El 28 de julio de 1846, un cansado y envejecido Chateaubriand, con achaques crecientes pero con una lucidez extrema, revisa el prefacio a la edición de sus Memorias de ultratumba. El prefacio había sido escrito unos meses antes, concretamente en abril del mismo año. Diez años antes, en la primavera de 1836, había logrado vender dichas memorias, o mejor dicho, había vendido la posibilidad de las mismas por 136.000 francos además de una renta anual de 12.000. Esto le permitió volcarse en el proyecto. Así, en ese año de 1846, escribe: «La triste necesidad, que me ha tenido siempre con un pie sobre el cuello, me obliga a vender mis Memorias. Nadie puede hacerse una idea de cuánto he sufrido por tener que hipotecar mi tumba». Y más adelante añade: «¡Ah, si antes de abandonar la tierra, hubiera podido encontrar a alguien lo bastante rico y lo bastante fiable como para rescatar las acciones de la Sociedad, y que no se viera, como dicha Sociedad, en la necesidad de imprimir la obra en cuanto las campanas doblen por mí!». Sabía ya, a esas alturas, que dos años antes y a sus espaldas, la Sociedad propietaria de sus Memorias había cedido éstas por valor de 80.000 francos al director de La Presse para que fuesen publicadas por entregas. Su proyecto arquitectónico se venía abajo, pero no pudo hacer otra cosa que resignarse y volver de nuevo al trabajo, revisando lo escrito, rehaciendo los capítulos y ajustándolo. Así, escribe con cierto desconsuelo: «Algunos de los accionistas son amigos míos; varios de ellos son personas serviciales que han tratado de serme de utilidad; pero las acciones quizás hayan sido finalmente vendidas; habrán pasado a manos de terceros que yo no conozco y que antepondrán sus intereses de familia a cualquier otra consideración; para éstos, como es natural, la prolongación de mis días resulta, si no inoportuna, al menos perjudicial. Finalmente, si aún fuera dueño de estas Memorias, o bien las guardaría manuscritas o retrasaría su aparición cincuenta años». No era en el fondo esa la intención de Chateuabriand, quien unas líneas más tarde, apunta: «pero yo prefiero hablar desde el fondo de mi ataúd; mi narración estará así acompañada de esas voces que tienen algo de sagrado, porque surgen del sepulcro; sin duda es un interés muy modesto, pero lo lego a falta de algo mejor al huérfano (mis Memorias) destinado a pervivir después de mí en este mundo». La simbolización de su muerte, con todo el peso sagrado de la misma, se trasmuta en el peso que deja en el libro. Y en el mismo contexto concluye: «la vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte». Chateaubriand sabe que la muerte está cerca (morirá dos años más tarde, en 1848) y sabe que aquello que escribe será leído con la sonoridad hueca que procede de la tumba y sin embargo, y he aquí lo importante, no abandona el gesto que extrema el sentido de lo trascendente, abandonando la estricta seriedad de la muerte. La vida le sienta mal y más tarde: «pero desearía resucitar a la hora en que rondan los fantasmas para corregir al menos las pruebas de imprenta». La ironía acude a sus palabras. La resurrección sólo estaría justificada, según él, en este caso, donde se une lo vivo y lo muerto a través de las palabras. Pero dicha resurrección es complicada, la única resurrección posible es la que dejará plasmada en su huérfano, esto es, en su obra. El libro, la arquitectura total de sus Memorias, tiene la capacidad, según piensa, de unir el devenir del Tiempo y el circuito cerrado de una vida. Dicho a través de Schiller, otro de nuestros protagonistas: «se encaminaría a suprimir el tiempo en el tiempo, a conciliar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad». Schiller está hablando aquí del impulso de juego como punto de conexión entre los dos polos de nuestra existencia: materia y espíritu, libertad y necesidad, algo que sin duda al escritor francés le interesa. Esta superación del tiempo en el tiempo significaría, como bien ha estudiado Domingo Hernández, «la intromisión, la aparición en el tiempo de algo que no tenga en sí mismo caracteres temporales, pero que sólo adquiere sentido actuando en el tiempo». Chateaubriand parece tener claro el postulado schilleriano que afirmaba que mientras no seamos dioses debemos sostenernos, actuar entre los dos espacios, en definitiva, escribir. Lo que está declarando de esta forma es la propia experiencia de la finitud. Ése es el lugar de conexión y confusión como recreación de la identidad que le interesa recalcar a Chateaubriand pensando en el posible lector de sus Memorias.
