lunes, 16 de septiembre de 2013

UN LUGAR. FILOSOFÍA. DAR CUENTA. SOBRE "EL DIARIO. 1837-1861", DE HENRY D. THOREAU (Capitán Swing, 2013)




1.
"Transportémonos a una comarca solitaria; el horizonte es infinito, el cielo aparece sin nubes; ningún soplo de viento agita los árboles ni las demás plantas; no hay animales, ni hombres, ni aguas vivas; reina el silencio más profundo; semejante paisaje invita a lo serio, a la contemplación, al olvido de toda voluntad y de sus miserias; pero esto da también a aquel paisaje donde dominan la soledad y el silencio cierto matiz de sublimidad. Pues como la voluntad, ávida siempre de desear y de adquirir, no encuentra objeto alguno favorable ni desfavorable, no queda más que el estado de contemplación pura. [...]Este género de sublimidad es el que caracteriza la belleza bien conocida de las praderas sin fin de la América del Norte”. De este modo, definía Arthur Schopenhauer la experiencia de lo sublime en el paisaje americano. Aunque en realidad, más que dar una definición de ese paisaje, estaba definiendo una actitud determinada hacia el mismo. Así, ese paisaje a lo que invita es a ser trascendido incitando, a su vez, a la contemplación, a la seriedad, a la meditación y, por supuesto, al lenguaje. De un modo altamente sugerente Schopenhauer define no el paisaje americano sino la actitud del pensador que ha de germinar o que ha de hacer brotar su pensamiento de esa tierra. Por eso son de tanta importancia los fragmentos que Schopenhauer brinda al paisaje americano. El paisaje alegoriza el pensamiento. ¿Qué pensador ha de dar una tierra así? La respuesta la podemos hallar en dos nombres: Ralph Waldo Emerson y Henry D. Thoreau. En 1837 (año en que se inicia este Diario de Thoreau) pronuncia Emerson una de las conferencias clave para entender el nuevo pensamiento americano, me refiero a “El intelectual americano”. El objetivo es claro: es necesario no sólo construir un país nuevo sino también un nuevo modelo de pensamiento acorde a esa realidad en expansión. Es necesario diseñar un nuevo campo de batalla para el pensamiento, un nuevo territorio que mire hacia su presente y hacia el futuro, y no hacia el pasado y sobre todo que no mire hacia Europa. En cierta medida la apuesta de Emerson es oponer la figura del intelectual americano al filósofo europeo. En ese texto lanza el mensaje: “Permítanme recomenzar”. Y ese recomienzo exige tomar distancias con respecto a Europa y su tradición (o parte de ella, ya que la influencia de Coleridge o Carlyle es importante). Según Emerson, Estados Unidos “es un poema ante nuestros ojos, su inmensa geografía deslumbra la imaginación y no puede esperar más a ser compuesto”. [Aquí he desarrollado más a fondo el tema: http://www.eusal.es/index.phppage=shop.product_details&product_id=14972&option=com_virtuemart&Itemid=78]

2.
Para Emerson es clave entender el paisaje en clave discursiva. El paisaje es lenguaje y desde él es posible construir un modelo de pensamiento. Lo tiene claro en cada uno de uno de sus ensayos. En “El intelectual americano” también señala: “[lo cotidiano, lo humilde, lo vulgar] que había sido pisoteado descuidadamente por quienes se enjaezaban y aprovisionaban para largos viajes a países lejanos [...] No pido lo grandioso, lo remoto, lo romántico; no pregunto por lo que se hace en Italia o Arabia [...] me  siento a los pies de lo familiar, de lo humilde y lo exploro.” Frente al exotismo del viaje ilustrado, Emerson considera lo familiar como el territorio para inaugurar el pensamiento. En este sentido, el libro de Stanley Cavell (uno de los grandes pensadores norteamericanos actuales) En busca de lo ordinario, sostiene que la apuesta de Emerson y de Thoreau, a la hora de diseñar una nueva filosofía, es clave para acercarse a su obra. Para Cavell, Emerson y Thoreau pretenden erigir un nuevo pensamiento para un nuevo territorio, y para llevar a cabo ese proyecto no valen las viejas filosofías europeas. No tener en cuenta esto provoca malentendidos. ¿Por qué nos cuesta tanto en Europa ver a Emerson o Thoreau como filósofos? Por varios y complejos motivos. Para Cavell la filosofía europea está empeñada en diseñarse bajo el mapa del sistema y del argumento alejándose de lo literario. O dicho de otra forma, en Europa hay un tronco común entre ciencia y filosofía, mientras que en Estados Unidos la filosofía propuesta por Thoreau y Emerson se emparenta directamente con la literatura. (Aunque esta no es la única perspectiva. Véase el impresionante El club de los metafísicos  de Louis Mennand, para entender el pensamiento americano desde otra perspectiva). En un momento dado Cavell lo escenifica a la perfección. Para Cavell, lo que, por ejemplo, supone Hölderlin para Heidegger, lo representa Thoreau para sí mismo. Y esto es fundamental. Asume Thoreau un pensamiento marcadamente fundacional, a modo de nuevo Parménides para un nuevo pensamiento, siendo él mismo (para sí mismo) Parménides y Platón. “Nosotros no tenemos que poner los cimientos de nuestras casas sobre las cenizas de un civilización anterior”, escribe Thoreau en sus Diarios (idea que reaparecerá, por ejemplo, en algunos escritos del expresionismo abstracto americano, como en “The sublime is now”, de Barnett Newman). Es por ello que los Diarios han de entenderse como auténticos tratados para un nuevo territorio filosófico. Escribe Cavell: “Decir que Emerson y Thoreau “descubrieron” la filosofía para América es decir, entre otras cosas, que al enseñar a la nación que la filosofía es, y cómo es que es, nacer al pensamiento, demuestran cómo ha de ser traído el pensamiento a estas tierras […] lo que en el libro de Thoreau significa cómo ha de convertirse en dar cuenta”. Filosofar como dar cuenta, esa es la labor filosófica de Thoreau en estos Diarios. Y ese dar cuenta se aleja de las pesadas concepciones tales como  la necesidad teleológica de crear un argumento. Para Thoreau, y el Diario es una maravilla en este sentido, es salirse de las líneas marcadas por el concepto de argumentación lo que nos impulsa a la filosofía (y al paisaje). El paisaje carece de argumento o, mejor, el paisaje es el argumento de sí mismo, y eso es la filosofía. La filosofía es dar cuenta de un presente y de un paisaje, que al mismo tiempo se crea en el lenguaje. Por ello, Cavell sostiene que para Thoreau “aunque filosofar sea un producto de leer, la lectura en cuestión no  es especialmente de libros, no es especialmente de lo que entendemos por libros de filosofía. La lectura lo es de cualquier cosa que esté ante ti”. Y es esta una enseñanza que Thoreau transmite a una larga tradición de escritores y artistas norteamericanos de generaciones posteriores. Filosofía es lenguaje y es paisaje, pero sobre todo es literatura.
Otro caso. Por ejemplo: N. Hawthorne. Hawthorne, a su modo, trata también de dar cuenta: «Un espacio no muy hondo —escribe— entre los bosques que lo rodean por todas partes, y que es casi circular, u oval, de unos doscientos o trescientos metros (quizá cuatrocientos o quinientos) de diámetro. Esta temporada da una espléndida milpa, bien alta ya y llena de campanillas, ocupa casi la mitad de la hondanada; y es como el regalo de una pródiga naturaleza». Este es el tono inicial de su descripción de Sleepy Hollow, cercano a una plasmación bucólica del desarrollo del paisaje. Y así prosigue, detalladamente, estableciendo vínculos precisos y emocionales con el espacio natural. La delicadeza virgiliana de los sonidos y del paisaje de ese bucólico Sleepy Hollow se rompe por un vivo contraste. “He aquí —escribe— el silbido de la locomotora: el largo grito, áspero entre las demás asperezas, pues la distancia de un kilómetro o dos no puede moldearlo en armonía. Nos habla de hombres atareados, de ciudadanos, de la calle cálida, que han venido a pasar un día en un pueblo rural, de hombres de negocios; en resumen: de todo el desasosiego, y no es extraño que lance ese grito asombroso, puesto que trae su ruidoso mundo al seno de nuestra paz tranquila. Y cuando nuestros pensamientos hallan reposo de nuevo, tras esta interrupción, nos encontramos contemplando las hojas y comparando su aspecto diferente, la hermosa diversidad de verdes...”
 
