Carlos Pardo: Echado a perder, Visor, Madrid, 2007.
Desde el romanticismo hay una tendencia general a considerar la creación poética como un renovado encuentro con el mundo. Una renovada forma de entender el mundo que parte de suponer una generalizada experiencia de olvidar lo aprendido, que la mayor parte de los poetas recomiendan a los que aguardan el deseo de volver a hallar un contacto nuevo, ingenuo, con las cosas y con el mundo. Dicho de otro modo, hay la tendencia a considerar el poema como la conquista de la mirada primitiva, originaria y descubridora del ser. Olvidar lo aprendido, lo pactado, conocido y legislado para renovar la experiencia del mundo. “Volver a ser el niño que descubre y nombra las cosas por vez primera y así alcanzar lo inefable”, y en ese descubrir el mundo descubrirnos a nosotros mismos, construir nuestra vida de nuevo. Como bien señala Clément Rosset “este efecto poético de olvidar lo aprendido, por lo general, ha sido interpretado filosóficamente como un acceso místico a la esencia del ser, una especie de contacto inmediato con una intimidad de lo real confusamente representado como la verdad del ser”. No hay más que pensar en la fenomenología de Husserl o Merlau-Ponty. Ahora bien, ¿es esto así de sencillo? Más aún, ¿no ha sido esta idea una hipoteca demasiado pesada para la creación poética? Siguiendo a Rosset, “se puede proponer una interpretación filosófica del olvidar lo aprendido completamente diferente, que hace del edificio y del azar […] el objeto de la contemplación poética. Según esta interpretación, la experiencia de olvidar lo aprendido se limita a olvidar lo aprendido, sin que se obtenga y ni siquiera se busque una visión pura del objeto habitualmente percibido a través de la red de relaciones utilitarias o intelectuales”, es decir, ningún objeto en sí se oculta tras las múltiples percepciones usuales. El poeta se descubre ante el hecho de que lo real es idiota, simple, sin trascendencia. Simplemente está-ahí. Tomemos, pues, el poema de esta forma, como un olvido que reinventa o reescribe sin un plan preconcebido, sin ninguna linealidad ni intención trascendente.
Este es el camino que se nos ofrece en algunas de las propuestas de la poesía española reciente, entre ellas la que nos dibuja Carlos Pardo (Madrid, 1975) en Echado a perder. Los treinta y seis poemas que componen el libro en lugar de formar un alfa y un omega con el interés de cercar el sentido de un yo plenamente dibujado y pulimentado en sus hechos (en busca de una realidad trascendente), trazan un camino lleno de bifurcaciones, desvíos, saltos imprevistos, haciéndonos conscientes de que no hay un camino definitivo y ni siquiera se desea. Olvidar lo aprendido supone olvidar lo aprendido y por tanto el poeta (que no descubre ningún ser en sí detrás de lo visible) lo que nos dibuja es una reconstrucción de su historia sin pautas, sin guiones; es la historia en su puro suceder. Esta, seguramente, es la mayor virtud de este libro: la imposibilidad de su registro en un plano, su carácter impredecible. Es una casa que no acaba de construirse, o quizá que no permite que nos guiemos fácilmente por ella. El poema ilumina una parte de ese yo poético no para enfocar y hacer de él centro de una historia sino para investigar si en los límites, en las afueras de ese yo que ahora escribe cabe aún la posibilidad de una vida, aunque sea a la contra. (La escritura del yo se transforma en azar). El poeta nos vendrá a decir algo tan tremendo e irónico como que la “la vida es mía, sí, pero no me pertenece”. (Los que son como yo / o son yo sobrellevan / cada uno / la carga del más próximo. / Nos deprimimos juntos). Así el libro se abre con lo que aparentemente es un viaje: “Quien regresa / no del desierto / sino del autobús que viaja / de un oasis a otro, / no ha aprendido a callar”, pero que ha de llevarnos a la pregunta por el quién del poema, por el quién del habla. Apunta en un poema posterior: “Nadie pregunta quién pero nosotros, / comparsas del planeta / burgués, comentaristas / del reciclaje, hombres piojo, / medimos la parábola de la próxima elipse / por si acaso quisieran lanzarnos al desagüe / del tiempo / entre los pre y los pos”. No nos cuenta una vida de forma narrativa, lineal, blanda, sino que expresa la tensión misma del vivir, donde la mera anécdota (tan visible en nuestra literatura) se va escurriendo, no se deja atrapar ni identificar fácilmente en la lectura. Cabe recordar el poema cuyo arranque es como sigue: “Yo también fui aprendiz en Barcelona”. Podríamos pensar que acto seguido nos va narrar una historia acerca de las vicisitudes del aprendiz en cuestión, sin embargo se lanza hacia una rememoración abierta, integradora, que deja al lector sin aliento y que rompe por completo esa idea inicial de biografía novelada. Por ello, en un poema posterior señalará: “La