lunes, 3 de marzo de 2014

LA LITERATURA Y EL COEFICIENTE DEL ARTE. Una lectura de "El acontecimiento de la literatura" de Terry Eagleton

[Texto publicado en el número de febrero de 2014 de la revista Quimera] 


“No hay nada más importante que construir conceptos-ficción que nos enseñen a entender nuestros conceptos” L. Wittgenstein


1.—En El enfermo imaginario Molière nos presenta a una serie de sabios doctores en medicina los cuales interrogan a un aspirante acerca de la causa esencial por la cual el opio produce somnolencia. El aspirante, sin dudarlo, responde que la razón por la cual  el opio provoca sueño es porque posee una “virtus dormitiva” causante de esa modorra. Los sabios, sorprendidos, responden: “Bene, bene, bene, bene, respondere. Dignus est entrare in nostro docto corpore”. Esta escena nos sirve para comenzar a dibujar algunas ideas. Evidentemente, el aspirante no había dicho realmente nada: ¿qué es una virtus domitiva? ¿Lo que provoca el sueño es algo que provoca el sueño? Esa es la respuesta: una tautología. Sin embargo, en muchas, demasiadas ocasiones, la realidad funciona de este modo: colgamos etiquetas que nos tranquilizan en tanto que instauran un orden en aquello que presuponemos que tiende al desorden. Somos animales sedientos de etiquetas. La virtus dormitiva es algo que en la literatura, y en general en las artes, ha tenido una gran cantidad de formulaciones. Poesía, narrativa, novela, ficción… ¿no son en el fondo virtus dormitiva? Ante la pregunta que plantea qué es lo que hace que una serie de palabras sean poesía y no una lección de macramé, ¿qué respuesta dar? Responder que hay algo en las palabras que las hace poesía es hablar, exactamente, de una virtus poética, que, como en el caso del aspirante, puede llevar a que alguien nos diga “bene respondere”, aunque en realidad no hayamos dicho absolutamente nada. Más allá de eso, ¿qué es lo que hace de un conjunto de palabras literatura? Esta es la cuestión que lanza Terry Eagleton en su reciente El acontecimiento de la literatura[1]. La cuestión que plantea y nos plantea no es ¿qué es la literatura?, sino la más radical ¿qué es literatura? Esta pregunta suele causar cierta irritación o desazón. ¿Es la literatura algo inmanente al lenguaje? ¿Es algo intrínseco al texto escrito? O por el contrario, ¿es una convención institucional? No cabe duda de que nuestro presente literario es de una complejidad mucho mayor que la de otros siglos, y las posibilidades de dar una respuesta única y cerrada son escasas. Es cierto que la novela es un género reciente en continuada mutación (que no progreso) y que la poesía ha desertado de las formalizaciones técnicas, las cuales eran condición necesaria y suficiente para hacer de algo poesía. Es decir, ha habido una progresiva pérdida de objetividad, lo cual no es necesariamente peligroso. En este sentido, los límites ya no están claros y parece que estamos destinados a que la única respuesta sea esa de la “virtus dormitiva” (o el ineficiente “todo vale”). ¿Qué hace que una novela de J. G. Ballard, y un libro de poemas de Pablo García Baena formen parte de un mismo universo que llamamos literatura? ¿Qué tienen en común? Pero, más allá de eso, ¿qué distingue la obra de ambos autores de un libro sobre mecánica cuántica o de las instrucciones de mi nueva aspiradora? Esas preguntas deberían ser inevitables y previas a todo acto de escritura. Hay una necesidad de teoría que es clave para la escritura. Sobre estas cuestiones que plantea hábilmente Eagleton, un autor como William Wordsworth ya se había percatado en su Prólogo a las baladas líricas, hacia 1800. Allí escribía: «el lenguaje de la prosa puede adaptarse muy bien a la poesía, y he afirmado anteriormente que una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferir en absoluto del de una buena prosa. Iré más lejos. No me cabe duda de que se puede afirmar con plena seguridad que ni existe ni puede existir ninguna diferencia esencial entre el lenguaje de la prosa y el de la poesía». Entonces, si no existe esa diferencia esencial, ¿dónde situarnos? Es más, ¿podemos sostener que existe algo llamado literatura? Si no hay delimitaciones intrínsecas al lenguaje, ¿qué nos queda?
            ¿Existe la literatura como tal o estamos ante una convención institucional y académica y, por qué no, mercantil?     La dificultad de dar respuestas a esto acosa a Eagleton, y debería acosar al escritor a la hora de enfrentarse con su propio ejercicio de escritura. Eagleton repasa hábilmente teorías muy diversas, tratando de hallar ese parecido de familia (wittgensteniano) entre, por ejemplo, Carmen Posadas y Thomas Pynchon. Para Eagleton la respuesta todo vale no es en realidad una respuesta. El manual de instrucciones de mi nueva aspiradora no es literatura, y sin embargo, puede ser usado como literatura. ¿Usado? He ahí uno de los temas. La cuestión que hay detrás de todo esto es: ¿cuál es la causa necesaria y suficiente para que algo sea literatura?

