerdotal de la poesía, personaje contra el que se dirige, precisamente, Gombrowicz. La poesía no necesita frailes.

Para Gombrowicz el problema no está exactamente en la poesía sino en la actitud de los poetas. Cuanta más poesía se publique y escriba más posibilidades de acceder a la poesía no pura, prosaica, cruda, que nos haga temblar —como él mismo exigía, tendremos. La poesía no está en el verso o la versificación —y ésta es la complejidad oculta del texto de la que no se percata o no quiere percatarse en su crítica García Martín— dado que no existe lo poético sino la escritura capaz de mezclar elementos diferentes, más allá de eso llamado versificación. La tesis fundamental de Gombrowicz tal vez sea que no existe lo poético. Encantados.

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL CRÍTICO Y LO POÉTICO, DE NUEVO



No deja de ser curioso la tenacidad con la que algunos "usan" la palabra "poético". Para algunos se ha convertido en la muletilla, en el adjetivo que les sirve para dar cuenta de lo que no entienden. "No entiendo algo. Ah, debe ser porque es muy poético". Sobre todo pienso en el mundo del arte contemporáneo. Bueno, en el mundo de la crítica del arte contemporáneo. A la mayoría de los artistas actuales la poesía actual se la trae floja. Y lo mismo parece ser que les pasa a los críticos. Aunque en estos sea más problemático. De esto ya hablé en un post anterior. Y parece que se repite. Lo poético es el comodín. No deja de ser curioso que cuando un crítico de arte contemporáneo hable de arte tenga una noción muy avanzada de ese concepto, pero cuando hable de poesía vea en esta un extraño sentido arcano, indescifrable, como si la poesía fuese aún la sacerdotisa de las artes. Sí, por un lado, cuando un crítico de arte se encuentra ante una obra de la que no sabe como salir pero sabe que debe decir algo positivo, la palabra es "poético". Y si tiene que hablar de un poeta el más actual que citará será Rilke o tal vez Celan. Es difícil saber porque sucede esto. Un ejemplo más. Un ejemplo reciente. Fernando Castro Flórez. En una crítica reciente sobre la exposición de Carlos Garaicoa, Fernando Castro retoma el peculiar sentido de lo poético de algunos críticos y teóricos de arte (alejados de la poesía actual). Tras hablar de (y citar a) Derrida, Adorno, Bourriaud, etc., al fin Castro Flórez nos habla de las piezas de la exposición titulada "Fin de silencio" y que tiene una pinta estupenda (a pesar de las buenas palabras del crítico). La exposición está compuesta por una serie de alfombras sobre las que aparecen escritas unas series de palabras desde las cuales se nos quiere hacer reflexionar sobre la situación de la Habana. A esto lo llama el crítico "documentar como un etnógrafo". Pero no sólo es documentar como un etnógrafo ya que como son palabras sobre un soporte concreto, y son palabras que suenan profundas (es decir, lo que comúnmente se llama poético), el crítico sostiene que el artista realiza "un intenso ejercicio de poesía concreta". ¿Cómorrrr? Y añade: "Basta copiar algunas de las frases que forma a partir de lo que encuentra en el suelo habanero para comprobar que el aliento poético es evidente". Sí, claro, muy evidente. Veamos lo escrito: "El volcán estallará. Iluminados. Esperamos". "Rey destruye o redime", "La lucha es de todos de todos es la lucha". A esto lo llama Castro Flórez intensidad poética. No sé, pero no encuentro intensidad ni lirismo poético, si a esas palabras las separamos de un concreto efecto estético. Sin él no son más que cursiladas, poesía mala del siglo XIX. No por encontrarse en la calle, en la Habana o donde sea y ponerlo por escrito adquieren poeticidad las palabras. Lo importante de estas piezas no son las palabras, como insiste el critico, sino quizá su efecto estético, pero no su intensidad poética. Otro ejemplo de poema que a cualquier poeta actual ruborizaría de lo malo que es como poema es el siguiente: "La general tristeza / negará placeres". En fin, como dice Castro Flórez al inicio de esa crítica, haciendo el mejor verso de la crítica: "tengo fiebre y la gripe parece que llegó para quedarse".

jueves, 16 de septiembre de 2010

PENSANDO EN JOSÉ WATANABE (1946-2007)


En uno de sus libros sobre el romanticismo, M. H. Abrams escribía que en ocasiones «el poeta, enfrentándose al mundo, ve lo que no ha logrado ver, o ya no ve lo que vio una vez, o ve lo que vio antes de una manera nueva», y desde esta enraizada disposición del ver puede leerse buena parte de la poesía contemporánea como poesía aún romántica; es decir, como una disposición a re-asombrarse ante el mundo y sus radiaciones mediante una consciente tensión del lenguaje. Y sin embargo, este mirar que deviene poema, nace de un asombro renovado: la admiración íntima ante el hecho de que las cosas sean. Así de simple: ante el hecho de que algo por mínimo y vulgar, por lejano o aparente, puede provocar ante una visión certera (o manipuladora) una elevación de lo real a poema. De este modo la revelación se halla en el mero hecho de existir (del paso invisible del tiempo), y desde esta mirada mínima, desde esta pobreza esencial, se irá construyendo el tejido poético. O en palabras de R. W. Emerson: «La harina en la barrica, la leche en el cazo, la balada de la calle, las nuevas sobre el barco, la mirada del ojo, la forma y los andares del cuerpo. Enseñadme la razón última de estas cosas». La vibración llega así hasta nosotros.

Es esta razón última la que mueve las pautas de la poética del peruano José Watanabe, cuyo ejemplo, dentro de nuestra cultura, me interesa sobre manera. Es esta revelación íntima de las cosas la que pretende mostrar al mundo en libros como La piedra alada. La piedra como imagen, la piedra como memoria, la piedra como lugar, la piedra como texto, la piedra como intimidad, son algunas de las lecturas posibles de este, sin duda, texto revelador. Y es revelador por varios motivos: por su técnica poética, por su afán explorador, por su dimensión interrogativa, por su constante necesidad de movimiento, etc. Y todo ello partiendo de esa pobreza imaginativa que parecería indicar, en principio, una simple piedra.