3.
No se puede separar la filosofía de la literatura como quien separa una tira de celo de aquello a lo que está pegado. No son dos instancias separadas y estos Diarios dan buena cuenta de ello. Los Diarios, cuyo tema no es el paisaje o la naturaleza a secas, sino que por detrás y por encima está la necesidad de dar forma a un pensamiento, no se desenvuelven bajo la forma de un argumento o deducción que tarde o temprano nos trasladan al clímax de una conclusión o corolario. No. Más allá de eso puede leerse este Diario como la sucesión de momentos donde el lenguaje va abriendo espacios, realidades, modos… No hay existen aprioris. Escribe Thoreau: “Me vine aquí para encontrarme cara a cara con las realidades de la vida, con los hechos vitales que, como fenómenos o actualidad, los dioses quieren mostrarnos. La vida, ¿Quién sabe qué es y qué hace? Aunque no esté del todo bien aquí, estoy menos mal que antes. Y ahora, veamos qué nos trae”. En este sentido, desde mi punto de vista, lo menos interesante está en tomar al pie de la letra los datos vitales que deja caer a lo largo de los diarios. Al contrario, creo que esos datos están para generar nuevos caminos, incluso para confundirnos. ¿Qué es aquello que nos puede traer la vida? Pongamos un ejemplo, casi al azar. El 31 de diciembre de 1853. Allí nos describe cómo Walden se heló completamente por la noche, quedando todo el terreno oculto bajo un manto blando. Caminó sobre la nieve y halló el rastro de una nutria, a la que siguió. “La criatura, a cada rato, entraba en la nueve un par de pies hasta donde están las hojas. Si no fuera por la nieve —el gran revelador— nunca habría visto el más mínimo rastro de este animal”. Como recordaba Cavell, este tipo de fragmentos revelan más sobre el propio pensamiento de Thoreau que sobre el paisaje. La idea de que lo que está ahí fuera  supone una lectura del interior del que escribe. Thoreau es esa nutria (he ahí una de las múltiples transferencias que hallamos en los Diarios), es quien se deja ver gracias a ese “gran revelador” que es la nieve (imagen de la vida). Cada parte del paisaje y cada escritura del mismo deja a ver al propio Thoreau y su pensamiento. “Nunca habría visto el más mínimo rastro de este animal”, escribe al final del año. Es decir, no se habría visto a sí mismo si no fuera por esa nevada, por ese paisaje, por el transcurrir azaroso de los ciclos vitales. Al mismo tiempo, trata de crear un pensamiento excéntrico: “Todos los fenómenos de la naturaleza deben ser observados desde el punto de vista de la maravilla y del asombro, como ocurre con el rayo. Y al mismo tiempo, hay que mirar al rayo con serenidad, como lo hacemos con los fenómenos más familiares e inocentes. Los hombres están probablemente más cerca de la verdad esencial en sus supersticiones que en su ciencia”. Y esto es así, porque como él mismo señala, toda verdad es en sí paradójica. Para Thoreau, por tanto, no es posible un pensamiento cerrado y excluyente (esto también aparece en sus compañeros de viaje: Emerson y Whitman).
      En definititiva, los Diarios, cuya lectura debería ser obligatoria en cualquier clase de filosofía actual, son un ejercicio monumental de construcción filosófica de una identidad y de un paisaje, o de un paisaje como identidad, o...

martes, 25 de junio de 2013

EL ORDENADOR QUE MEDIA ENTRE JOHN CHEEVER Y JOHN KEATS (Fragmento de otra cosa)


