1.
No me atrevería a señalar desde aquí una nueva lectura de Pier Paolo
Pasolini. Eso sería un alto grado de arrogancia. Pasolini fue, en realidad, algo así como su propio investigador, como un espeleólogo de sí mismo y, a la vez, de su
entorno. No me atreveré, he dicho, pero sucede que estas semanas ha aparecido
una recopilación de artículos del pensador/etc. italiano bajo el sugerente
título de Demasiada libertad sexual osconvertirá en terroristas (Errata naturae, 2014). Como señalan los editores se trata de “recuperar un conjunto de
textos que dan cuenta del pensamiento crítico de Pier Paolo Pasolini en
relación con un amplio campo de intereses. […] Atendiendo tanto a su vitalidad
intelectual y a su alcance histórico como a la belleza y a la fuerza de su
escritura, todos ellos son textos de primer orden que dan cuenta del mejor
Pasolini, pensador transgresor y ajeno a cualquier tipo de concesiones”. Y es
cierto. El espíritu de esta recopilación es entablar de nuevo una serie de
diálogos con Pasolini, con su pensamiento, con sus obsesiones… Ahora bien, no
podemos quedarnos en la simple complacencia –superficial– que nos da el texto.
No me cabe duda de que el espíritu combativo de Pasolini exige una lectura
desfetichizada de su obra, es decir, la necesidad de traer o atraer hacia
nosotros las perspectivas críticas que él puso sobre la mesa. Es ahí, en esa
lectura a contrapié, donde podemos enfrentarnos a Pasolini, y donde su pensamiento
nos puede sacudir. ¿Cómo? He ahí la cuestión. En mi caso, y valga de ejemplo,
ha habido un texto que me ha empujado a escribir todo esto. El texto lleva por
título “Contra la televisión”, escrito en 1966 y no publicado en vida. ¿Qué nos
encontramos aquí? Un enfrentamiento directo y crítico con la televisión como
medio y espacio de representación. Es curioso el desplazamiento. O mejor dicho:
los desplazamientos. En el marco intelectual occidental se ha pasado de la
crítica feroz por parte de los intelectuales de izquierdas al medio televisivo,
en tanto que propaganda capitalista, engaño para las masas, etc., hacia una
forma de tomar la televisión incluso como superior ejercicio literario de
nuestro tiempo. Raro es hoy el intelectual que se atreve a cuestionar la
televisión, a señalar su honda estupidez, y aquel que se atreve es sometido indiscriminadamente bajo el
rótulo de retrógrado o casposo. Lo más curioso es comprobar cómo son los
filósofos de mayor edad los que con mayor ahínco defienden el medio televisivo
y su alcance. La televisión es la nueva literatura, he llegado a escuchar (no,
sin aguantar la risa, he de decir). El caso es que en 1966 Pasolini se enzarza
en un análisis intenso de la televisión cuya estructura puede seguir
sirviéndonos como espacio para la crítica. Si bien, como acabo de decir, la
lectura de Pasolini puede sonarnos a trasnochada, sin embargo, lo que es
altamente efectivo es la estructura de su crítica. No podemos quedarnos en la
superficie (esto es: la crítica a la televisión italiana de los años sesenta)
sino que hemos de dirigirnos hacia el modo crítico dentro del cual se sitúa
Pasolini, alguien que, por lo demás, sabía perfectamente cómo funcionaba ese
medio. Escribía Pasolini:
La televisión exhala algo
que es terrible, algo peor que el miedo que debió de producir en el pasado sólo
pensar en el tribunal de la Inquisición. En efecto, en lo más profundo de la
televisión hay algo que se parece al espíritu de la Inquisición: una división
clara, radical y chapucera entre los que pueden pasar y los que no. Sólo pueden
pasar los imbéciles, los hipócritas, los que son capaces de decir frases y
palabras vacías, o los que saben callarse –o callar cuando hablan- o al menos
callan en el momento oportuno
2.