El poema que abre el libro «La piedra del río» da fe de esta idea. Así se inicia: «Donde el río se remansaba para los muchachos / se elevaba una piedra. / No le viste ninguna otra forma: sólo era piedra, grande y anodina». En apenas cuatro versos, en una fórmula de densidad poética ejemplar, nos ha puesto ya, de golpe, casi sin darnos cuenta, en la cuneta de toda una posible épica animista desde un latente ritmo de sensualidad. Eso por un lado, pero por otro, ha apuntado en este magistral inicio, que él se situará como mero punto observador. Eso es, observador entre dos realidades: la naturaleza tal y como es «grande y anodina», y la naturaleza inerte como eje meditativo y poético. Parte de lo mínimo para ir hacia la revelación poética. Pero en el mismo poema-pórtico continúa: «Cuando salíamos del agua turbia / trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces / algo extraño: / el barro seco en nuestra piel / acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje». Piel, cuerpo y paisaje se identifican por un instante. Nos ha atrapado desde esa inicial piedra llegando hasta esta extrañeza radical del ser-con-la-piedra. A través de una simple imagen «lagartija» nos ha lanzado de golpe hacia otro terreno más allá de la piedra: el terreno de lo vivo y por tanto mutable. Lo que logra así es una activación de la piedra como eje poético (vivo) mediante un movimiento existencial de la mirada. Unos versos más abajo nos da la clave, la piedra «era el lomo de una gran madre». La piedra como tal, como elemento más allá de ser eso «grande y anodino» del inicio, se torna centro de la acción poética, pero sobre todo acción imaginativa. Y ahí entra en juego, cortando de raíz toda presunción trascendental dentro del propio poema, ese poeta (y su lamento) que antes era punto externo de observación: «Ay poeta, / otra vez la tentación / de una inútil metáfora». ¿Arrepentimiento? No es la primera vez, según intuimos en el tono de ese «otra vez». Parece evidente la caída consciente en la clásica ironía romántica que entra aquí en juego como una especie de tirón de orejas, en su necesidad de estar con los pies en el suelo, pero igualmente (o precisamente por ello) lanzado incansable en busca de reinvenciones imaginativas. Es una tentación nos dice. Quizá quepa recordar que esa ironía romántica, fundamentalmente en manos de Schlegel, es un recurso poético, en el amplio sentido de esta palabra, mediante el cual el poeta mantiene su obra en un perpetuo devenir, tornándose inagotable en sus significados, permaneciendo así tanto el autor como su objeto artístico en una superación constante de las limitaciones, en una especie de confusión, como antes señalábamos. En Watanabe la piedra que inicialmente era signo de lo cerrado, de lo meramente-ahí, crece dentro del juego poético alcanzando este modelo de superación constante, tejiendo desde su escasez material una voluntariosa red de significados. El poeta parece destinado (casi en un sentido heroico), ya desde este principio, a quedarse en el reino de su pobreza imaginativa, a rescatar desde ese espacio las posibilidades de las que debe nacer la creación poética. Tras esa interrumpida tentación metafórica el poeta sigue adelante con su imagen. «La piedra / era piedra / y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora / asume su responsabilidad: nos guarda / en su impenetrable intimidad. // Mi madre, en cambio, ha muerto / y está desatendida de nosotros». Finalmente el poema tiende su red, sorpresivamente, desde la piedra hacia la facticidad de una muerte, pasando por esa enigmática impenetrable intimidad donde queda guardado lo poético y su visión de la muerte. Hay una intensa vibración en su uso de las palabras. Una muerte que a su vez implica una conciencia de culpa (véase del mismo libro «La piedra de mi hermano»). La piedra y la madre permanecen, en conciencia y materia, como elementos vertebradores de una especie de renovada orfandad, de lo que se hace eco esta palabra poética (voladora). Pero esa orfandad es también jugosamente ficticia, en tanto que el mecanismo imaginativo late constantemente. La piedra y la madre, la materia y el espíritu son los altares (en un sentido estratégico) desde donde lo poético como una dialéctica conflictiva alcanza su cometido: dar vida a lo real, agitar lo existente. Y si dando un salto enorme nos vamos hasta el último de los poemas de su libro La piedra alada, comprobamos, quizá haciendo trampas, su objetivo poético, su juego de significados. Bajo un título desbordante, testamentario, «He dicho», afirma: «Qué rico es ir / de los pensamientos puros a una película pornográfica / y reír / del santo que vuela y de la carne que suda. // Qué rico es estar contigo, poesía / de la luz / en la pierna de una mujer cansada». La piedra alada aparece quizá, entre otras cosas, como gesto irónico (así lo creo) que le permite reírse, tal y como afirma, del santo que vuela. Son evidentes así los límites de su poética e igualmente los espacios de su ironía romántica. Precisamente es comparable esta poética con un texto del poeta norteamericano Wallace Stevens, al que ya nos hemos referido, donde desde una clarividencia incomparable expone su sentido de lo que ha de ser este romanticismo. Escribe: «El poeta romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil», pero esta torre tiene «singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros luminosos de las Salsas Snider, del Jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le sirvan el infecto periódico». Idéntico movimiento es el que permanece, creo, en los motivos poéticos de Watanabe. Una imaginación y una realidad sedimentaria que son capaces de desligarse de sus meros significados para reconectarse de nuevo a una realidad eficiente dispar. La piedra se alza hacia otros espacios. El santo que vuela y la carne que suda. Sin duda lo que alcanza Watanabe, tomando palabras de Heidegger, es que las imágenes poemáticas sean «imágenes en un sentido señalado: no meras fantasías e ilusiones sino imaginaciones como visibles inclusiones de lo extraño en el rostro de lo confiado». O en palabras de Simone Weil «ir de lo creado a lo increado».