[...] 
En este sentido, John Cheever quizá sea el escritor menos deleuziano de la tradición americana. Sin embargo, como pocos, tuvo la capacidad de dar forma a una serie de personajes que podrían leerse como intensidades narrativas fuera de lo común. En realidad, estaríamos ante personajes que viven de la necesidad de otorgarse a sí mismos una narración que los ampare, lo que implica que ante estos “sujetos” siempre se tenga la sensación de que están construyendo su historia al mismo tiempo en el que ésta transcurre. Como una mancha de aceite la narración se extiende alrededor (y desde) los personajes. Los personajes de Cheever suelen buscar, pero lo que les interesa en realidad no es hallar —consecución de un fin—, sino la permanencia en la búsqueda —el estado productivo de la búsqueda—. Por ello, los personajes de Cheever son conscientes incluso de ser demasiado “animales de superficie”. Se suele hablar de la profundidad de sus personajes, y sin embargo Cheever concibe, de un modo inigualable, sujetos que aman la superficie y que como tal aman darse en el lenguaje superficial. Escribe, por ejemplo: “Jugaron al bridge hasta las diez y entonces Melissa bostezó afectadamente y dijo que tenía sueño. Moses también se disculpó y se sintió desalentado al ver con qué menudos pasitos ella le predecía por el vestíbulo”. Los lectores de Cheever saben que su literatura se compone de esos menudos pasitos y que somos nosotros los que le vamos detrás de él. No sólo eso, esos mismos lectores de Cheever saben que esas minucias, esos intersticios que fracturan el posible clímax, conforman o sustentan el desarrollo posterior del relato. Cheever desde la superficie de los gestos y de las palabras nos desplaza sin darnos cuenta. Son los pequeños gestos los que entablan el diálogo con el lector en Cheever, aunque ese mismo lector no se percate de este proceso.
[...]
Pero fijémonos en un caso: Coverly. Coverly es uno de los personajes centrales de La crónica de los Wapshot, publicada en 1957 y que supuso el debut novelístico de su autor. Coverly es hijo de Leander Wapshot, un hijo, como todos los personajes-hijo que comienza una búsqueda dentro y fuera del sistema familiar de los Wapshot. La familia Wapshot, protagonista de esta novela, vive en un pequeño pueblo pesquero llamado St. Botolphs. Cheever nos va introduciendo en la vida y disputas de esta familia. Y lo hace progresivamente, cayendo desde el cielo y quedando atrapado finalmente en su propio idioma familiar. Blake Bailey, biógrafo de Cheever, lo describe perfectamente: “Expulsados de este paraíso [St. Botolphs] los hermanos Moses y Coverly se embarcan en una serie de aventuras por el confuso mundo moderno, sin que su creador se preocupe mucho por la lógica narrativa”. Pero es esta despreocupación lo que provoca que el lenguaje sea en Cheever de una intensidad apabullante. Y esta despreocupación narrativa afecta a sus propios personajes, convertidos en obsesiones que se deslizan a través de las páginas. Es el caso de Coverly y su necesidad de hacer algo inolvidable.  Ahora bien, sabe perfectamente que eso inolvidable sólo tiene hueco en el lenguaje. ¿Qué hacer? Leamos a Cheever: “La resolución de Coverly de hacer algo ilustre se concretó en un plan de diagnosticar el vocabulario de John Keats”. Aquí la palabra diagnóstico es engañosa. En realidad no se trata de hallar una patología detrás de la poesía de Keats y que delate alguna enfermedad desconocida del poeta. En realidad se trata de un diagnóstico acerca del propio lenguaje. ¿Qué pretendía Coverly? En realidad no se trataba de analizar el lenguaje de Keats palabra por palabra, no se trata de una descomposición en busca de símbolos. Lo que le propuso a Griza, un compañero de trabajo del que se siente cercano, era algo sutilmente diferente. Escribe Cheever: “Quería que Griza procesara el vocabulario de Keats en el ordenador. Griza no parecía decidido, pero invitó a Coverly a cenar en su casa una noche”.  Poco tiempo después les encontramos en la casa de Griza hablando sobre Keats y el proyecto, no sin antes dejar caer una de esas superficialidades de Cheever que condensan toda su capacidad narrativa: “Cenaron carne congelada, patatas fritas congeladas y guisantes congelados. Con los ojos vendados, uno no habría podido identificar los guisantes, y el único sabor que tenían las patatas era sabor a jabón”. Más tarde “bebieron un vaso de whisky con ginger ale y luego Coverly se fue a casa”.  Cheever describe a continuación la rutina que decidió tomar Coverly: “Coverly organizó su vida de acuerdo con un plan. Salía del centro de cálculo a las cinco, preparaba la cena, bañaba y acostaba a su hijo. Luego regresaba al centro con su ejemplar de Keats encuadernado en piel suave y se ponía a traducirlo, en una máquina de escribir eléctrica, a dígitos binarios. […] tardó tres semanas en pasarlo todo”.  ¿Y el diagnóstico del lenguaje de Keats? “Sus instrucciones, convertidas en dígitos binarios, pedían  a la máquina que contase el número de palabras en la poesía, y que contase el vocabulario e hiciese una lista de las palabras utilizadas  con mayor frecuencia por el orden de uso. Griza metió las instrucciones y la cinta en dos torres y luego tocó algunas teclas de la consola. […] Coverly sudaba por la excitación. […] Cuando la máquina se detuvo, Griza arrancó el papel y se lo pasó a Coverly. El número de palabras en la poesía de Keats ascendía a quince mil trescientas cincuenta y siete. El vocabulario era de ocho mil quinientas tres y las palabras por su orden eran. “El silencio armoniza la consciente caída del dolor / Los dorados reinos de la muerte lo abarcan todo / La amargura del amor excede a su gracia / Esa bestial cicatriz en el rostro angélico / Marca al cielo con hiel””. Y aquí se halla el descubrimiento de Coverly/Cheever: el lenguaje se produce a sí mismo, la poesía es una superficie de lenguajes, un mapa que se extiende y no un pozo que necesita descifrarse. “Pero te das cuentas, ¿no?, de que dentro de la poesía de Keats hay otro poesía”, dice Coverly, aunque en realidad no sea dentro sino junto a, en su extensión. La poesía no es un orden sino una elección de itinerarios, de superficies, una mancha de aceite que se extiende alrededor del propio lenguaje. Así, Cheever escribe: “era posible imaginar que existiera cierta armonía numérica subyacente a la composición del universo, pero que esta armonía abarcase a la poesía era una posibilidad asombrosa y entonces Coverly sintió que él era un ciudadano del mundo que emergía, Una parte del mismo. la vida estaba llena de novedad; ¡había algo nuevo en todos sitios!”. El lenguaje, su incansable novedad, su necesaria intensidad. El lenguaje de Keats como una máquina capaz de reproducir la novedad del lenguaje. La poesía de Keats como un eterno estado de búsqueda. Y la despreocupación por la lógica narrativa de Cheever como la posibilidad de un lenguaje y de una narración imprevisibles. Sin esa despreocupación no habría Cheever, pero tampoco poesía. [...]

domingo, 5 de mayo de 2013

¿PARA QUÉ DISCUTIR? Cinco años de blog y una cita.