2.—“No existe nada que podamos llamar una definición exacta de la literatura. Todas las tentativas de construir una definición exclusiva son vulnerables a la hipotética réplica victoriosa de “¿y entonces qué pasa con…?”. No obstante, Eagleton plantea una necesaria precisión: “del hecho de que la literatura no tenga ninguna esencia no se desprende que no tenga legitimidad en absoluto como categoría”. Y aquí está el elemento desde el que es posible trazar un sentido teórico de la escritura. La literatura está repleta de elementos que parecen definir un parecido de familia. Podemos decir incluso que lo que comparten Danielle Steel y José Hierro, en tanto que literatura, es que “no son bicicletas”, aunque esto, creo, complicaría mucho las cosas. En cualquier caso, ante la imposibilidad de hallar una respuesta única y veraz a la pregunta por la literatura, tenemos la posibilidad de hacer del proceso de reflexión sobre ese hecho un marco capaz de trascender esos problemas, logrando una mayor amplitud de miras. O, como bien apunta, Eagleton: “¿Es que un terreno sin una delimitación exacta no es siquiera un terreno?”. Algunas de las cuestiones planteadas son, por ejemplo, la habitual afirmación de que lo literario es sinónimo de “no-pragmático”. Ahora bien, ese supuesto no-pragmatismo de lo literario se deshace cuando ahondamos en el mismo concepto de funcionalidad. ¿No cumple una función una tragedia de Shakespeare o un ensayo de Eagleton? Al mismo tiempo, una pregunta que es necesario replantearse ahora ¿por qué ese pudor al didactismo en la novela?  ¿Por qué no recuperar esa función didáctica de la novela? “Lo cierto —escribe Eagleton—, de todos modos, es que utilizar la palabra “literatura” de forma normativa en lugar de descriptiva conduce a un fango innecesario”.  O dicho de otra forma, no podemos hallar una noción esencialista de lo que es literatura pero sí una acercamiento que nos posicione ante un para qué. Por ello señala que el “significado de una palabra es la forma en que se comporta. Es una práctica social, no un tipo de objeto”.  Del mismo modo, añade que la “la ficción es una práctica social reconocida como tal”. Y aquí reside una de las apuestas del texto de Eagleton: el concepto de ficción. Dicha noción no trata de apuntar a un simple proceso de invención o imaginación. Muy al contrario, la noción que defiende de ficción apunta —sin olvidar la teoría de los actos habla— hacia un modelo en el cual es el propio lenguaje puesto a hablar el que crea la realidad a partir de sí misma. No es tanto un acto de autorreferencialidad como un proceso donde el lenguaje vertebra la propia realidad que en ese momento se está construyendo. Hamlet sólo existe en el lenguaje. No hay un Hamlet antes o después del lenguaje. Por ello sostiene que la “ficción fuerza el entrelazamiento sin costuras de discurso y actividad que conocemos como juego de lenguaje. […] Es imposible descubrir lo que Hamlet estaba haciendo antes de la primera vez que aparece en escena porque no estaba haciendo nada”. En este sentido, apuesta Eagleton por una definición de ficción como aceptación e implementación de lo real: “La ficción da testimonio de que el mundo no nos obliga a representarlo de un único modo, lo cual no quiere decir que podamos representarlo de algún modo anticuado”. Más aun, que un mundo, por ejemplo, no tenga sentido no quiere decir que no sea un mundo, y que por lo tanto tenga sus reglas. Por ello, introducirse en un mundo de ficción exige que aceptemos sus reglas, del mismo modo que cuando comenzamos a jugar al parchís aceptemos sus normas. Son estas ideas las que llevan a Eagleton al concepto de estrategia: “la idea de que la obra literaria es una estrategia”. Y así lo expone: “La propia obra no se debe considerar un reflejo de una historia externa a ella, sino una labor estratégica; una manera de ponerse a trabajar sobre una realidad que, para poder acceder a ella, tiene de algún modo que estar contenida en la obra que, en consecuencia, desbarata toda dicotomía simplista entre interior y exterior”.