Pero queda algo aún por decir. La piedra es alada. Al toparse con esta expresión quizá lo más llamativo sea su carácter incrustado en el ámbito lingüístico de lo inmóvil y pétreo; y sin embargo en ello reside su atractivo. Lo alado tiende al movimiento, a la vida, a la acción; lo alado es exigencia de elevación o descenso, a veces de velocidad, de tránsito y migración; es igualmente un símbolo de lo más elevado y excelso, de nobleza. La piedra por su parte, como hemos insinuado, delimita lo inmóvil, las fuerzas de lo elemental, lo amorfo, lo cesado, aquello meramente sometido a las inclemencias de la naturaleza. La piedra es inerte, sí, y sin embargo desde ella (quizá como texto eternizable del paso del tiempo) es posible, tal como pretende Watanabe, construir una reflexión fronteriza sobre la muerte y su huella, su memoria y su identidad, su registro en la palabra. La piedra fosiliza y registra el paso efímero de la vida en la tierra. En este sentido creo que piedra alada es el mejor sinónimo de lo poético. Me atrevo a decir que para Watanabe la identidad se construye a golpe de esta preciada piedra. E incluso, enredando la madeja aún más, podemos recordar que según el mismo Heidegger toda obra de arte, y por lo tanto, todo poema responde al conflicto mundo-tierra, y cuanto más acusado el conflicto, más verdadera la obra. Así, con la palabra «mundo» Heidegger se está refiriendo a lo que pone el hombre (artista o poeta) en la creación, mientras que con la palabra «tierra» apunta hacia lo que pone la materia misma con la que el artista trabaja. La piedra-alada podría sugerir un movimiento poético (esencialista) de estas características. Curiosamente afirmaba Heidegger «La piedra carece de mundo […] pero forma parte del velado aflujo de un entorno en el que tiene su lugar». Es decir, la piedra como tal es esa tierra, pura materia, carece de existencia temporal, y sin embargo, acabará formando parte de ese entorno, de ese mundo del poeta, en el que el ser tiene lugar. La piedra formará parte de ese mundo existencial que el poeta funda en la palabra.

La piedra y lo alado aparecen como ejes, pero yendo más allá, mucho más, hallamos múltiples precedentes de lo alado: desde la mitología griega hasta las nuevas tecnologías. En cambio, quisiera centrarme en un precedente en concreto como paradigma desde el cual reflexionar y construir esa visión actualizada de lo poético: el precedente que quiero destacar (emparentar) lo hallamos en el Fedro platónico. Lo alado se bifurca, se recrea. ¿Será Watanabe la personificación poética de cierto platonismo? Eso quizá sea exagerado. ¿Será quizá su inversión? Aquí comenzamos.

Leamos a Platón: «Todo lo que es alma se relaciona con lo inanimado y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mimo en virtud de la fuerza de aquélla. […] El poder del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses». Y sin embargo, en el mismo contexto se cuestiona Platón, ¿cómo es que en ocasiones se pierden las alas, cómo es que se tiende hacia la caída en lo material? La respuesta es contundente: «porque el caballo [símbolo platónico de lo noble y elevado] entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo».

En Platón es evidente una preocupación por el alma, por su existencia y sus caminos. Hay un alma que surca las alturas, que no «toca» lo terrestre, que surca las alturas y gobierna todo el Cosmos. Ese es el alma platónico, que vive y re-conoce. Y sin embargo, late en el mismo texto la presencia de otro sentido: lo alado en su descenso. Es decir, aquello que ha perdido sus alas y va a la deriva. Además el alma inmortal, el del gran auriga, que alcanza la cima, será el que alcance a contemplar lo que está al otro lado del cielo. El otro quedará atrapado en lo puramente material, sensible, pétreo. Este planteamiento platónico parece algo evidente dentro de su tratamiento de las dos realidades, o dicho con palabras de Rosset: de lo real y su doble. Entonces, volviendo a lo poético, ¿qué ha sucedido?

Ésta es la pregunta que se realiza igualmente el ya citado Wallace Stevens en 1942 en un texto como El jinete noble y el sonido de las palabras. Allí ante el enigma platónico de las almas aladas, de los carros, caballo y aurigas afirma: «era tan irreal para Platón como lo es para nosotros; sin embargo, él podía entregarse, tenía libertad para entregarse, a este esplendoroso sinsentido. Nosotros no podemos entregarnos. Nosotros no tenemos libertad para esa entrega. […] Al tratar de descubrir qué es lo que se interpone entre la figura de Platón y nosotros, tenemos que aceptar la idea de que, por muy legendaria que parezca, la idea ha tenido sus vicisitudes». Entiende por vicisitudes Stevens, una reducción del sentido de lo imaginativo, a favor de un apego a lo real. En Platón, en la antigüedad, la capacidad imaginística permitía entregarse plenamente a los avatares de un texto. Así, «el resultado es que nosotros –continúa Stevens­­- reconocemos, aun sino llegamos a comprenderlos, los sentimientos que el recio poeta percibe con claridad y fluidez en sus imágenes mentales y que, gracias a su reciedumbre, nos trasmite con claridad y fluidez mucho más que las mismas imágenes. Sin embargo, no nos entregamos del todo. No podemos. No nos sentimos con esa libertad».

¿Será esta idea evolutiva, o mejor, esta inversión del platonismo lo que late en Watanabe? Para vislumbrar —que no resolver— esta cuestión nos detendremos en el poema que precisamente da título al libro «La piedra alada», cuyo último verso, ya lo adelantamos, toma esa forma de una imaginación impedida y apego a lo real al que aludía Stevens como reinvención de lo alado platónico. Dice Watanabe: «batió sin entender / que podemos imaginar un ave, la más bella, / pero no hacerla volar». Mientras en Platón la imaginación activaba el mecanismo poético fundando lo real, Watanabe se mantiene en el cerco de lo puramente poético (que no poesía pura) como acción meditativa e imaginativa. La imaginación permanece impedida como acción vital, pero no como acción poética. La imaginación, frente a la fantasía que implica un sentido pleno de huida de la realidad, supone la puesta en marcha del sentido mismo de la forma dentro de la realidad. Podríamos decir que la palabra poética funda una realidad precisamente porque es una palabra imaginativa y no sólo fantástica. En este sentido la realidad queda ampliada por la imaginación. Crea, así, un nuevo espacio, señala una nueva imaginación. Pero mejor leamos el poema completo

El pelícano, herido, se alejó del mar

y vino a morir

sobre esta breve piedra del desierto.