“Por este motivo sienten los filósofos escasa afición por las discusiones. Todos los filósofos huyen cuando escuchan la frase: vamos a discutir un poco. Las discusiones están muy bien para las mesas redondas, pero el filósofo echa sus dados cifrados sobre otro tipo de mesa. De las discusiones, lo mínimo que se puede decir es que no sirven para adelantar en la tarea puesto que los interlocutores nunca hablan de lo mismo. Que uno sostenga una opinión, y piense más bien esto que aquello, ¿de qué le sirve a la filosofía, mientras no se expongan los problemas que están en juego? Y cuando se expongan, ya no se trata de discutir, sino de crear conceptos indiscutibles para el problema que uno se ha planteado. La comunicación siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde, y la conversación siempre está de más cuando se trata de crear. A veces se imagina uno la filosofía como una discusión perpetua, como una "racionalidad comunicativa", o como una "conversación democrática universal". Nada más lejos de la realidad y, cuando un filósofo critica a otro, es a partir de unos problemas y sobre un plano que no eran los del otro, y que hacen que se fundan los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas. Nunca se está en el mismo plano. Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que los transforman cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo. Pero quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía. Es el resentimiento lo que anima a todos esos discutidores, a esos comunicadores. Sólo hablan de sí mismos haciendo que se enfrenten unas realidades huecas. La filosofía aborrece las discusiones. Siempre tiene otra cosa que hacer.”


Gilles Deleuze y Felix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

jueves, 2 de mayo de 2013

CRÍTICA EN SERIE. LA TEORÍA DE LA DOBLE H Y EL DISFRAZ ALEGÓRICO



[Este texto es un fragmento de un seminario sobre Filosofía, política y televisión, diciembre de 2011]



 “No es ni puramente arte, ni sólo entretenimiento, no sé si estoy realmente en lo uno o en lo otro. Estoy en otra parte"
Julie Taymor. Productora . Walt Disney

1.
Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare señala, con acierto sin duda, que el hecho de que las series americanas posean un carácter planetario y global “no [las] exime de su potencial crítico: mientras que los personajes, las historias y el mundo creados suscitan empatía o rechazo, la cultura estadounidense que representa es examinada por el espectador internacional desde una actitud proclive al análisis y al cuestionamiento. El hecho de que las series mantengan una línea editorial implacable con la sociedad y, sobre todo, con la política norteamericana favorece esa actitud microcrítica”. Ahora bien, ¿es tan sencillo? ¿No hay algo de condescendiente desprecio en este hecho por parte de esas series? ¿Puede ser real esa disposición crítica? O dicho en otros términos ¿qué función ejerce una serie de televisión si la desplazamos de su contexto de entretenimiento y la convertimos en un dispositivo intelectual? ¿Hay algo de crítico en este simple hecho? ¿Y cuánto hay de fetichismo? Las palabras siguientes, y por ello les pido paciencia, son simplemente una sucesión de ideas aún por armar, y por lo tanto aún por sostener, lo reconozco, pero no cabe duda de que es necesario mantener siempre la posibilidad de ver cada situación desde otro ángulo de identificación (o desidentificación).

2.
Dicho esto, si colocamos, por ejemplo, las series sobre su trasfondo económico y mercantil (HBO, Time Warner…) esta posibilidad crítica se nos muestra como una crítica blanda, como de pose, cuyo objeto es puramente mostrar el recinto que puede ser criticado, sin proponer transformación alguna. Es decir, ejercer una crítica bañada a través de la muestra de imágenes; imágenes que recogen la herencia técnica del cine de autor, o mejor dicho, su apariencia (del mismo modo que el corte inglés recoge la apariencia de tergiversación situacionista para su publicidad). De esta forma, del cine de autor interesa su efecto de alta cultura —su carácter técnico—, pero obvia su causa. La serie The wire podría ser el lugar para la crítica y para muchos teóricos lo es de un  modo paradigmático, por eso la elegimos como ejemplo. Para algunos esa crítica se establece —sin prescripciones, sólo como descripción— desde la imagen, aunque considerando que en la serie no hay crítica social sino “una cuestión de sensibilidad”, mientras que para otros el proceso crítico consiste en el reflejo literario de las calles de Baltimore: “lo que interesa es diseccionar las entrañas de la ciudad al mismo tiempo que sucede lo propio con las de los personajes”. Mostrar es el objetivo. El propio realizador de la serie, David Simon, lo reafirma: “Cuando se le da rienda suelta al capitalismo desaparecen los derechos de los trabajadores porque los trabajadores se convierten en sólo una herramienta del capitalismo, dejan de ser seres humanos. Si estás en lo alto de la pirámide productiva y te beneficias de esta dinámica, fenómeno; pero si estás en la parte de abajo, eres una víctima. Por eso EE UU es un país más brutal e indiferente que otros, sin interés alguno por compartir los beneficios entre toda la comunidad. Eso es The Wire: una declaración política de principios.” Pero ¿es ésta la cuestión? ¿es así realmente? Veámoslo desde otra perspectiva. Cuando Walter Benjamin en El autor como productor analiza las posibilidades críticas de la Nueva Objetividad las cuestiona, debido al hecho de su proceder como objeto de mercado, como muestra acrítica cuyo destino no es otro que la moda. Algo así, en la distancia, podría señalarse de las posibilidades críticas de una serie de televisión como The Wire. Escribía Benjamin lo siguiente: “la Nueva Objetividad ha hecho de la lucha contra la miseria, a su vez, un objeto de consumo”. Hacer de la miseria un objeto de consumo, una moda, ésa podría ser otra descripción de lo serial. The Wire, vista no como entretenimiento (en este sentido es una serie impecable, fabulosa) sino con intenciones críticas escondidas y sobreintelectualizadas, y sobre todo como productora de conocimiento, no cumple más que su función de hacer de la miseria objeto de consumo a través de la estilización y la técnica. Se trataría de un abastecimiento de imágenes que no aportan ninguna transformación, “es —tomando a Benjamin— un procedimiento criticable aunque los materiales de que se abastece parezcan de naturaleza revolucionaria”. Hablamos, así, de moda disfrazada de crítica.