Durante varios días, bajo prescripción pasoliniana, decidí permanecer
pegado a la televisión en mis ratos libres, saltando de tertulia en tertulia, a
modo de trabajo de campo. Y para empezar he podido descubrir que la máxima de
Pasolini sigue siendo cierta: la televisión (en concreto las tertulias y los
tertulianos) exhala algo terrible. Así declaraba Pasolini su punto de vista, su
premisa: “Como llevo un mes gravemente enfermo, postrado en cama, y apenas puedo leer, he visto la televisión
todas las noches. Y es inmensamente peor y más degradante de lo que podría
suponer la imaginación más desaforada”. La tertulia política es, sin lugar a
dudas, un profundo foso de degradación intelectual (y cómica, como ese momento
en el que en “El cascabel” de 13tv riñen a Ramón Tamames por salirse del guión
o cuando el presentador, tras defender a capa y espada el imperio de la ley y
de la moral cristiana, ofrece a todos sus espectadores, cual galán de los años
cincuenta al que se le empieza a ver el cartón, lo último en detectores de
radares o medidores de alcoholemia para que no, y cito, “les frían a multas”).
Y esta degradación no nace siempre de las palabras de los tertulianos, sino al contrario,
de sus silencios. Realmente la tertulia política en la televisión se dibuja en
función de lo teatral. (Teatral es
Ernesto Ekaizer cuando afirma, cual sibila o triste futurólogo comprometido, lo
que menganito va a destapar en unos días. Sin embargo, lógicamente, no suele
pasar…).
John Brown, "The Ham Rome" |
Otro elemento de interés se sitúa dentro de la falacia que sostiene que "salir mucho en la tele es estar cerca del pueblo", como si "el pueblo" o "la ciudadanía" fuesen un recinto exacto y perfectamente definido y la televisión algo así como una maquina que se acerca a ese "lugar" llamado "pueblo". Es una falacia estúpida: la televisión es una máquina alegorizadora cuya finalidad es crear buenos y malos, y no sirve, si nos centramos en las tertulias políticas, más que para remarcar posiciones que bufonizan siempre al emisor del mensaje. De este modo, la televisión (las tertulias políticas en este caso) aleja a los que salen en ella de la realidad, o dicho en otros términos, la televisión i-realiza o cosifica a los sujetos que salen en ella. Retomando a Pasolini, las tertulias políticas en la televisión convierte a los que salen en ellas en personajes de época, en cuadros. Es decir, la aparición continuada en televisión, como supo imaginar Pasolini, lo que provoca es la alegorización del personaje/tertuliano, que en lugar de acercarse más "al pueblo" se construye en tanto que identidad cerrada, en tanto que emisor de un mensaje y no como sujeto situado en un horizonte de cercanía respeto de los ciudadanos. Dicho esto las tertulias hoy suplen a aquel estilo pictórico tan burgués y tan del siglo XVIII que se denominó conversation piece, piezas de conversación, que como adivinó Pasolini, era el modo de esclerotizar toda perspectiva disonante al encajonar toda posición en una foto fija.
Sir Joshua Reynolds, 1760 |
Es por ello que en ninguna tertulia es posible ver
hoy espacios para la formación de una opinión pública o para la construcción de
lo político, al contrario, lo único posible es la observación de la representación de una opinión prefabricada. Lo curioso
igualmente en todo esto es la consideración de la existencia de una alta y baja
tertulia, como si hablásemos de alta y baja cultura. “Al rojo vivo”, por
ejemplo, es alta tertulia, “Sálvame” es baja tertulia. Pero ¿es tan simple? O
mejor, ¿es creíble? (Otro paréntesis: ¿qué diferencia hay entre las burradas
políticas de Isabel San Sebastián o los delirios de Eduardo Inda y las palabras
de Mariló Montero? Pocas. Ninguna, diría yo). Si algo tiene el medio televisivo
es, en su degradación intelectual, el homogeneizar, el igualar toda
perspectiva. Posiblemente la capacidad de influencia y de construcción de “opinión” pública esté en cualquier otro lado de la
televisión (pero sobre todo fuera de ella) antes que en las llamadas tertulias
políticas (alta tertulia). “En aquel momento, –escribe Pasolini–, yo era un
telespectador […]. Lo que me gustaría poner de manifiesto es que ellos habían
aceptado en silencio el silencio. Se