Buscó,

durante algunos días, una dignidad

para su postura final:

acabó como el bello movimiento congelado

de una danza.

Su carne todavía agónica

empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus

huesos

blancos y leves

resbalaron y se dispersaron en la arena.

Extrañamente

en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,

sus gelatinosos tendones se secaron

y se adhirieron

a la piedra

como si fuera un cuerpo.

Durante varios días

el viento marino

batió inútilmente el ala, batió sin entender

que podemos imaginar un ave, la más bella,

pero no hacerla volar.

Lo alado queda tatuado en la piedra, su dignidad, y hasta cierto punto su intimidad, su historia. Piedra e imaginación son los espacios donde esa vida queda registrada. Poeta y tierra (no el auriga y el cielo) son los enigmas que esconderán ese secreto de lo visible, de la vida. Ahí reside el nuevo sentido de lo alado, como mecanismo imaginativo, no como muestra de una elevación moral, trascendente; no como búsqueda de un alma inmortal. Lo que busca Watanabe, en ese camino abierto por los románticos antes apuntado, es el lugar donde el tiempo (en su huida) de fe de su existencia. Eso que está al otro lado del cielo no le interesa, sino su rastro y memoria aquí. En Platón lo más elevado ha de encontrarse con lo más elevado: alma e inmortalidad. En este caso lo alado muestra el rastro de aquello que no quedará registrado más allá de la palabra, la imaginación y una piedra. La poesía se ofrece así como registro fósil de todo lo visible. Lo que crea Watanabe es un nuevo alma poético donde entran en conexión la piedra y lo alado, imaginación y realidad. ¿Seguimos buscando el poemas de la tierra?, como dijera Wallace Stevens.

martes, 24 de agosto de 2010

“SOBRE UNAS RUINAS ENCONTRADAS” (La garúa libros), DE PABLO LÓPEZ CARBALLO

Las palabras tienen algo de tectónico, de movimiento contagioso capaz de hacer saltar por los aires eso-que-estaba-ahí. Ésta podría ser la lección que extraemos del primer libro de Pablo López Carballo titulado, muy acertadamente, Sobre unas ruinas encontradas. Porque, ¿cuáles son esas ruinas con las que el poeta se encuentra o sobre las que el poeta se nos presenta? En primer lugar podríamos decir que se trata del lenguaje. El proceso de construcción poético que nos presenta es el siguiente: la aceptación de la ruina del lenguaje, pero una ruina que no es fin de nada sino punto de partida. Esa ruina del lenguaje no es la destrucción del sentido, sino la búsqueda de un sentido siempre inalcanzable. Podríamos decir que recupera aquella idea del narrador John Cheever quien consideraba la destrucción como el punto de partida de la imaginación. Ahora bien, la destrucción, la ruina que hallamos en este libro nada tiene que ver con un nihilismo estético inútil ni con una melancolía sensiblera por lo perdido. Muy al contrario, estas ruinas son siempre indagadoras. De ahí que si el lenguaje es la ruina desde la que construye, ese mismo lenguaje se anuda hábilmente con una mirada capaz de hacer ver de nuevo. El acto de mirar, de buscar incansablemente, sería uno de los personajes protagonistas del libro. “Pretexto del ojo” se titula la primera sección del libro. El ojo es el que percibe e intuye la realidad antes de darle una cerrada forma racional. El ojo como animal que trata de someterse sólo a sus instintos. Así lo vemos en versos como “Mirar hacia dentro del poema / hacerlo tropezar eso es vertical / o casi”. Ésta era una vieja pretensión romántica: ver por vez primera, con los ojos del niño. Sin embargo, la inocencia de esta pretensión ya no es asumible. No es posible ni recomendable el retorno a lo adánico. Lo suyo, por el contrario, es un romanticismo manchado de realidad, de pretextos. Curiosamente acude a nombres como Wallace Stevens y su poema “Lo sublime americano”. Stevens fue un maestro en la reinvención de lo romántico. Escribía Wallace Stevens: “El poeta romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil”, pero esta torre tiene “singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros luminosos de las Salsas Snider, del Jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le sirvan el infecto periódico”. Así el poeta no se encierra en la mirada sino que, como dibuja en la segunda sección, “Lo glacial”, el paisaje y la posibilidad de su captación plena, son los protagonistas. Mirar hacia fuera. En esta segunda sección la mirada, el ojo como herramienta sale de caza. La tercera sección, “Corriente”, como si de un proceso dialéctico se tratase, nos vuelve a situar en la órbita del ojo. Se trataría como de un efecto boomerang. Pero el retorno del viaje ha transformado al sujeto que mira. Por ello, el poema que abre esta tercera sección dice así: “Mirarse de nuevo crear / hacia el exterior desconocerse / en aparente principio /continuar abandonarlo salir / volver a entrar recibir al viento / cambiar de piel y de ojos / otro color otra espesura / el rastro: así nacen los desiertos”. Podría leerse este libro de Pablo López Carballo como un libro de viajes, donde no hallamos anécdotas sino indagaciones sobre la mirada y construcción de la realidad desde el lenguaje. Y, claro está, el lenguaje como protagonista obliga al poeta a establecer con él un diálogo diferente, tratando de hallar en cada poema esa frontera entre el decir y el ocultar. Un libro repleto de hallazgos, de un delicioso ritmo sincopado, de situaciones donde el lenguaje se mueve como un ojo pero no para reproducir lo que ve sino para dibujarnos el propio acto de mirar.