3.
Frédéric Martel, en su Cultura Mainstream, lo expone en su diálogo con John Nye, profesor de Harvard y colaborador de Obama en las estrategias de difusión cultural. Nye ha difundido la idea de soft power.  “Es la idea —señala Martel— de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial”.  Afirma Nye lo siguiente: “El soft power es la atracción y no la coerción. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertaiment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood”. Esta doble H (Harvard-Hollywood) es la que los grandes monstruos económicos y mediáticos tratan de absorber o de atraer. Es decir, que a través de la estratificación de tramas sea posible captar y capturar tanto al profesor de Harvard como al adicto a las películas de Hollywood. Y añade Nye en su entrevista con Martel: “pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. […] Y no hay que olvidar que nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, You Tube, MySpace y Facebook”. De alguna forma, la idea (esa inquietante nuestra influencia) es la consolidación de las series de televisión —que luego sean descargadas o compradas, pero han de pasar por la televisión—, así como de todo el amplio espectro cultural americano, del arte al entretenimiento, que no muestren un sentido de coerción, sino series que al construir muestren una autocrítica moderada al sistema americano pero que haga factible una visión idílica de su (nuestra) realidad. La idea de exportación de la cultura implica una acción a diferentes niveles, creando en el objeto de entretenimiento tejidos que van dirigidos a espectadores diferentes como guiños hacia su cultura. De esta forma saben oscilar perfectamente —midiendo los tiempos— entre la alta y la baja cultura, entre guiños a los seguidores de Antonioni y llamadas a los fans de Beyoncé. La descontextualización nos eleva más allá del producto cultural. En el caso del cine y de la televisión ese soft power se hace evidente a través de la construcción de una complejidad interna que sea capaz de atraer a todo tipo de espectador (tanto a la profesora de universidad especialista en semiótica como a la ama de casa que prepara la cena), y para ello se crean tramas, subtramas, metatramas, construidas a partir de personajes de diferentes razas, credos y sexos, etc. Mostrar la vida americana en su multilateralidad para que ese poder sea más efectivo, y aparentemente, por ello, tenga un componente crítico. Las series como fenómeno de masas se convierten, así, en multitextos maleables. O dicho de otro modo: reunir lo disperso (culturalmente) en un solo producto, que termina por ser fetichizado en muy diversos niveles.

4.
“El espectador no debe necesitar ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción […] Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada”. Esta idea, expresada por Adorno y Horkheimer en su trabajo La industria cultural, a pesar de poder resultar ingenua  (que lo es) es lo que precisamente ha sido dado la vuelta por la propia industria cultural. Es decir, la idea de que el universo espectacular-televisivo-medático que nos rodea impide todo pensamiento propio, o que de darse este pensamiento sería ficticiamente propio ya que se nos ha lavado el cerebro, fue durante décadas el lema de muchos teóricos de izquierda. Se solía decir que una de las señas de identidad de la industria cultural es, precisamente, su opacidad a todo pensamiento. La necesidad de imposibilitar la apertura reflexiva es lo que implica que todo pensamiento aparte sea un pensamiento desde fuera del hecho espectacular, y por lo tanto, inoperante. Este podría ser, de modo muy resumido, el extraño idilio entre pensamiento y espectáculo, entre arte y entretenimiento. Sin embargo, la industria cultural ha desarrollado o posibilitado  en la actualidad (a través de su disfraz como industria creativa) la construcción de un pensamiento a través de los itinerarios que ofrece el propio espectáculo. De esta forma comenzaron a surgir teóricos y escritores que vieron en la cultura del entretenimiento una nueva forma de verter en ella su conocimiento, señalando que las series son “conocimiento disfrazado de entretenimiento”. “Si el intelectual no viene a mí —dice la industria serial— introduzco lo intelectual dentro de mí sin olvidar mis “otros destinos””. El disfraz está dentro, en el interior. Y aquí, en este proceder teórico, en este proceder carnavalesco, es donde se produce la construcción alegórica, en tanto que la teoría extrae a las series de su contexto, cegando en la mayoría de las ocasiones la posibilidad de cuestionar la genealogía económica de esas producciones. Es decir, el alegorista no inventa las imágenes, simplemente las confisca, extrayendo de ellas lo que es culturalmente significativo. El alegorista no resitúa las imágenes en el sentido de buscar el significado original que podía haberse extraviado. Ahora bien, tampoco se trata de hermenéutica. Es, evidentemente, una nostalgia del quehacer posmoderno.  El alegorista desactiva, por lo tanto, la posibilidad de ver la serie como entretenimiento haciendo de ella un producto maleable (un tercer lenguaje), inservible más allá de determinados juegos malabares con los que pretende situar lo estudiado en su propio recinto de pensamiento. Pero al mismo tiempo, ese alegorista elimina y asordina toda posibilidad de cuestionar los fundamentos económicos y políticos de las series, al situar fuera de su origen ese producto. ¿Está entonces el intelectual atrapado en su propia paradoja en su propio disfraz?

miércoles, 10 de abril de 2013

SOBRE “NORMALIDAD DE LA CRISIS / CRISIS DE LA NORMALIDAD”, DE LUCIANA CADAHIA Y GONZALO VELASCO (eds.), Katz, 2013



1.
(Un preludio divagatorio que no viene a cuento)

