[Este texto ha sido publicado anteriormente en la revista Suroeste, número 4, 2014]
La
pregunta general que enmarca el último libro de Fernando R. de la Flor, Contra (post) modernos, podría
visualizarse del siguiente modo: ¿cuál es el tiempo y el espacio de quienes
buscan la constante desidentificación con
respeto al tiempo(ahora) y el espacio(ahora)? Está claro que esta pregunta
simplifica en exceso, tanto cuantitativa como cualitativamente, la propuesta
del libro. Contra (post) modernos,
puede leerse, más aún, como una contra-hermenéutica en la medida en que su
propuesta dibuja un nuevo territorio, o mejor, un gran boquete, en algunas
formas que parecían asentadas a la hora de aproximarse a determinados
autores.
Para comenzar, el título. La
ambigüedad pretendida del mismo juega a diseñar su propio terreno de juego. ¿Se
trata de autores contra la posmodernidad? ¿Contra la modernidad? ¿Contra ambas
formas enunciativas? ¿O se trata, más bien, de modernos a la contra que es otra
forma de ser (post)modernos? La respuesta no es fácil y posiblemente, entre los
muchos logros de este libro, se halle el situarnos ante una lectura de tres
escritores los cuales imposibilitan
cualquier respuesta fácil. Precisamente el subtítulo del libro bien puede
ofrecernos una primera pista: Tres
lecturas intempestivas (disidencia, provincia, carencia). Y luego nos
ofrece tres nombres: Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda. Desde aquí podemos ir ya
dibujando el camino. Podemos ir dejando miguitas de pan que luego iremos recogiendo.
La apuesta de Rodríguez de la Flor tiene como filo de lectura la posibilidad de
lo que Benjamin, otro de los protagonistas de este magnífico libro, definía
como “historia a contrapelo”. Así, las
lecturas intempestivas de este libro tienen como marco general la posibilidad
de fracturar la lectura lineal, historicista, que hace tanto de estos autores
como de sus lecturas algo cerrado e impenetrable. Es por ello que la aportación
de Fernando R. de la Flor en este libro es sumamente enriquecedora dentro del
habitual panorama de lecturas acerca no sólo de estos autores, sino también de
muchos otros.
En efecto, no parte el autor de una
simple disección formal de la obra de estos escritores sino del plano, del mapa
general, de la topografía literaria
que los suele identificar de un modo u otro con el simple afán de etiquetarlos.
La etiqueta siempre es etiqueta dormitiva, que diría Molière. Por ello tiene
este libro dos líneas: una metodológica (que en cierta medida ahonda en lo ya
expuesto en trabajos anteriores del autor) y otra propiamente interpretativa que afecta a los escritores analizados.
O dicho de otro modo: sólo a contrapelo
es posible acercarse a estos escritores intempestivos.
Fue Schiller quien en sus Cartas sobre la educación estética del hombre,
escribió aquello de que “todo artista es hijo de su tiempo, pero ay de él como
se convierta en su discípulo”. Y esta idea de Schiller puede estar detrás de
las diversas lecturas que nos ofrece el autor de estos tres escritores. Schiller
destaca la visión del artista como ese sujeto asentado o situado en el marco de
su tiempo pero que (y aquí está el choque necesario) no está sujeto al
ordenamiento material que, como discípulo, este tiempo le determina. Ése es,
creo, el caso de Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda. Según
de la Flor estos tres autores representan modelos de desidentificación con su
tiempo y al mismo tiempo; provocan choques elementales que hacen de ellos
figuras plásticas y necesarias. O, dicho con otras palabras, son figuras
dialécticas y, al mismo tiempo, intempestivas. Al inicio lo deja claro: “Con su
persistente anclaje en cuestiones que nos parecen sobrepasadas por la marea del
urgente presente, en todo caso estos textos examinados, siempre determinantes
para la intrahistoria de nuestro tiempo, nos remiten a una experiencia de
ficción en lo duradero”. Y añade de la Flor: “Todo ello, empero, se efectúa en
el seno del momento de máxima volatilidad y reino indiscutible de lo que es
efímero”.
El primero de ellos, el escritor
murciano Miguel Espinosa, configura, según el autor, una valiosa forma de disidencia. Esta disidencia lo es tanto
espacial (la provincia, etc.) como temporal (franquismo, transición, etc.),
como lingüística (¿novela?, ¿ensayo?). Como en el caso de los otros compañeros
de viaje en este libro, Espinosa es leído a
contrapelo. Pero ¿cómo leer a contrapelo a quien, a su vez, “podríamos
definir como situado “ a contratiempo””? Espinosa es un disidente en el sentido más complejo que a esta palabra quepa darle.