(publicado aquí)

sábado, 7 de agosto de 2010

GIROS CRÍTICOS Y LIRISMO


Hace ya algunas semanas Laura Revuelta, crítica de arte del ABC, para hablar del cambio sufrido por el MUSAC en los últimos tiempos, y queriendo poner como ejemplo el proyecto Proforma realizado en dicha institución, afirmaba lo siguiente: “Como ejemplo, valga el proyecto que marca este giro de trescientos sesenta grados, Proforma, que ocupó sus salas en los primeros meses de este año” (http://www.abc.es/20100701/cultura/culturalarte-201007011708.html). ¿Cómo? ¿Un giro de trescientos sesenta grados? ¿Quería decirnos que el MUSAC hace lo mismo que siempre? Dar un giro de 360º, tal y como se suele aprender en la escuela, es quedarse uno como estaba. Es sólo un ejemplo. Pero en muchos sentidos ese giro de 360º lo vemos cada semana en los suplementos culturales. Decir lo mismo, sin decir nada. Volver sobre lo mismo, con las mismas palabras. Insisto, es sólo un ejemplo. Veamos otro. Recientemente (ABC cultural, 31 de julio de 2010, p. 27), de nuevo, Laura Revuelta ha hablado de uno de los espacios, recién clausurados, de la última edición de Artesantander, una feria que comienza a desprenderse de cierta aura de ranciedad que teñía, como una gruesa capa de caspa, ediciones anteriores. El espacio del que ha hablado Laura Revuleta es el comisariado por otro crítico, Oscar Alonso Molina, dentro de la feria. Bajo el título Contar historias, el crítico tratar de empastar una serie de proyectos de diferente interés. Se trata de piezas de Regina de Miguel, Anne Lisse Coste, Juan Carlos Bracho, Jesús Zurita, Nati Bermejo, Philipp Fröhlich y Kristoffer Ardeña. Lo más curioso es cuando habla de la obra de este último (con la galería Oliva Arauna). Su trabajo Walk in My Shoes muestra una serie de zapatillas deportivas esparcidas caóticamente por el suelo. Supuestamente se trata de las zapatillas con las cuales el artista “ha tirado millas”. En su interior ha plantado semillas de soja con el deseo de que florezcan. En realidad me parece un trabajo bastante poco interesante y una forma más de establecer discursos vacuos sobre soportes bastante kitsch. Lo curioso no es la obra sino la adjudicación de valores líricos por parte de la crítica. Escribe: “La lírica de Kristoffer Ardeña (este artista siempre es lírico aunque cueste pillarle el discurso que él se empeña en no querer contar) se resume en un montón de zapatillas con las que el artista ha tirado millas y en cuyo interior ha plantado unas semillas de soja”. Analicemos el concepto de lirismo. ¿Lo lírico y lo poético de esta pieza reside en que “cuesta pillarle el discurso”? ¿Cómo es eso? Más aún, su lirismo, nos dice, reside en unas zapatillas utilizadas como maceta. Eso es la poesía y el lirismo según la crítica. ¿El lirismo es cuando uno habla de sí mismo y no da las pistas? Demasiado simple y demasiado tramposo, creo. ¿El no tener ni idea de la obra es su factor lírico? Parece que cuando la crítica de arte no sabe qué decir de una obra o si en esa obra aparecen algunos símbolos o elementos telúricos, tierra, una planta, o alguna frase de resonancias misteriosas (o cursis, que es lo habitual, o trágicas o enigmáticas tipo Celan) enseguida surge la expresión “poético”, “lírico”, como si con ese giro se rellenase algún tipo de vacío existente tanto en lo artístico como en la crítica. O lo que es peor, se salvase la obra. Es decir, la ausencia de conceptos parece afectar, cada vez más, tanto a la crítica como a la creación, aunque en la primera el tema sea ya acuciante e irrisorio, en algunos casos.




sábado, 24 de julio de 2010

LA VIDA ME SIENTA MAL. Apunte estival sobre Chateaubriand.




El 28 de julio de 1846, un cansado y envejecido Chateaubriand, con achaques crecientes pero con una lucidez extrema, revisa el prefacio a la edición de sus Memorias de ultratumba. El prefacio había sido escrito unos meses antes, concretamente en abril del mismo año. Diez años antes, en la primavera de 1836, había logrado vender dichas memorias, o mejor dicho, había vendido la posibilidad de las mismas por 136.000 francos además de una renta anual de 12.000. Esto le permitió volcarse en el proyecto. Así, en ese año de 1846, escribe: «La triste necesidad, que me ha tenido siempre con un pie sobre el cuello, me obliga a vender mis Memorias. Nadie puede hacerse una idea de cuánto he sufrido por tener que hipotecar mi tumba». Y más adelante añade: «¡Ah, si antes de abandonar la tierra, hubiera podido encontrar a alguien lo bastante rico y lo bastante fiable como para rescatar las acciones de la Sociedad, y que no se viera, como dicha Sociedad, en la necesidad de imprimir la obra en cuanto las campanas doblen por mí!». Sabía ya, a esas alturas, que dos años antes y a sus espaldas, la Sociedad propietaria de sus Memorias había cedido éstas por valor de 80.000 francos al director de La Presse para que fuesen publicadas por entregas. Su proyecto arquitectónico se venía abajo, pero no pudo hacer otra cosa que resignarse y volver de nuevo al trabajo, revisando lo escrito, rehaciendo los capítulos y ajustándolo. Así, escribe con cierto desconsuelo: «Algunos de los accionistas son amigos míos; varios de ellos son personas serviciales que han tratado de serme de utilidad; pero las acciones quizás hayan sido finalmente vendidas; habrán pasado a manos de terceros que yo no conozco y que antepondrán sus intereses de familia a cualquier otra consideración; para éstos, como es natural, la prolongación de mis días resulta, si no inoportuna, al menos perjudicial. Finalmente, si aún fuera dueño de estas Memorias, o bien las guardaría manuscritas o retrasaría su aparición cincuenta años». No era en el fondo esa la intención de Chateuabriand, quien unas líneas más tarde, apunta: «pero yo prefiero hablar desde el fondo de mi ataúd; mi narración estará así acompañada de esas voces que tienen algo de sagrado, porque surgen del sepulcro; sin duda es un interés muy modesto, pero lo lego a falta de algo mejor al huérfano (mis Memorias) destinado a pervivir después de mí en este mundo». La simbolización de su muerte, con todo el peso sagrado de la misma, se trasmuta en el peso que deja en el libro. Y en el mismo contexto concluye: «la vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte». Chateaubriand sabe que la muerte está cerca (morirá dos años más tarde, en 1848) y sabe que aquello que escribe será leído con la sonoridad hueca que procede de la tumba y sin embargo, y he aquí lo importante, no abandona el gesto que extrema el sentido de lo trascendente, abandonando la estricta seriedad de la muerte. La vida le sienta mal y más tarde: «pero desearía resucitar a la hora en que rondan los fantasmas para corregir al menos las pruebas de imprenta». La ironía acude a sus palabras. La resurrección sólo estaría justificada, según él, en este caso, donde se une lo vivo y lo muerto a través de las palabras. Pero dicha resurrección es complicada, la única resurrección posible es la que dejará plasmada en su huérfano, esto es, en su obra. El libro, la arquitectura total de sus Memorias, tiene la capacidad, según piensa, de unir el devenir del Tiempo y el circuito cerrado de una vida. Dicho a través de Schiller, otro de nuestros protagonistas: «se encaminaría a suprimir el tiempo en el tiempo, a conciliar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad». Schiller está hablando aquí del impulso de juego como punto de conexión entre los dos polos de nuestra existencia: materia y espíritu, libertad y necesidad, algo que sin duda al escritor francés le interesa. Esta superación del tiempo en el tiempo significaría, como bien ha estudiado Domingo Hernández, «la intromisión, la aparición en el tiempo de algo que no tenga en sí mismo caracteres temporales, pero que sólo adquiere sentido actuando en el tiempo». Chateaubriand parece tener claro el postulado schilleriano que afirmaba que mientras no seamos dioses debemos sostenernos, actuar entre los dos espacios, en definitiva, escribir. Lo que está declarando de esta forma es la propia experiencia de la finitud. Ése es el lugar de conexión y confusión como recreación de la identidad que le interesa recalcar a Chateaubriand pensando en el posible lector de sus Memorias.