En el Crátilo Platón se pregunta por la relación que existe entre las palabras y su referente. Esta pregunta le lleva a situaciones cuanto menos rocambolescas. Es más, no queda resuelta con claridad la posición del propio Platón. Frente a la teoría convencionalista (que tergiversa el punto de partida de Protágoras) y también frente a la postura naturalista que defiende Crátilo según la cual hay una dependencia estrecha entre las palabras y las cosas, Platón va basculando. Hacia el final del diálogo Crátilo insiste en ello: “el que conoce los nombres, conoce también las cosas”. Pero ya antes le había planteado esta misma cuestión a través de una pregunta sutil: “¿Pues cómo es posible, Sócrates, que si uno dice lo que dice no diga lo que es?”. Evidentemente, Sócrates da la vuelta a toda esta argumentación, aunque, ciertamente, su postura no esté del todo clara, al menos en este diálogo. Es decir, Sócrates no va a negar en esta ocasión que no se puedan conocer las cosas por sus nombres pero que ésta es una fórmula sometida a la fragilidad del error (como errada es la mimesis). En cambio, apunta, “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. En cualquier caso, para llegar a esta conclusión, Sócrates, Crátilo y Hermógenes desarrollan toda una extensa (y por momentos delirante) obsesión etimológica con el fin de saber si existe relación entre el origen de las palabras y aquello a lo que se refieren.
2.
En Normalidad de crisis / Crisis de la normalidad no se menciona, al menos eso creo, el Crátilo ni una sola vez. ¿Por qué debería de citarse? Es cierto. No hay ninguna necesidad de ello. Este libro, coordinado por Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco constituye una muy importante aportación a la reflexión sobre el presente. Y por sus páginas discurren reflexiones y críticas de hondo calado. Es cierto que no todas son lecturas que mantienen el alto voltaje necesario para pensar la crisis. Ahora bien, en determinados momentos y fundamentalmente en la parte final del libro titulada “Crisis y política”, hallamos algunas aportaciones filosóficas sobre el presente que se aproximan con solidez a la pregunta por la crisis. Y sobre esa parte incidiré a continuación más en profundidad, sin olvidar, obviamente, el resto de textos del libro.

3.
Pero volvamos al Crátilo. ¿Por qué lo traigo a colación? Una de las cuestiones que más llaman poderosamente la atención es la obsesión en buena parte de los trabajos de este libro en incidir en la posible relación directa entre la palabra crisis y la “crisis” como fenómeno que “recorre al sujeto” en la vida ordinaria. Parecería como si destripando la palabra, hallando su tuétano, estuviéramos más cerca del fenómeno, como le ocurría al mismísimo Hermógenes en su diálogo con Sócrates. Veamos. Parece que la crisis es un concepto que remite a un estado de cambio o mutación, y que, asociado a la medicina, indica un cambio tendente a la curación o a la muerte. En la mayoría de los trabajos del libro (o en casi todos) se parte de la etimología de la crisis suponiendo que del concepto dimana el objeto, obviando la salida de Platón en el Crátilo: “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. ¿Está la crisis en el concepto de crisis? Dicho esto, me parece imposible (o al menos muy difícil) señalar o deducir que esta reconstrucción etimológica nos diga algo exactamente de la realidad, más allá de un posible juego metafórico. O dicho de otra forma, el problema no está en la palabra crisis. Considerar que el problema reside en la palabra crisis conlleva el problema implícito de considerar que esta crisis es una crisis exclusivamente “moral”, “de valores” o “conceptual”, y que de alguna manera —otro giro argumentativo— si despejamos la incógnita conceptual parecería más fácil salir de la crisis (y quizá por extensión solucionar la vida a esas personas que están dentro de la crisis). Creo que las reflexiones que se sitúan únicamente en este “marco catequista de los valores” quedan representadas efectivamente en la anécdota que narra Wittgenstein según la cual un tipo se pasaba billetes de una mano a la otra y pensaba que estaba haciendo un gran negocio.
            No quiero decir que haya una obligación directa en el filósofo de intervenir en lo social, pero sí de ser consciente de la distancia.
4.
Dejando de lado la obsesión de algunos autores por la etimología, tenemos una aportación sumamente interesante. La apuesta de Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco es certera, y se observa desde el principio: “El ritual mágico-jurídico de la austeridad debería devolver la confianza en los mercados. Pero detrás de este velo de maya de la restauración, tiene lugar una profunda transformación de la naturaleza misma de la sociedad. Ahora bien, el sacrificio de la austeridad supone no sólo la desaparición de los derechos básicos de los ciudadanos, sino el precio que los países de la Unión Europea deben pagar para volver a ser fiables”. La paradoja estriba en que para estar mejor es necesario estar peor, pero esos criterios de “mejor” y “peor” son manejados desde fuera de la órbita social. La crisis, por tanto, “se convierte en un mecanismo de normalización y ocultamiento de los cambios que precisa el actual poder para seguir expandiéndose. […] Por tanto, deberíamos hablar de una crisis previsible”, lo que viene a significar que la crisis ha de entenderse como un caso necesario de autorregulación por parte de los sistemas financieros. No obstante, la argumentación “estatal” se desvía hacia una “culpa generalizada” de los ciudadanos los cuales seríamos responsables (no corresposables, sino directamente responsables) por haber vivido por encima de algo llamado “nuestras posibilidades”. Partiendo de esta idea, el libro busca “identificar el dispositivo discursivo de la crisis y desarticular los mecanismos de poder que en él operan. No obstante, el valor político de esta tarea reconstructiva es insuficiente si no está atenta a inteligencia implícita que nace de la experiencia popular de la crisis  y de la manifestación colectiva de su rechazo”.
5.
Partiendo de estas tesis expuestas por los compiladores de modo directo se desarrollan los textos. La apuesta, como ya he dicho, nace con el doble objetivo de identificar y desarticular desde la teoría los mecanismos que “soportan” la crisis y, por otro lado, al mismo tiempo, no perder de vista la experiencia popular de la crisis. Es en este doble movimiento donde hallamos la idea que fundamenta este libro. Para Gabriel Aranzueque el problema estaría en el concepto de deseo. Según señala estamos tan acostumbrados a obedecer que dicho mecanismo imposibilita que deseemos lo contrario. Precisamos “desear más” señala como conclusión. David Sánchez Usanos concluye con otro “deberíamos”: “deberíamos poder ocuparnos de cuestiones políticas, económicas o sociales sin tener la impresión de que al hacerlo estamos renunciando al pensamiento. Hemos de desterrar la funesta idea de que reflexionar sobre lo cotidiano equivale a envilecerse”. En la sección “Crisis y ontología” escribe Patxi Lanceros “Crisis es un nombre —singular— para designar esa plural nebulosa con vocación de clausura”. Y es que en este caso, por ejemplo, la crisis abandona su lugar sobre la tierra para convertirse en un problema más bien conceptual y moral que una “experiencia popular”.
            El libro encierra aportaciones de interés, sin duda. Aparte de los autores mencionados, cabría citar los trabajos de Antonio Gómez Ramos, Ana Carrasco-Conde o Alberto Pirni. Todos ellos, como el resto del libro, llenos de espacios para la discusión. Es decir, estados para-no estar-de acuerdo en todo momento, lo que convierte a éste en un libro a tener en cuenta.