3.—El concepto de estrategia es para Eagleton una respuesta eficaz a una posible pregunta por el quehacer literario. Un concepto el de estrategia en el que el papel del lector es clave: “Las estrategias constituyen el vínculo esencial entre la obra y el lector, son la actividad cooperativa que da su ser en primer lugar a la obra literaria”. Y éste es uno de los puntos más sugerentes de la propuesta de Eagleton. No se trata de dar carta blanca al lector, es decir, no se trata de una pulcra reproducción de las teorías de la recepción, sino, de alguna manera —aunque suene extravagante— la aplicación literaria de lo que Marcel Duchamp denominó en su momento coeficiente de artisticidad. Esta relación con Duchamp posiblemente no sería del agrado de Eagleton, sin embargo es plenamente efectiva. En 1957, escribía Duchamp: “Lo que tengo en mente es que el arte puede ser malo, bueno o indiferente, pero, cualquiera sea el adjetivo que se use, debemos llamarlo arte, y el mal arte es aún arte, del mismo modo que una mala emoción sigue siendo una emoción. Por ello, cuando me refiera a «coeficiente de arte», deberá entenderse que me refiero no sólo al gran arte, sino que estoy tratando de describir el mecanismo subjetivo que produce arte en un estado bruto —à l’état brut— malo, bueno o indiferente. En el acto creativo, el artista va de la intención a la realización, a través de una cadena de reacciones totalmente subjetivas. Su lucha hacia la realización es una serie de esfuerzos, penurias, satisfacciones, renuncias, decisiones, que tampoco son, y no deben serlo, completamente auto-conscientes, por lo menos, en el plano estético. […] En otras palabras, el «coeficiente de arte» personal es como una relación aritmética entre lo inexpresado pero intentado, y lo expresado no intencionalmente.” El concepto de coeficiente de arte sería una buena forma de introducir (en el marco de la literatura) las posibilidades de fricción que brotan del propio ejercicio de la escritura y de la lectura. Es en este doble movimiento de indecisión —una especie de doble vínculo batesoniano— donde la obra es y no es lo que se presupone. Ese es el lugar en el cual la literatura —mal-leyendo quizá a Eagleton— puede establecer una de sus líneas de fuerza. En la relación entre lo escrito y lo no escrito, entre lo leído y silenciado, hallamos el lugar donde puede establecerse el límite mismo de una visión de lo literario. La literatura es un proceso, y nunca un objeto.



[1] Terry Eagleton: El acontecimiento de la literatura. Península, Barcelona, 2013. Trad. Ricardo García Pérez.

miércoles, 22 de enero de 2014

Por qué debemos acabar con los escritores (como institución)

(Publicado originalmente en Playground)