Pero no sólo el huérfano tiene dicha capacidad. En un momento dado de sus Memorias introduce otro personaje, la Naturaleza. Escribe: «Tengo apego a mis árboles; les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo de ellos que yo no haya cuidado con mis propias manos, que no lo haya librado del gusano que ataca sus raíces, de la oruga adherida a su hoja; los conozco a todos por sus nombres como si fueran hijos míos: es mi familia, no tengo otra, espero morir en medio de ella». Pero esta idea de la naturaleza no dista mucho de la materialidad del libro. La naturaleza es para Chateaubriand espacio donde ha quedado él mismo reflejado a través de su cuidado y de su mirada. Al igual que otro romántico, Hölderlin, fue en su juventud un declarado rousseauniano, pero a diferencia del poeta, a Chateaubriand la interesaba la naturaleza en cuanto materia, como objeto de cuidado, herencia y disfrute, mientras que para el poeta la naturaleza era la ocasión, malutilizando a Malebranche, para que el poeta expresara su sentimiento. Sobre este punto trata en las Memorias a su paso por los Alpes, modelo clásico de lo sublime para los románticos. Allí encuentra toda una naturaleza sublime que provoca un sentimiento de lo infinito a través de una profunda soledad. Si embargo, afirmará, que «no son las montañas tal como las que creemos ver entonces, son las montañas tal como las pasiones, el talento y la musa han trazado sus lineas. […] El paisaje está en la paleta de Claudio de Lorena, no en el Campo Vaccino. Haced que ame, y veréis que un manzano solitario, azotado por el viento, derribado […] adquirirá la fascinación de los miteriors de mi felicidad o de la tristeza de mis cuitas».

Pero, en fin, esa naturaleza, como materialidad, incluye la muerte como destino. Para concluir su prefacio, Chateaubriand deja bien claro cómo debe actuarse tras su muerte.

Descansaré, pues, a orillas de ese mar que tanto he amado. Si fallezco fuera de Francia, deseo que mi cuerpo no sea repatriado hasta pasados cincuenta años de una primera inhumación. Que se libre a mis restos de una sacrílega autopsia; que se ahorren el esfuerzo de buscar en mi helado cerebro y en mi apagado corazón el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida. Un cadáver corriendo la posta me causa horror; unos huesos blanquecinos y ligeros son fáciles de transportar: se fatigarán menos en este viaje que cuando yo los arrastraba de aquí para allá cargados de mis pesares.

Para el personaje y viajero Chateaubriand así como para el escritor Chateaubriand la muerte no puede llegar a revelar los secretos de la vida. Y éste es un punto importante. La muerte no revela nada más allá de lo que un cuerpo en corrupción puede decir quedamente a través de una autopsia. La muerte hace imposible la conexión de lo espiritual y de lo material, hace imposible la confusión de ambas que es la condición de posibilidad de la vida en la escritura. El romanticismo de Chateaubriand tiene sus límites. Sólo la vida puede revelar algo —lo que sea, secretos o no— de la propia vida. O dicho de otro modo, sólo el ejercicio de observar y recrear la propia vida (a través de la escritura) puede revelar su secreto, que es el propio acto de vivir. Por eso escribirá: «Las formas cambiantes de mi vida se han invadido así unas a otras: me ha ocurrido que, en mis momentos de ventura, he tenido que hablar de mis tiempos de miseria; en mis días de tribulación, describir mis días de dicha». Y más tarde: «mi cuna tiene algo de mi tumba, mi tumba algo de mi cuna: mis sufrimientos se tornan placeres, mis placeres dolores, y ya no sé, al acabar de leer estas Memorias, si son de una cabeza que peina canas o de una de oscuros cabellos».

Cuando Chateaubriand describe esta especie de confusión, como él la denomina, el romanticismo es ya un movimiento extraño, alejado ya de su raíz. Pero ha comprendido, al final de su trayecto, la marca esencial de ese romanticismo. La confusión como ejercicio de autoconocimiento. La fragmentación como impulso elemental tras la errancia ilustrada. El buceo al interior de uno mismo con el objetivo de rescatar fragmentos de ese puzzle, imposible descifrar en un sentido pleno, que es el propio sujeto para sí mismo. El deber económico, las pruebas de imprenta, la presencia de la muerte, la juventud todo acaba impregnado perfectamente en su prosa memorística. Esta confusión no es ni mucho menos la superación o el fin del romanticismo, sino, por encima de ello, su pleno cumplimiento. Recordemos que un poeta como William Wordsworth, en otra de esas extrañas y fundamentes arquitecturas románticas, El Preludio, había escrito: «Mi propia voz me alentó y, más aún, en la mente / el eco interno del sonido imperfecto; / a ambos escuché, recibiendo de los dos / una alegre confianza en las cosas por venir».