6. 
Desde una postura personal, considero la tercera sección, titulada “Crisis y política”, la sección más certera del libro, y la de mayor enjundia discursiva. En ella se desgranan algunas de las ideas de las que es posible extraer elementos de discusión y que tienen la capacidad de enriquecer el debate desde la izquierda. Valerio Rocco, por ejemplo, expone lo siguiente: “Nuestro objetivo es analizar el papel jugado por las configuraciones estatales en el marco de la actual crisis económica, y ello en dos sentidos”. Uno de esos sentidos es la consabida “polisemia de la palabra”, y el segundo, el más interesante desde mi punto de vista,  es la pregunta acerca de cómo la crisis desplaza inevitablemente su sentido o, más bien, comprime desde múltiples flancos a las instituciones y al propio concepto de “estado”. Lo que nos dice es que el “Estado queda […] comprimido entre las (¿legítimas?) demandas de la sociedad civil y  de los individuos subsumidos bajo él, por un lado, y el chantaje de la sociedad civil internacional y los individuos-magnates bajo s que se subsume, por otro”. Retomando la teoría del doble vínculo de los psiquiatras podríamos decir que el Estado se halla más que en crisis en un estado paradójico propio del sujeto esquizofrénico, un cuerpo sometido a su propio sinsentido. En este caso, la tarea del filósofo, apunta Rocco, sería la de denunciar la anormalidad de la crisis y su irracionalidad. El problema, creo, estaría en cómo “rellenar” conflictivamente la palabra denuncia.
            Por su parte, el trabajo de Luciana Cadahia trata de reactivar el concepto de dispositivo. Escribe certeramente: “El principio que trata de regular a las sociedades contemporáneas hace de la crisis el dispositivo mediante el cual crea, rechaza y neutraliza su propio antagonismo”. La crisis se construye como sistema o dispositivo que posibilita “reorganizaciones progresivas”. Cadahia apuesta por poner en crisis este sistema. Si se me permite se trataría de, usando jerga de Gregory Bateson, afirmar que la crisis no es un contexto o un marco de referencia sino una etiqueta que rotula un conjunto, pero sin embargo ese conjunto puede ser puesto en crisis, puede ser desplazado. ¿Cómo? He ahí la pregunta. Este tema pone sobre la mesa otro, es decir, el tema de las revueltas sociales. ¿Pueden las revueltas ser una forma de buscar ese desetiquetado que instaura la crisis? Al final de su trabajo Luciana Cadahia es de nuevo directa: “no encontramos la preposición adecuada para describir el vínculo de las sublevaciones con respecto a las instituciones, pues las sublevaciones y las resistencias no pueden hacerse exclusivamente contra la institución, ni mucho menos ante la institución, ni mucho menos desde la institución. Se trataría de pensar una pre-posición tal que nos permitiera establecer un juego de posiciones simultáneas en uno y otro lado de la oposición. […] Quizá sea entre los límites del derecho y las instituciones y las sublevaciones donde se juega las distintas posibilidades, aún no calculadas, del dispositivo de la crisis”.
            La sección se cierra con dos interesantes aportaciones: “Crisis y Orden Mundial en perspectiva histórica” de Alex Colás y “Crisis de la construcción social de la normalidad capitalista” de Gonzalo Velasco, que cierra el libro. Precisamente Velasco apunta de nuevo la idea que vertebra algunas de las aportaciones más interesantes de este libro: “Lo que se está rechazando desde las plazas públicas es el prejuicio biopolítico según el cual tras la crisis hay siempre una recomposición de la normalidad (de la salud)”. Pero quizá no deberíamos olvidar que la normalidad no es otra cosa que un “marco de referencia”, un rotulado (provisional) cuyas paradojas y patologías estamos en condiciones de poner en cuestión en su totalidad (y fragmentariedad). Paradojas y patologías que la experiencia popular de la crisis trata de identificar.

7. 
O dicho en otros términos, no se trataría de hablar de normalidad de la crisis ni de la crisis de la normalidad sino de alcanzar la posibilidad de salirse de este “doble vínculo” (prototípicamente paradójico)  con la finalidad de identificar la propia patología de ambos conceptos. Una tarea que se apunta hábilmente en este libro y que constantemente está por hacer.


martes, 2 de abril de 2013

APUNTES CONTRA LA JERGA DE LA CLARIDAD Y OTRAS EXCUSAS A PARTIR DE “QUIEN MANDA UNO” DE PABLO LÓPEZ CARBALLO (COMO EXCUSA)



La alegoría no es más
que un espejo que traslada
Calderón de la Barca

1.
[Formas odiosas de comenzar una entrada de blog (1): “Llevaba un tiempo dándole vueltas a la posibilidad de escribir una entrada”. Sin embargo, formas que uno acaba reproduciendo]

2.
Llevaba un tiempo dándole vueltas a la posibilidad de escribir una entrada en este blog que se titulase “La jerga de la claridad”. El tema empezaría de esta forma: existe una especie de impugnación de totalidad hacia aquello que muestre mínimamente (o máximamente) formas e intereses abstractos, teóricos, complejos… llámese como se quiera. Se dice habitualmente eso de “hay que ser claros” suponiendo que existe una relación directa entre el lenguaje y la realidad; siendo el nombre de esa relación “lo claro”, que sirve de perfecto y omnicomprensivo vaso comunicante. O dicho en otros términos: se viene a suponer que la palabra “mierda” está más cerca de la realidad que la palabra “excremento”, aunque sencillamente no es así. Tan sólo los sujetos, en sus procesos de aceptación de marcos psicológicos de referencia, acercamos esas palabras a la realidad. Si ponemos, por ejemplo, juntos dos poemas, supongamos que uno de David González y otro de Marcos Canteli, en apariencia distantes tanto temática como formalmente, sería poco razonable sostener que uno “habla más” que otro sobre la realidad.  Sería estúpido. En lugar de eso lo que tenemos, según opino, son dos formas de producir sentido y de crear marcos de referencia, es decir, se producen a sí mismos como poemas en tanto que estructuras del lenguaje que pugnan con eso inexpugnablemente idiota que es la realidad. De este modo, la poesía es simplemente un juego de superficies siendo el lenguaje el elemento productor de sentidos. Por lo tanto la jerga de la claridad es como cualquier otra jerga. Decía Barthes que la jerga de la claridad se aprende socialmente como se aprende la jerga de la ciencia o cualquier otra jerga, como se aprende un idioma o a saltar a la comba. No obstante, por costumbre, tendemos a sostener que la claridad es consustancial a lo real, siendo la claridad y su jerga, recuerda Barthes, una construcción burguesa. Llevaba tiempo pensando cómo desarrollar esta idea en el ámbito poético. Ha sido la lectura de un libro de poemas lo que me ha sugerido la siguiente entrada. No quiero decir que este libro sea paradigma de nada sino muestra de un caso.