Existe una pregunta que acosa al escritor y que ha retornado de nuevo durante el pasado año. La pregunta, de todos modos, no es nueva, dirán muchos. De vieja que es la pregunta se vuelve pegajosa como un chicle en el pelo. La pregunta puede plantearse así: ¿debe el escritor comprometerse políticamente? ¿Escritura y política? ¿Escritura o política? ¿Copulativa o disyuntiva? Ese es el tema. He ahí a la cuestión que últimamente retorna a las cabezas, debates y textos de algunos escritores. ¿Cómo escribir y al mismo tiempo mostrar un posicionamiento político, salvaguardando la escritura y no siendo un panfletario? En lo común, la casta artístico-literaria suele actuar como en esa greguería de Ramón que dice: “Era tan moral que perseguía las conjunciones copulativas”. Escritura y política, arte y política. El problema es la y.
            En su más reciente ensayo El acontecimiento de la literatura (Península, 2013) Terry Eagleton recupera el problema. Y lo hace con esa lucidez a la que ya nos tiene acostumbrados. Allí nos dice que sostener que la literatura nada tiene que ver con la política es un prejuicio reciente. La literatura, según el esquema habitual, es ficción, imaginación, irrealidad, pero nada que ver con lo doctrinario, con lo didáctico, con lo político; eso nos dicen los chamanes académicos de lo literario. Es más, si leemos una novela donde actúa el fantasma del didactismo la arrojamos al fuego del panfletarismo, con un grueso gesto de desprecio. Sin embargo, sostiene Eagleton que éste es un prejuicio introducido por la moral neoliberal que trata con todas sus fuerzas de abastecer de obras al mercado que alejen la escritura y la política, que esa y  sea en realidad un muro infranqueable. Pero, ¿es así? El mismo Eagleton lo dice claro: “La palabra doctrinario se aplica solo a las creencias de los demás. Es la izquierda la que está comprometida, no los liberales, ni los conservadores. La afirmación de que el compromiso doctrinal siempre y en todo lugar echa a perder el arte es una fe liberal hueca”. Eagleton, no obstante, no expone cómo debe darse esa literatura política, aunque apunta a que el compromiso político es connatural  a la escritura, es su origen y su horizonte.
            Qué hacemos con la literatura, publicado hace pocas fechas por la editorial Akal y firmado por David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, ahonda en este trayecto de un modo que merece lectura profunda. En este caso se nos dice que no existe literatura neutral, que toda literatura es un ejercicio ideológico y que por lo tanto la ecuación escritura o política es una falsificación. La escritura siempre es política, y no dejan de tener razón. Es cierto que no existe la escritura neutral, es cierto que hasta la literatura más hermética o fragmentaria reproduce la ideología dominante, sin embargo, caen en una cierta melancolía afirmando que no es ya posible salirse del mercado, o, mejor dicho, que ya no hay otra cosa que mercado si queremos producir efecto o emitir mensajes y que por tanto hay que jugar dentro de él. Melancolía de la izquierda lo llama Rancière. O dicho con Eagleton: “utilizar la palabra “literatura” de forma normativa en lugar de descriptiva conduce a un fango innecesario”. Claro que la literatura es política, claro que la literatura debe actuar políticamente, pero de ahí a caer en lo que se denomina caballo de Troya hay un salto argumentativo poco claro. La táctica Caballo de Troya es hacerse pasar por narrativa dominante (y aquí, según dicen, el que la tapa “sea dura” es importante) e inocular desde dentro el virus político. Disfrazarse de Best-Seller. Es decir, publicar en grandes editoriales para llegar a más público (público lector que en buena medida es minusvalorado y alejado como un otro vacío) y así actuar. Pero, ¿es tan sencillo? ¿Es eso actuar políticamente? “No basta con debilitar a la burguesía desde dentro”, decía Benjamin, porque el problema no es el de la literatura contra el capitalismo, sino el de los trabajadores frente a la clase dominante. Y no basta, porque el problema es que esta táctica que acepta el juego y se introduce en el cuerpo del Caballo acaba o bien produciendo escritores que se aclimatan perfectamente al vientre del Caballo (hay muchos casos) o bien sus efectos son simplemente efectos dentro del propio sistema literario, de puertas adentro. Algo así les ocurría en el mundo del arte a los Yes Men. Sus perfomance consisten en hacerse pasar por la clase dominante. Incluso llegan al centro del poder bajo el disfraz. Se han hecho pasar por grandes ejecutivos, por asesores de Bush, etc. Más tarde son descubiertos con un cierto revuelo. Sin embargo, ellos mismos reconocen el fracaso de este disfraz ya que sus acciones de caballo de Troya son indiscernibles para el público que observa sus movimientos o declaraciones. Y el fracaso es total en tanto que su obra sólo es política para el vientre complaciente del propio arte.

            Escritura y política, sí, desde luego, necesariamente, pero una escritura y una política transformadoras hacia dentro y hacia fuera del propio sistema literario. Una literatura donde se rompan los límites entre escritor y lector, donde el lector sea colaborador. Una literatura política debe, así, en primer lugar, tratar de desactivar la propia institución dominante de la literatura, de lo literario, y no aceptarla con la resignación melancólica del “no hay alternativa” para el escritor, a lo Thatcher. Esta aceptación lleva a ese fango innecesario. Lo anónimo, lo amateur, lo fotográfico, etc., como nuevas formas de realismo frente al realismo del argumento y la causalidad. En la vanguardia rusa esta ruptura tenía un nombre Factografía (en España contamos con un magnífico estudio de Víctor del Río). Una visión que fractura, que juega a medio camino con la entrevista, el ensayo, el documental, la fotografía, el cine, el relato, la poesía, la catalogación, etc., y que podría construir modelos de acción crítica capaces de generar respuestas diferentes, alejados del mero “lamento” o el panfletarismo. Apuntamos así a que la relación arte, escritura y política sólo podrá ocurrir si los artistas y escritores se conectan (mutan y desaparecen) con los movimientos surgidos del interior de las crisis producidas por el neoliberalismo. No dar voz al trabajador, sino que el trabajador se visibilice como escritor, por ejemplo. El escritor como montador. O así: acabemos de una vez por todas con el escritor como institución, ése sería el mayor gesto político.