biografía nos abandonó”. Esto es, no se trata de que el poeta deje a un lado su claro interés biográfico (un interés visible a lo largo del libro) sino que más bien es la tensión biográfica, su cerco estricto y narrado, lo que expulsa finalmente al poeta, lo que le hace desistir. La biografía se convierte entonces en suceso con fecha de caducidad, algo que se pierde fácilmente, que se reinventa. Es necesario un nuevo sentido de lo biográfico dado que la realidad nos lanza al desagüe del tiempo. En cualquier caso, este aparente nihilismo o pesimismo no permite un desasosiego, una marcada pose de malestar. La insatisfacción es una forma más de estar en el mundo, como cualquier otra e incluso más divertida. Precisamente el último poema del libro traza este hecho como una especie de (contra)poética: “No era yo / ni era el propio lenguaje / quien hablaba, sino un experimento / de humanos con cultura […] / Porque era vanidad / querer narrar la vida / aun más cubierta de su camuflaje […] / y vanidad hablar / del mundo como de la superficie que devuelve el reflejo / de uno mismo asombrado”. El reflejo no desvela una identidad. Y en el mismo poema, y como conclusión al libro Pardo vuelve al principio y si allí afirmaba que “no ha aprendido a callar”, aquí nos desvela al final la causa: “Hablar para salir airoso de la vida / por los caminos del lenguaje. / Y aquí termina la insatisfacción”. El lenguaje es herramienta clave en la construcción de Echado a perder; un lenguaje que atrae hacia el verso ideas dispares, derivas del pensamiento, imágenes sin fondo aparente pero con proyección. Un lenguaje que puede en ocasiones parecer gratuito, pero que encierra elementos importantes para la poética del autor donde la frase común se enzarza en una lucha por alcanzar la sorpresa. Lo cotidiano, la expresión diaria queda superada pero no por un lenguaje elevado o grandilocuente sino a través de su frené-tica sucesión. Por ello escribirá: “Alguien está tensando la malla de los términos”, y de esta forma quizá los términos acaben por desfigurar su realidad. En otro momento señala: “Escribo de broma hasta cuando soy tajante”. Idea que recuerda a aquella orteguiana que decía: “Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas”.
El poema, por lo tanto, no representa un sujeto que descubre algo, como an-tes, sino que presenta una serie de circunstancias, simples, sometidas a un lenguaje que no se deja atrapar, que se desmiente a sí mismo a cada paso, insatisfecho, donde la ironía (algo que ya se podía intuir en su anterior libro Desvelo sin paisaje) crece como elemento creativo fundamental. Ironía, sí, al modo de Schlegel, es decir como recurso para mantener su obra en perpetuo devenir, inagotable en sus significados, progresiva, permaneciendo tanto el autor como su objetivo artístico en una superación constante de las limitaciones. Por ello la escritura se convierte en contrabiografia, porque no nos dibuja un sujeto plenamente formado como una escultura reconocible en todos sus límites, sino más bien una conciencia que se va desmembrando, o mejor dicho, que no se sujeta a simples moldes formales. De esta forma hallamos versos donde el sentido se difumina: “No sólo al extender la alfombra de la causa / con ganas de decir basalto a los reproches / con la esgrima de la separación / bipartita del mundo”. La musicalidad (otro elemento clave) se rompe dejando su lugar a un ritmo sincopado, un ritmo compuesto a partir de una sucesión de notas a contratiempo. (Descuidado / del rítmico bastón / soy como un tonto en / constante preiluminación). El poema para Carlos Pardo, en definitiva, no es un espejo que busca su reflejo lineal y pulido, sino que es sucesión, suceso invertido, lenguaje común bajo sospecha, reflexión amorosa, dispersión biográfica, ironía… Por todo ello, quizá, sea un libro que no deje a nadie indiferente.
(Publicado en la revista Azul, n-1, 2008)
7 comentarios:
Interesante tu lectura. Todavía no he leído a Carlos Pardo, pero ya me lo recomendó un amigo fervientemente, diciéndome que es uno de los autores jóvenes más recomendables. Actualmente leo un ensayo de Álvaro García que tiene mucho que ver con lo que dices: "Poesía sin estatua".
Por cierto, un saludo.
creo que puede ser muy interesante la lectura del libro de Carlos Pardo a la luz del ensayo de Alvaro García. Ambos libros son estupendos. El de Carlos Pardo, creo, ofrece interesantes vías expresivas, sin duda, que en el futuro pueden ser importantes. ya me dirás cuando lo leas.
un saludo.
alberto
Bueno, ya lo he pedido en la librería, a ver cuándo llega. De mientras adquirí tu poema envenenado, que acabo de empezar. Promete y mucho. Y como lector decirte: gracias por el blog.
Un saludo.
gracias a ti, sergio, por pasarte por aquí. y ya me contarás qué tal los libros.
saludos
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