Poemas del extrarradio
Con «Pequeños círculos», Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) avanza en la dirección anunciada en sus anteriores entregas poéticas –«El hombre que salió de la tarta» y «Notas de verano sobre ficciones del invierno»–, al tiempo que ensaya nuevas líneas de fuga. «Pequeños círculos» es un libro concebido desde el mismo paisaje que describe, y en el que la experiencia visual del sujeto se encarna en la realidad representada. Así lo indica el autor en la «Nota final»: «Este libro fue escrito frente a una fábrica, una enorme acería a las afueras de una pequeña ciudad del norte. Esa mole ennegrecida, de metal y piedra, ha sido mi paisaje privado mientras escribía; lo que latía, como un dinosaurio, al otro lado de la ventana». Su indagación estética, sin embargo, va más allá de la imagen múltiple postulada por el Creacionismo para cristalizar en una percepción simultánea –y simultaneísta–del mundo, donde la periferia de la mirada es tan importante como el centro de la contemplación. «Pequeños círculos» se estructura a partir de símbolos reiterados que alcanzan la categoría de emblemas subjetivos o accidentes geográficos en la cartografía particular del personaje. La atención a los objetos, depositarios de lo fugaz, se extiende en este caso al territorio del extrarradio industrial, que permite una reactivación del tópico de las ruinas. Los cristales rotos, las montañas de hojalata o los «colchones con demasiadas historias» se acumulan en los versos hasta proporcionar una imagen invertida de la realidad, según se expresa en «La magia II»: «Este panorama cero parecía contener / ruinas al revés». La organización del libro en círculos concéntricos favorece la aparición de otros ejes temáticos que se superponen al anterior. Algunos poemas recrean estampas de tedio cotidiano, añaden retazos al autorretrato fragmentario o sugieren en unas pocas pinceladas un escenario, una trama o un relato. En este ámbito destacan la contemplación especular de
«Anécdota del hotel» y la lección sobre la «vanitas» de «Anécdota barroca». Por su parte, otras composiciones incorporan a un personaje externo, el filósofo, que anota las mutaciones del paisaje y toma apuntes para un «ensayo sobre la belleza pasajera». Este tratado sobre la fugacidad recurre, de manera sistemática, a la ironía y a la intertextualidad. La primera resulta visible en la habitual ruptura de las expectativas, así como en determinados títulos: «Los Castrati han vuelto para hacer de las suyas» o «Contarlo es fácil (La tristeza fragmentada de un actor de teletienda)». La segunda ofrece una reinterpretación, en clave cultural, de las conexiones entre el yo y el mundo. Las citas de Jonathan Franzen, Luis Felipe Vivanco o Carlos Martínez Rivas diseñan un complejo mosaico referencial. Santamaría concibe el entramado textual como un «teatro de operaciones» en el que experimentar con las posibilidades representativas del lenguaje, las formas de la narración y la prosodia del discurso, que se adensa hasta los límites de la prosa o se disgrega en una disposición estrófica atomizada. Ejemplo de este planteamiento son metapoemas como «La cena (En el poema)», que compara los útiles del pintor y del escritor; «Grietas», que reconoce las fisuras de sentido que interrumpen la lectura lineal, o «Diario», que elabora una teoría de la relatividad del significado. En suma, «Pequeños círculos» desplaza el foco de atención hacia aquellas parcelas desatendidas de la realidad. El intento de suturar la brecha entre lo imaginario y lo existente requiere una subversión de los patrones tradicionales de lectura. Ante la imposibilidad de dar cuenta del universo, Santamaría opta por insinuarlo, porque «quizá explicar / sea el verbo / menos útil / de nuestra lengua». He aquí, por tanto, un libro exigente, pero que no defraudará a quienes sientan la tentación de levantar «la peluca de las cosas». Tras ese gesto se oculta una nueva definición de lo sublime.
Luis Bagué Quílez, suplemento "Arte y Letras" del diario alicantino INFORMACIÓN, 26 de marzo, 2009.