jueves, 9 de enero de 2014

EL POLÍTICO PIERDE LA BATALLA DEL LENGUAJE

(Publicado originalmente en El Confidencial)

Que el problema son las palabras cuando éstas construyen un acontecimiento que antes no existía es una de las verdades que el tiempo actual nos desvela. De ello ha sido consciente la Fundación del Español Urgente al destacar la palabra escrache como palabra del año. El lenguaje del político sabe mucho de esto, es decir, del terreno en el que el lenguaje establece nuevos territorios. Su forma de dar forma –valga la redundancia– a lo abstracto para que parezca efectivo es evidente. Basta con oponer dos términos “recientes”: escrache frente a emprendedor. Ambas son dos palabras que expanden su realidad en medio de la crisis. Sin embargo, a primera vista, una diferencia abismal separa ambos términos: el consenso. Mientras que la segunda genera consenso, siendo algo así como la moral del señorito satisfecho, que decía Ortega, la primera, escrache, remueve profundos desacuerdos y si hay desacuerdo lo político retorna y si retorna el ejercicio de lo político el político tiembla, ya que se genera un enemigo. Y ahí está la cuestión: el político así como las instituciones políticas se encuentran fuera de juego frente a una palabra que no proviene de su recinto pero que lo afecta. Escrache esconde algo llamado lo político, es decir, el pueblo invisible visibilizándose. ¿Y qué aterra más al político que el hecho de que el pueblo, esos sujetos invisibles, se adueñen del lenguaje…? Pocas cosas. El político de hoy, de nuestra des-democracia, es el menos interesado en que exista algo llamado lo político. El político y el sindicalista han mutado deshaciéndose de lo político en favor de la gestión, y el escrache les recuerda que todavía hay un pueblo, unos ciudadanos y que existe lo político.
En abril de 2013 leíamos: “se comunica que, a partir del día de la fecha, todas las comunicaciones, escritos y diligencias en las que se notifique que se han producido acosos, amenazas y coacciones a representantes políticos, DEJARÁ DE UTILIZARSE EL TÉRMINO ESCRACHE, pasando a ser denominado con la acepción castellana correspondiente (acoso, amenazas, coacciones, etcétera)". Eugenio Pino, hombre de aviesa mirada y número dos del Cuerpo Nacional de Policía, sabía quizá mejor que los políticos que el lenguaje si bien no representa la realidad sí produce acontecimientos. De hecho fue él quien en abril de este año que ahora acaba diseñó la estrategia lingüística: acabar con la palabra. En su delirio e ingenuidad consideró que tal vez tachar la palabra implicaría destruir el acontecimiento. O mejor, consideró que si esa palabra, ajena, disruptuiva, nueva, era suplida por otra como acoso, la realidad cambiaría. Pero Pino se equivocaba. Leer a Wittgenstein con anterioridad le hubiera venido bien. Un ejemplo: la palabra “mierda” no está más cerca de la realidad que la palabra “excremento”, aunque se refieran a lo mismo, aunque el acontecimiento al que se refieren sea el mismo.
Otra forma de enfrentarse al asunto es el de los políticos. Cuando ese pueblo invisible se organiza para hacerse visible la respuesta del político es que ese gesto es antidemocrático. Precisamente para Mariano Rajoy, así lo era. Lo mismo que para algunos miembros del PSOE. O, de otra forma, cuando el pueblo toma la palabra es un ejercicio de antidemocracia, según se nos dice ahora. Y, ciertamente,  en la perspectiva neoliberal así es. Vivimos en un contexto en el cual para proteger la democracia, los políticos de todo símbolo,  tratan de impedir que los ciudadanos se visibilicen. En efecto, que el problema no es tanto, o no es sólo, de palabras sino de visibilidad dan fe las declaraciones de Sáenz de Santamaría quien afirmaba “que los medios de comunicación deberían dar menos importancia a estas convocatorias, y en ocasiones no acudir a esos llamamientos.” Más aún, casos como los de María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre (o Felipe González) donde se tilda de nazismo la forma de actuar de los ciudadanos demuestran a las claras el miedo que tienen a la democracia (y al lenguaje). Pero si somos aún más sinceros no hay mayor escrache/acoso a la democracia que aquel agosto en el que el PSOE y el PP pactaron cambiar esa “cosa” llamada Constitución. Y lo hicieron en nombre del pueblo. Ya en el siglo XVII alertaba Spinoza en su Tratado teológico-político de esta tendencia: “Quienes administran el Estado o detentan su poder, procuran revestir siempre con el velo de la justicia cualquier crimen por ellos cometido y convencer al pueblo de que obraron rectamente”.

