(Publicado originalmente aquí)
Estamos cansados. Muy cansados, creo, del modo en el que se nos cuenta todo
esto. Me refiero a las narraciones que genera la crisis. Narrativa, eso sí,
siempre sometida a la topología, a la
idea de que la crisis estrictamente es una caja. Quiero decir: la idea de que
la crisis es un sitio, un espacio con
una entrada y una salida, con algo así como un input y un output. Y creo que
esa narración, que hemos admitido sin rechistar, se nos empieza a hacer pesada.
Trataré de decirlo de otro modo. La política conservadora se ha inventado un
mundo en progreso, al que los progresistas se han unido. De este modo todos
están (estamos) en el mismo barco. Este mundo es algo así como un escenario, y
la historia como una película con un único argumento definido por la
causalidad, por el antes y el después, por el crecimiento. Se nos dice que entramos en la crisis en un determinado
momento y lugar y que saldremos
de ella un día de estos, tal y como salimos del cine. Nos dicen cada
semana: próximamente saldremos de la crisis. Y a modo de relato apocalíptico esperamos
al día de mañana para que una nave espacial llamada “salida de la crisis” se
eleve hasta el planeta de la abundancia. Cuando en los años sesenta se realizó
un estudio sobre las sectas más activas, un sociólogo infiltrado se dio cuenta
de algo sorprendente. Cuando una predicción de futuro no se cumplía no pasaba
nada ya que se generaba otro relato aún más delirante sobre otra datación
futura, y, por lo tanto, ninguna predicción realmente fallaba sino que variaba
narrativamente, se situaba en otro lugar. Y quizá, hoy, esto nos suene. Ahora
bien, la crisis ni es un sitio ni un lugar, ni mucho menos un hogar o una nave
espacial. Las políticas actuales, manteniendo esta ficción sobre un lugar, el
día de mañana, en el que ya no habrá crisis, tratan de vendernos un futuro como
lugar, un futuro irreal que sirve para anestesiar el presente y enturbiar el
pasado. El futuro funciona como elemento represor. Terry Eagleton señala que
las políticas tanto conservadoras como socialdemócratas en general funcionan
escatológicamente vendiendo «a la clase obrera un futuro que nunca será realizado porque
existe para reprimir el pasado, robándole a esta clase su odio al sustituir la memoria
de los ancestros esclavizados por sueños de nietos liberados». Hace unos meses lo decía el
ministro Montoro: «Hay un futuro prometedor por delante y vienen
etapas de crecimiento económico». El futuro, dice el político, es nuestro hogar.
Pero no sólo los
políticos, hay escritores que se han creído el mismo cuento del progreso, un
progresismo que desconecta los hechos. Más aún, no se trata tan sólo de un
futuro sino de cómo este futuro se relaciona con el pasado. Muñoz Molina, por
ejemplo, reproduce con cierta torpeza este esquema neoliberal, al sostener en
su libro Todo lo que era sólido que «obsesionados
con la exhumación de fosas comunes no reparábamos en el fragor de las
excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalets y bloques
de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por alcaldes ladrones, sobre
humedales y zonas protegidas de bosque y en los parajes litorales hasta
entonces vírgenes y en cualquier superficie en la que se pudieran cavar unos
cimientos». Así, una obsesión (quizá no sea la palabra correcta) por el
pasado invisibilizó un problema, y por lo tanto esa obsesión nos hace culpables
de un futuro terrible. ¿Es tan simple? Decir esto es partir de esa visión de un
antes y un después de corte tradicionalista. Evidentemente la fosa común está
íntimamente ligada a la burbuja inmobiliaria, al alcalde ladrón, etc. Verlo
como dos hechos desconectados, como si fuesen dos fases diferentes de la misma
historia, es participar de esa visión neoliberal que invita al olvido. El mismo Muñoz Molina lo certifica: «En un plazo prodigiosamente breve
los españoles pasamos de la dictadura a la democracia, de la pobreza a la
abundancia, del aislamiento a los viajes internacionales. Personas que fueron
criadas en la escasez y en la penitencia del trabajo han criado a sus hijos en
el despilfarro». ¿Qué dictadura
con respecto a qué democracia? ¿Qué pobreza con respecto a qué
abundancia? La simplificación es evidente. No había alternativas, ya que el
relato es uno y único. Estas aterradoras simplificaciones son las que se sitúan
en la base de las discusiones actuales.
Dicho esto, creo que la
metáfora espacio-temporal no es necesaria. No existe el progreso. Es más,
debemos luchar contra el progreso que se enmarca dentro de esta línea que
quiere vendernos un futuro mejor que sólo existe como narración, como ficción,
como coacción. Lo decían magistralmente los Sex Pistols: “Si no hay futuro /
cómo puede haber pecado”. El futuro funciona como un fetiche, como un arma de
control. Admitir que existe el progreso es admitir que hay, al final, una
verdad a revelar. Pero no podemos contar con ella, es un lujo que no podemos
permitirnos. Ha sido, precisamente, el cuestionamiento de esta idea fetichista
del progreso que nos vende un futuro mejor, lo que por ejemplo ha lanzado a los
vecinos de Gamonal a la calle. O lo que ya antes provocó la acción de la
plataforma anti-deshaucios, etc. Cuestionar el relato del futuro, he ahí el
territorio que nos queda. Admitir esto, que no hay un futuro vendible que nos redima, es lo que
lleva a que el pueblo comience su posicionamiento y lo que ha llevado a la
gente a visibilizarse como pueblo. Esta negación de ese futuro como sedante ha
provocado, a su vez, que los que no tenían voz puedan positivar su discurso.
Esta crisis lo que sí ha provocado es que el futuro ya no genere confianza. No
hay futuro, ésa es nuestra alegría.
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