Esta idea de la confusión y del fragmento estaba ya en la base de ese lugar y de ese tiempo claves para comprender en su esencia el romanticismo, es decir: la ciudad de Jena y el final del siglo XVIII. Y es, sobre todo, un nombre, un viejo conocido, Friedrich Schlegel. Schlegel había escrito: «Un diálogo es una cadena o una guirnalda de fragmentos. Un intercambio epistolar es un diálogo a mayor escala, y las memorias constituyen un sistema de fragmentos». La memoria se compone de pequeños fragmentos de una vasija rota en mil pedazos o de un puzzle irrealizable e incognoscible que tratamos de componer inútilmente. Y aún así esos fragmentos son lo único que poseemos, esos fragmentos de memoria como reflujos son lo único que puede llegar a definirnos. Por ello el propio Chateubriand escribirá: «¿qué seríamos sin la memoria? Olvidaríamos nuestras amistades, nuestros amores, nuestros placeres, nuestras ocupaciones; el genio no podría reunir sus ideas; el corazón más afectuoso perdería su ternura si dejara de recordar; nuestra existencia se vería reducida a los momentos sucesivos de un presente que discurre sin cesa; no habría pasado. ¡Oh, miserables de nosotros! Tan vana es nuestra vida que no es más que un reflujo de nuestra memoria». Fragmentación e ironía serán dos elementos clave, como espacios del discurso de ese primer romanticismo, que logró abrir los márgenes de la ilustración, y que, sin lugar a dudas, puede servir para describir el presente, porque en el fondo no hemos abandonado el proyecto romántico. Esa es la actualidad de lo romántico. Recordemos ahora estas palabras de Chateaubriand: «el navegante, al abandonar para siempre una orilla encantada, escribe su diario a la vista de la tierra que se aleja».

(Este artículo fue publicado originalmente en la revista Kafka, nº6. Aquí)





[Hace ya un año que pude visitar al fin la tumba de Chateaubriand en la Isla de Grand Bé, en Saint-Maló. Su tumba sólo se puede visitar cuando baja la marea, una vez al día. El resto del tiempo, permanece alejada de la costa. No pude evitar hacer el turista, tal y como hubiese deseado el mismísimo Chateaubriand. De ahí este par de fotos pre-playeras]

domingo, 4 de julio de 2010

ARNICHES EN LA PLAYA

Ignoro la causa (o la conozco demasiado bien) pero cada verano vuelvo a leer a Arniches. Y cada verano vuelvo a su magnífico texto "El zapatero filósofo", una especie de contra a la prosa del mundo hegeliana. Reproduzco el momento de más altura del texto.

“Pero ¿qué hago yo con cambiar Melanio? Si cambiase to lo demás, bueno. Pero ¿qué adelanto con cambiar yo solo? Mira: mañana mi mujer será tan vieja, tan chata y tan derrengá como de costumbre. La taberna estará en el mismo sitio; el vino será mejor, si cabe. Me seguirán fiando. Tú continuarás tan pelma como siempre. Tu sobrina vendrá a que le eche medias suelas, con ese cuerpo tan regordetillo que Dios le ha dao, capaz de hacer pecar, no digo yo a un santo peana, pero… Susistirán el impuesto de inquilinato y la basura de las calles. El pueblo seguirá creyendo que aquí lo que faltan son políticos, y los políticos, que lo que falta es pueblo. Y lo peor es que los dos tendrán razón. Las subsistencias estarán en las nubes, y los jornales en el arroyo. La generación del 98 seguirá creyendo que es más ilustrada que la Historia del Perlimplín, que caen dos versos por viñeta. Todos seguirán diciendo que esto está mal y nadie procurará que esté mejor. El que trabaja servirá de irrisión al que no trabaja. Las mujeres continuarán cada vez más cortas por abajo y más largas por arriba. Cambio yo y ¿qué? si yo cambio y no cambia to lo que me gusta y lo que disgusta, seguiré siendo unos días malo y otros bueno, según me arrime a unas u a otras ¿me explico, Melanio? Digamos que vamos a hacer, y hacemos como que hacemos…, ¿entiendes? Y si no podemos decir: “año nuevo, vida nueva”, digamos al menos: “Año nuevo, mentira nueva””.

jueves, 17 de junio de 2010

NOVALIS O LA LITERATURA EXPANDIDA

[En los últimos tiempos ha sonado, como música de fondo, la expresión literatura expandida para definir y delimitar a determinada forma de hacer literatura, incluso se ha utilizado ese apelativo de "expandido" en cursos, conferencias, etc. Sorprende, sin embargo, cómo este apelativo estaba en la raíz del proyecto romántico.]

Los románticos, o parte de los románticos, ocultan una intención que no es otra que la de introducir en su idea de la poesía los caracteres de la prosa. Es decir, alcanzar la libertad expresiva de la prosa en la poesía, sin que ésta pierda su naturaleza esencial. La novela se convierte, para el romántico, en el ideal espiritual para la poesía. Novalis escribía lo siguiente: «Una novela no se debe escribir como un continuo, debe ser un edificio articulado en cada uno de sus periodos. Cada trocito debe ser algo recortado, limitado, a saber, un todo propio». Cada trocito es la imagen perfecta de esa fragmentación que el poeta romántico sueña con inyectarse.