Baste, en este punto, recordar la inolvidable e inclasificable Escuela de Mandarines. Según de la Flor la “disidencia alcanza un
carácter que es exclusivamente dialéctico; se trata de una revolución silente que busca sus efectos sobre todo
en el pensamiento y mucho menos en el campo de la acción directa”. La
disidencia espinosiana, en su vida y obra, se concentra en una clara posición
de desidentificación con respecto a
cualquier relato totalizador y cosificante.
En este sentido, la semántica no deja de ser un sistema de
control. Y la semántica de la provincia inocula o ha inoculado una visión del
estar en/desde provincia como una desventaja, como un retraso. Es por ello que el segundo de los intempestivos será un
poeta clave de la segunda mitad del siglo XX: Claudio Rodríguez. Frente al
hecho de que esa provincia quedase anulada históricamente en lo simbólico
dentro del marco de la modernización, el poeta trata no tanto de recuperar lo
perdido como de reconfigurar desde el territorio de lo propio, de lo
particular: una visión de la provincia. En lugar de una poesía tendente a
ensalzar el patrimonio histórico de una ciudad de provincias, pongamos que hablo
de Zamora, el poeta trata de reescribir
su lugar, su topografía de esa provincia. Una topografía escrita que se
desidentifica con respecto a los hechos meramente patrimoniales de una
zona. Escribe certeramente de la Flor:
“se dirige [Claudio Rodríguez] principalmente a dar voz a la fuerza del dominio geográfico, “dejando ser al mundo”
y abriéndose a la capacidad poiética
que se contiene en el espacio resonante”. Y añade, volviendo a hablar de
Claudio Rodríguez: “La escritura lo es siempre de una determinada
“autobiografía espacial”. O, con palabras del poeta norteamericano Wallace
Stevens: “La vida es una cuestión de personas, no de lugares. Pero para mí es
una cuestión de lugares, y ése es el problema”.
En ese sentido, de la Flor analiza con suma habilidad hermenéutica las
diferentes modalidades de concebir lo
local. Reconfigura Claudio Rodríguez atinadamente un concepto como lo local
(alejado meramente de lo patrimonial) y hace de él (y de su poesía) espacio de
resistencia vital y poética.
Esta resistencia adquiere también su
rostro en la aproximación al espacio contra
(post)moderno del poeta Antonio Gamoneda. En el caso de Gamoneda el proceso
de desidentificación con respecto al relato “oficial” lo sitúa de la Flor en un
concepto como el de carencia, que en
cierta medida podría verse como el territorio que asimismo absorbe
(dialécticamente) la disidencia y la provincia. En el caso de Gamoneda el
lenguaje se convierte en el arma-territorio desde donde cuestionar las
transformaciones de un tiempo concreto.
La política se filtra en el lenguaje y para Gamoneda el lenguaje
precisamente es el arma del poeta para enfrentarse a esa composición de la
historia a través de un supuesto lenguaje ordenado y totalizador. El lenguaje
es el lenguaje de la crisis. Parece indicar de la Flor que son dos vivencias
del tiempo las que han provocado (y provocan) la fuerza en el interior del
texto gamonediano, texto intempestivo, a contratiempo. Por un lado, “la experiencia de la detención
y el estancamiento temporal que el franquismo impuso a las vidas situadas bajo
su régimen singular y, por otro lado, la precipitación y aceleración de nuestro
tiempo de ahora, en el seno del cual el
poeta actúa como uno de sus agentes incómodos y renuentes”. Es esta
imposibilidad de un territorio exacto sino más bien un territorio como choque
de lenguajes (y tiempos) lo que produce en la poesía de Gamoneda un horizonte
clave tanto para su escritura como para su recepción. Es por ello, como apunta
de la Flor, que la escritura de Gamoneda revela no el carácter de riqueza que
presenta el paisaje de la superficie social sino, al contrario, la auténtica
devastación que sacude y mina por dentro este mismo “paraíso” occidental. Así
podemos leer su poesía, desde este estado de carencia, como si fuese un estado de inconsciente social. Es decir, destacando aquello que, de algún
modo, permanece en los márgenes de lo decible, o mejor, de lo pronunciable. El
tiempo se desdibuja ya que no es la tiranía del presente, con su confort, la
que habla sino la posibilidad de un pasado
móvil actuando en el interior del presente.
Ha escrito de la Flor, en
definitiva, un libro pleno de posibles significaciones en tanto que permite o
nos permite acercarnos a estos autores desde espacios y tiempos diferentes,
extraños, disidentes… Y esto es, dentro de nuestro panorama, algo necesario y profundamente
enriquecedor.