Entrar en una galería debe ser algo similar a entrar en el interior de una ballena. Da cierto escalofrío su silencio, sus espinas, sus aletas y recovecos. Hay en el aire una sensación tirante de búsqueda. Desde lo alto parecemos alocadas fichas de parchís o fibrosas medusas arrastras por alguna corriente. Caminamos. En ocasiones nos acercamos más y observamos una obra que nos apasiona, que nos saca de la modorra del arte. Dos pasos más tarde observamos sus características, su fecha de composición, su título, todo aquello registrado en una pequeña tarjetita blanca.
Sin embargo ocurre que en ocasiones nos sentimos expulsados de la obra y no por culpa del tema o de la obra en sí. Ocurre que en ocasiones dentro de esa ballena tienden algunos artistas a titular sus obras con un gesto tan irritante como el de Sin título. ¿Por qué? ¿Cuál es el objetivo? No se exige al sujeto que sea ingenioso ni retorcido, simplemente que nos dé alguna indicación o deseo. Podemos ponernos ante un bodegón o ante el retrato deconstruido de la novia del artista o ante la sutil imaginación libidinosa de un artista de cuarta o ante una maravilla abstracta donde un línea cruza una tela roja de siete metros, y encontrarnos en todos estos casos, como una especie de hilo que une tendencias y soportes, el enigmático Sin título, como si en ello cupiera cualquier cosa. Imaginen a un novelista que a cada novela le pusiera como título el tono inquietante e irritante de Sin título. Curiosamente descubro un cuento de Rodrigo Fresán en La velocidad de las cosas en el que escribe: “A veces, leemos un todavía más soberbio Sin título nº47 o Sin título nº62 como si la abstracción de lo que no tiene nombre pudiera ser comprendido con la ayuda de lo matemático. Es entonces cuando nos sentimos estafados”. Y puede ocurrir que la obra nos fascine y sin embargo cuando leemos su no-título nos embargue una cierta sensación de “parecía todo tan maravilloso que no podía ser cierto”. Alguien puede pensar: “no, hombre, es para que el espectador dé el título, para que cierre la obra desde su perspectiva, para que forme parte de la obra”. Pero esa estupidez es difícil que nos deje contentos. No es un consuelo. Se trata, en fin, de la propia inclinación del artista a despreciar la compleja batalla de titular una obra.
(publicado el día 21 de mayo de 2008, en El mundo ed. Cantabria)
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