Pero no sólo el huérfano tiene dicha capacidad. En un momento dado de sus Memorias introduce otro personaje, la Naturaleza. Escribe: «Tengo apego a mis árboles; les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo de ellos que yo no haya cuidado con mis propias manos, que no lo haya librado del gusano que ataca sus raíces, de la oruga adherida a su hoja; los conozco a todos por sus nombres como si fueran hijos míos: es mi familia, no tengo otra, espero morir en medio de ella». Pero esta idea de la naturaleza no dista mucho de la materialidad del libro. La naturaleza es para Chateaubriand espacio donde ha quedado él mismo reflejado a través de su cuidado y de su mirada. Al igual que otro romántico, Hölderlin, fue en su juventud un declarado rousseauniano, pero a diferencia del poeta, a Chateaubriand la interesaba la naturaleza en cuanto materia, como objeto de cuidado, herencia y disfrute, mientras que para el poeta la naturaleza era la ocasión, malutilizando a Malebranche, para que el poeta expresara su sentimiento. Sobre este punto trata en las Memorias a su paso por los Alpes, modelo clásico de lo sublime para los románticos. Allí encuentra toda una naturaleza sublime que provoca un sentimiento de lo infinito a través de una profunda soledad. Si embargo, afirmará, que «no son las montañas tal como las que creemos ver entonces, son las montañas tal como las pasiones, el talento y la musa han trazado sus lineas. […] El paisaje está en la paleta de Claudio de Lorena, no en el Campo Vaccino. Haced que ame, y veréis que un manzano solitario, azotado por el viento, derribado […] adquirirá la fascinación de los miteriors de mi felicidad o de la tristeza de mis cuitas».
Pero, en fin, esa naturaleza, como materialidad, incluye la muerte como destino. Para concluir su prefacio, Chateaubriand deja bien claro cómo debe actuarse tras su muerte.
Descansaré, pues, a orillas de ese mar que tanto he amado. Si fallezco fuera de Francia, deseo que mi cuerpo no sea repatriado hasta pasados cincuenta años de una primera inhumación. Que se libre a mis restos de una sacrílega autopsia; que se ahorren el esfuerzo de buscar en mi helado cerebro y en mi apagado corazón el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida. Un cadáver corriendo la posta me causa horror; unos huesos blanquecinos y ligeros son fáciles de transportar: se fatigarán menos en este viaje que cuando yo los arrastraba de aquí para allá cargados de mis pesares.
Para el personaje y viajero Chateaubriand así como para el escritor Chateaubriand la muerte no puede llegar a revelar los secretos de la vida. Y éste es un punto importante. La muerte no revela nada más allá de lo que un cuerpo en corrupción puede decir quedamente a través de una autopsia. La muerte hace imposible la conexión de lo espiritual y de lo material, hace imposible la confusión de ambas que es la condición de posibilidad de la vida en la escritura. El romanticismo de Chateaubriand tiene sus límites. Sólo la vida puede revelar algo —lo que sea, secretos o no— de la propia vida. O dicho de otro modo, sólo el ejercicio de observar y recrear la propia vida (a través de la escritura) puede revelar su secreto, que es el propio acto de vivir. Por eso escribirá: «Las formas cambiantes de mi vida se han invadido así unas a otras: me ha ocurrido que, en mis momentos de ventura, he tenido que hablar de mis tiempos de miseria; en mis días de tribulación, describir mis días de dicha». Y más tarde: «mi cuna tiene algo de mi tumba, mi tumba algo de mi cuna: mis sufrimientos se tornan placeres, mis placeres dolores, y ya no sé, al acabar de leer estas Memorias, si son de una cabeza que peina canas o de una de oscuros cabellos».
Cuando Chateaubriand describe esta especie de confusión, como él la denomina, el romanticismo es ya un movimiento extraño, alejado ya de su raíz. Pero ha comprendido, al final de su trayecto, la marca esencial de ese romanticismo. La confusión como ejercicio de autoconocimiento. La fragmentación como impulso elemental tras la errancia ilustrada. El buceo al interior de uno mismo con el objetivo de rescatar fragmentos de ese puzzle, imposible descifrar en un sentido pleno, que es el propio sujeto para sí mismo. El deber económico, las pruebas de imprenta, la presencia de la muerte, la juventud todo acaba impregnado perfectamente en su prosa memorística. Esta confusión no es ni mucho menos la superación o el fin del romanticismo, sino, por encima de ello, su pleno cumplimiento. Recordemos que un poeta como William Wordsworth, en otra de esas extrañas y fundamentes arquitecturas románticas, El Preludio, había escrito: «Mi propia voz me alentó y, más aún, en la mente / el eco interno del sonido imperfecto; / a ambos escuché, recibiendo de los dos / una alegre confianza en las cosas por venir».
3 comentarios:
muy bueno!
El peso de las palabras de quien no cree en la autopsia como reveladora es brutal cuando viene desde las memorias de un muerto. Es fascinante el libro, me llevó meses digerirlo y todavía resuenan en mi cabeza, años después, esas palabras sobre los secretos de la vida. Gracias por la entrada, un saludo,
Alberto C.
Sencillamente buenisimo.
Ahora doy filosofia en 1ero de bachi, cuanto me hubiera gustado que me de usted esta materia, ya que es muy interesante sobre el razonamieto de la vida, es decir, mirar lo todo con lupa (pensar todo de manera crítica y racionalizando).
Un cordial Saludo.
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