3.
Quien manda uno es el segundo libro de poemas de Pablo López Carballo tras Sobre unas ruinas encontradas. Las diferencias entre ambos libros son importantes, aunque no es esa diferencia la que aquí nos interese ahora. Si nos centramos en su último libro es evidente que la apuesta es el lenguaje. El lenguaje es el territorio de estos poemas, pero no entendido como una simple disposición para el sentido sino, al contrario, el lenguaje como constatación de su propio sinsentido. Así lo apunta el primer poema del libro:

Tocado y convertido
en lenguaje.
Su distancia sin distancia con las ideas,
agraz espesor del blanco caravana.
El detalle ampliado,
raigón inverso.
Adelante.

Dicho en otros términos: el lenguaje pierde su aspecto referencial para abrirse hacia otros lugares. Podríamos ver esta experiencia del lenguaje como una forma de alegorizar sobre el propio lenguaje, pero sobre todo acerca del concepto mismo de poema. La palabra se vacía por completo de su sentido (he ahí el impulso alegórico) para conformar todo su despliegue hacia una forma de pensar sobre sí misma, sin olvidar su capacidad comunicativa. La poesía de López Carballo (insertándose en cierta línea de tensión dentro de la poesía española reciente donde podríamos ubicar también a poetas como Marcos Canteli o ciertos aspectos poéticos de Mariano Peyrou, por apuntar sólo dos ejemplos) es una poesía que tiende a transformar conceptualmente el marco de referencia del lenguaje poético. Se trata de poemas donde no se pretende descalificar el aspecto comunicativo del lenguaje (consideramos que no es posible no comunicar, y ésa sería la hipótesis de partida) sino cuestionar la concepción racional del lenguaje comunicativo. De esta forma esta poesía —se cuestione o no desde la crítica— está labrando un ejercicio lingüístico de impugnación de las relaciones absolutas y lógicas entre el lenguaje y la realidad. Si la realidad (la realidad de primer orden, es decir: la de los objetos que están ahí afuera) es idiota, como ya señalase Rosset, el sinsentido puede ser una toma de conciencia de esa idiotez de lo real. Pero más allá de eso esta poesía, que algunos poetas desarrollan con sumo interés y con algunos destellos altamente remarcables, está postulando —nos guste más o menos— que cada poema supone en sí mismo una definición de lo que es la poesía. De este modo están tratando de enfrentarse a las propias paradojas de la filosofía del lenguaje, y en concreto podríamos establecer una delirante conexión con la teoría de los tipos lógicos. La paradoja de Russell, en una lectura desviada hacia nuestros intereses metapoéticos, nos dice que “la clase no puede ser miembro de sí misma, ni uno de los miembros puede ser la clase, dado que el término empleado para la clase es de un nivel de abstracción diferente —un tipo lógico diferente— de los términos empleados para sus miembros”. Aunque en la lógica formal se intenta mantener la discontinuidad entre una clase y sus miembros, creo que en la poesía esta discontinuidad se quiebra de manera continua e inevitable. Siguiendo a los lógicos —y perdónenme (o no) los filósofos del lenguaje— tendríamos que decir que “El conjunto de las palabras de un poema” no podría ser un poema dado que violaría el sistema que nos dice que la clase no puede ser miembro de sí misma. O el conjunto “Los poemas escritos en español” no podría ser un poema (escrito en español) en tanto que una clase no puede ser clase y miembro al mismo tiempo. Sin embargo, y he aquí lo importante, en la poesía violamos constantemente esta paradoja, y en los poemas donde el lenguaje se transforma en alegoría de sí mismo la paradoja es el lugar de distribución de sentido de la poesía. El poema tensa el lenguaje porque vive en y de la paradoja comunicativa. El poema (el de estos poetas pero en general, y esto es necesario remarcarlo, el de la poesía que abre sentidos y que es realmente la que aquí nos puede interesar) se construye como comunicación paradójica, cuestionando su propio sentido comunicativo (como acto comunicativo).

4.
 Podríamos citar aquí al Deleuze de la Lógica del sentido cuando afirma: “Lo expresado no existe fuera de su expresión. Por ello, no puede decirse que el sentido exista, sino solamente que insiste o subsiste”. Y en otro momento añade: “La grieta no es ni interior ni exterior, está en la frontera, insensible, incorporal, ideal. Con lo que sucede en el exterior y en el interior tiene relaciones complejas de interferencia y cruce, de conjunción saltarina; un paso aquí, otro paso allí, a dos ritmos diferentes: todo lo que ocurre de ruidoso, ocurre en el borde de la grieta y no existiría sin ella”. Es pues ese borde de la grieta donde se construye el poema y su realidad.

5. 
Desde el instante en que el poeta vive en la paradoja continuada el lenguaje se desata por completo de sus ataduras formales. Un poema que pretenda darse la estructura lógica de la novela se sale del núcleo de la paradoja (se convierte en lógico) en tanto que no se construye como un cuestionamiento de la propia (y supuesta) idea lógica de poema. 

6.
De esta forma, de la poesía de la que hablamos (y Quien manda uno es un ejemplo) nos pone en constante tensión dado que nos sitúa en un triple límite: a) con el lenguaje (en el sentido codificado aprendido), b) con la paradoja de que es un poema que se incluye como clase y miembro, y, por tanto, c) supone la descomposición de un referente cerrado dado que ese referente es construido en su propio sentido paradójico. Esto quiere decir que cada poema crea su propio marco de referencia. Eduardo Milán hablando del libro de López Carballo escribe: “El lenguaje se aleja del no acto en su afuera. Tal vez sea esa la posibilidad de lo imprevisible en su escritura: negarse a cometer un afuera, el salirse, concordar con la negación. […] Misión incumplida, escribir”. Y tiene razón, pero quizá no sea tanto negarse a cometer un afuera como construir paradójicamente un afuera. En definitiva, decir de una realidad que no es lógica no quiere decir que no sea una realidad.