Sin embargo, en poco lugares como en la carta que Novalis, el 12 de enero de 1798, dirige a A. W. Schlegel (es decir, el otro) hallamos expresado con mayor precisión la intención de estos poetas en su deseo de fusión a través de lo que el poeta denominará poesía expandida. Así dice en la carta:

Si la poesía pretende expandirse, sólo puede hacerlo limitándose, contrayéndose, dejando por así decir correr su material inflamable y cuajándose. Cobra de este modo una apariencia prosaica, y sus partes constitutivas no se encuentran en una comunión estrecha —ni por tanto bajo leyes rítmicas tan estrictas—, haciéndose más capaz para la representación de lo limitado. Pero sigue siendo poesía: fiel por tanto a las leyes esenciales de su naturaleza, con ello se convierte por así decir en un ser orgánico cuya entera estructura delata su origen en lo fluido, su naturaleza originariamente elástica, su ilimitación, su aptitud para todo. Sólo la mezcla de sus miembros carece de reglas, mientras que la ordenación de los mismos y su relación con el todo sigue siendo la misma. Cada uno de los estímulos se propaga en él por todos lados. También aquí los miembros se mueven sólo en torno a aquello que reposa eternamente, alrededor de un todo. Cuanto más simples, más uniformes, y también más tranquilos son aquí los movimientos de las frases, cuanto más concordes sus mezclas en el todo, cuanto más suelta la conexión, cuanto más transparente e incolora la expresión, tanto más perfecta será esta poesía en oposición a la prosa decorativa, descuidada y aparentemente dependiente de los objetos. La poesía parece desistir aquí del rigor de sus exigencias, hacerse más complaciente y maleable. Pero a quien se atreva a intentar esta forma de poesía pronto se le hará patente lo difícil que es realizarla perfecta en dicha forma. Esta poesía expandida es precisamente el mayor problema del escritor poético: un problema que sólo puede ser resuelto por aproximación, y que propiamente hablando pertenece a la poesía superior. Hay aquí aún un campo inmenso, un territorio infinito en el sentido más propio. A esa poesía superior se la podría llamar igualmente la poesía del infinito.

No deja de ser Novalis una de las voces más impactantes de este periodo. Esa apariencia prosaica no implicará un abandono de la poesía, que se mantiene fiel a su naturaleza. De Novalis son algunos de los fragmentos más importantes en esta idea romántica de revisión de los géneros, que tiene a la prosa y a la novela como espacios o ejes de atracción. Las ideas que expone Novalis en su carta al mayor de los Schlegel marcan, tal vez, una obsesión en el pensamiento fragmentario de Novalis. Para el poeta «la poesía es la prosa de las artes», con lo que Novalis quiere dibujar la vinculación de la prosa con la expresión sonora, con aquello que da voz al mundo. Por ello señala a continuación que «las palabras son las configuraciones acústicas de las ideas». Es decir, hablamos en prosa. Novalis vincula estos elementos con lo que llama estudio de la vida, y la vida, atrapar la vida en su fugacidad cotidiana (tengamos ahora en la cabeza a Hegel) es el objetivo del romanticismo. Escribe Novalis en otro de sus fragmentos: «La vida es algo así como los colores, los sonidos y la fuerza. El romántico estudia la vida en la misma forma en que el pintor, el músico y el mecánico estudian el color, el sonido y la fuerza. Un cuidadoso estudio de la vida hace al romántico así como un cuidadoso estudio del color, de la forma, del sonido y de la fuerza hacen al pintor, al músico y al mecánico». La materia para el romántico es la vida. Si el romántico pretende un estudio de la vida en sus actos ¿cómo llevará a cabo este cometido? ¿Será éste el terreno de la prosa? Escribe en un fragmento posterior: «Prosa verdaderamente romántica, extremadamente cambiante, maravillosa, giros extraños, saltos súbitos». La prosa es la vía a través de la cual el romántico puede alcanzar ese estudio de la vida. La prosa es la forma más próxima a ese estudio de la vida. Continúa: «En las ideas falta aún una ordenación y un cambio románticos. Estilo extremadamente simple, pero sumamente audaz, a modo de novela, comienzos dramáticos, transiciones, continuaciones, ahora conversación, luego discurso, luego relato, luego reflexión, luego imagen y así sucesivamente». Éste es el estilo, la hibridación que el espíritu romántico trata de poner en juego a través de una prosa que dada su forma y posibilidades se muestra como camino hacia la vida. El mismo Novalis se pregunta, precisamente, por la teoría de esa vida común. Escribe: «Teoría de la vida común. Pronunciación y declamación cultivadas de la vida común, habitual, como prosa. Hay que contentarse con hablar cuando no se puede cantar». Y en otro momento trata de concretar esta relación prosa-realidad, prosa-vida común a partir de la consideración de la vida como una novela compuesta por miles de fragmentos. «No hay más romántico que lo que habitualmente se denomina mundo y destino. Vivimos en una novela (grande y pequeña). Consideración de los acontecimientos a nuestro alrededor. Orientación, enjuiciamiento y tratamiento románticos de la vida humana». Vivimos en una novela es la expresión elegida por Novalis, y esa novela de la vida común está compuesta por fragmentos, grandes y pequeños, que tratan de capturar la variablidad y mutación de esa vida, una vida en palabras de Novalis extremadamente cambiante, plegada, y quizá, en su esencia, inaccesible. Lo romántico es aquello que cambia constantemente. El héroe de esta novela, según Novalis, es el filtro a través del cual su autor trata de dibujar aquellos acontecimientos de la vida. Por ello, en Novalis, el héroe tiene una naturaleza pasiva; un sujeto, como en Schelling, indiferente. Escribe: «Naturaleza pasiva del héroe de novela. Es el órgano del autor de la novela. Serenidad y economía de estilo. Ejecución poética y consideración de todos los acontecimientos de la vida». Ése sería el modo de construcción de una novela y por lo tanto de reconstrucción romántica de la realidad. Pero, al fin y al cabo, ¿cómo considerar todos los acontecimientos de la vida? Esto, claro, es algo que obsesiona a Novalis y que quizá deja sin resolver en su inconclusa novela Enrique de Ofterdingen: «Me parece —deja escrito— como si hubiera dos caminos para llegar a la ciencia de la historia humana: uno, penoso, interminable y lleno de rodeos, el camino de la experiencia; y otro, que es casi un salto, el camino de la contemplación interior. El que recorre el primero tiene que ir encontrando las cosas unas dentro de otras en un cálculo largo y tedioso; el que recorre el segundo, en cambio, tiene una visión directa de la naturaleza de todos los acontecimientos y de todas las realidades, es capaz de observarlas en sus vivas y múltiples relaciones, y de compararlas con los demás objetos como si fueran figuras pintadas en un cuadro».