autocensuraban y sabían perfectamente cuándo no debían continuar. Sabían
perfectamente lo que no debían decir, como si fuesen niños a los que vigila su
padre”. Lo que destaca Pasolini es la idea de que una vez aceptada la negativa
a construir una opinión y, por tanto, dada la aceptación de la teatralidad de
la representación de una opinión ya prefabricada, lo importante de las
tertulias son los silencios. Para Pasolini la idea del silencio en la tertulia es
central. La tertulia está construida para dar forma a los límites de lo
decible. Se pueden enfrentar posiciones antagónicas, se pueden defender
posiciones opuestas, pero jamás se ponen las cartas sobre la mesa. Pueden
gritarse, quitarse la palabra, solapar sus voces… pero todo ello no es más que
parte de la escenificación. (Ah…. ese momento impagable, delicioso y muy
habitual en el que, por ejemplo, “intelectuales” como Alfonso Rojo o Carlos
Cuesta o “Chani” se ponen a construir un argumento y aquello acaba en un
delirio sin pies ni cabeza en el que ellos mismos acaban perdidos; argumentos
más propios de “Hora de aventura” o de una fábula mental de Belén Esteban). Pasolini
de nuevo: “Es consuelo de tontos saber y decirse a uno mismo que en otros
países romper un silencio como éste significa una condena. El hecho es que estos intelectuales, al
hablar, no se juegan una condena a Siberia, sino el ostracismo de la
televisión, que se traduce en una pérdida de prestigio y popularidad. Así pues,
callan”. Es decir, la tertulia sirve para representar un papel en la comedia de
la política, así que, una vez asignados los papeles se trata de escenificar lo
presupuesto. ¿Qué puede significar salirse de ese papel? La defenestración, la
imposibilidad de que se deje de visibilizar tu marca. Es por ello que con
certeza añade Pasolini:
La televisión los convierte
a todos en bufones: resume sus discursos haciéndolos quedar como idiotas
[…] o en lugar de expresar sus ideas, lee sus interminables telegramas,
evidentemente sin resumirlos pero igual de idiotas; idiotas como lo es toda expresión oficial. La televisión es
una caja terrible que encierra a toda la clase de dirigente de la opinión
pública, servilmente servida para obtener
el servilismo absoluto
Pensar que lo que dice en el medio televisivo–estrictamente ahí, insisto– Jorge Javier Vázquez es menos importante que lo
que dice Antonio Carmona o Cristina López Schlichting o Francisco
Marhuenda o Ana Pastor carece de sentido. Puede ser a nivel intelectual de
mayor enjundia (algo presuntuoso en alguno de los mencionados), es cierto, pero
el medio iguala, nivela, homogeiniza, bufoniza (usando términos pasolinianos) pero sobre todo –es lógico– visibiliza
construyendo identidades. Lo que va a decir Iñigo Errejón o Francisco
Marhuenda, es decir, lo que van a representar ya lo sabemos de antemano, a
pesar de matices o leves variaciones. En este sentido, a los espectadores se nos
pide única y estrictamente que seamos hooligans de una u otra opinión, de uno u
otro tertuliano, nada más, es decir, bien poco. De esta forma la “alta
tertulia” carece de efectos reales, es “alta impostura”, más allá de la
escenificación. (Luego hay casos tragicómicos si debemos analizar discursos
como los de, por ejemplo, Montse Suárez o de Miguel Ángel Rodríguez, personajes
para los que un argumento es sinónimo de laberinto). Esto es: la tertulia
política hoy, o ya desde hace tiempo, simboliza el abandono de la posibilidad
de crear o construir opinión, es decir: abandono de lo político en favor de lo
teatral, y por tanto del silencio.
3.
Dicho esto, quiero apuntar que no estoy defendiendo una crítica total
a la televisión, algo ridículo e inútil, por otro lado. Como dice Pasolini, la
televisión, en ese “algo terrible que exhala”, en esa “degradación” que apunta,
nos atrae en la misma medida que nos rechaza. Considero que la televisión es
necesaria, totalmente, y el gesto más aberrante me parece la actitud cínica de
los que se ufanan de no tener televisión. Esos son los peores, porque ellos aún
consideran que hay esperanza. Ver la televisión debería ser obligatorio para
entender los límites de lo decible (y por tanto de lo callable) en cada época.
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