El escrache, pues, es un símbolo que desestabiliza el concepto de democracia, pero sobre todo, el concepto de pueblo que manejan nuestros sistemas. El discurso dominante nos habla, por ejemplo, de palabras huecas como libertad, la cual ha perdido su fuerza y su sentido, o, mejor, ha retornado a otros tiempos. Un simple caso. Justo hace ahora cincuenta años, en el Mensaje de Fin de año de 1963, Francisco Franco, decía a los españoles: “El enemigo se aprovechó de la libertad para destruirla”. El mensaje de los políticos frente al escrache es el mismo, es decir, el pueblo visibilizado en el escrache se convierte en enemigo, porque usa demasiado la libertad. Aprovecharse de la libertad para destruirla, como decía Franco, es lo que hacen, por ejemplo, los huelguistas. Con palabras como escrache, pero sobre todo con sus consecuencias, el poder político pierde el monopolio del lenguaje, que es el monopolio de la manipulación lingüística. Recientemente el filólogo Luciano Canfora, en el libro La historia falsa y otros escritos (Capitán Swing, 2013) lo decía del siguiente modo: “Nos encontramos, efectivamente, frente a un nuevo impulso a la unificación a la baja, que fue el rasgo dominante del fascismo. Al igual que el viejo fascismo su actual y extraordinario isomorfismo ha conquistado el centro y tiene el monopolio de la palabra”. Y como digo, es a este monopolio al que se enfrentan palabras como escrache.
            Sinceramente, lo de menos es si etimológicamente proviene del inglés scratch  o del lunfardo. La etimología ni redime ni da victorias. Sin embargo, el escrache tiene un factor esencial: la ruptura del pacto de lo privado, la violencia simbólica que genera. Y en este sentido el mejor ejemplo de escrache no es el que se ejercita frente a la casa del político sino el que se ejecuta sobre la propiedad privada. Marinaleda es el nombre. No sólo escrache. Sánchez Gordillo supo visualizar perfectamente el grado de simbolismo necesario. Lo de menos era agenciarse alimentos sino visibilizar un problema a través de una acción. Frente al modelo en el cual el político y la política se mantienen bajo el rostro del consenso hay límites infranqueables como la vida privada y sobre todo la propiedad privada. Saltarse lo privado, he ahí el temor que genera el escrache. Jacques Rancière, en la entrevista que se incluye en el reciente El síntoma griego (Errata Naturae, 2013) expone del siguiente modo la necesidad de recuperar un modo de violencia simbólica que había sido arrebatado. Señala: “Y lo cierto es que, para mí, debe primar la violencia simbólica. Pues ésta es, en el fondo, la afirmación de un sujeto simbólico colectivo capaz de ver, pensar y actuar de otro modo. Y creo que también resulta de importancia adquirir visibilidad, ganar esa confianza aportada por el hecho de hacerse visible, una confianza otorgada por la propia fuerza que confiere el acto de agruparse”. De alguna forma ocurre que escrache reconfigura el concepto de violencia, y eso, al político no le gusta.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

POR UN NUEVO FUNDAMENTALSMO CULTURAL


(publicado originalmente en El Confidencial)


Cultura española, cultura de la paz, cultura europea, cultura ciclista, cultura sin techo, cultura conservadora, cultura de prevención, cultura de masas, cultura deportiva, cultura general, cultura japonesa, cultura inquieta, cultura artística, cultura basura, cultura de la superación, cultura popular, cultura de transparencia, cultura de gestión pública, cultura emprendedora, cultura del automóvil, cultura del etcétera, etc., etc. Pero, ¿cómo es posible que un concepto que en el pasado generaba un discurso de unidad se haya convertido en un auténtico vertedero discursivo? O dicho de otro modo, si todo es cultura, nada lo es. Si bien es cierto que en otros tiempos la cultura sirvió como modo de visibilizar una perspectiva fundamentalista del mundo, no es menos cierto que las democracias occidentales aprendieron pronto la lección terrible que conlleva el fundamentalismo, la lección que tiene que ver con el hecho de que una cultura quiera destruir al resto. Sin embargo, el aprendizaje de esa lección tenía condiciones muy duras y restrictivas. Acabar con el fundamentalismo implicaba una extraña alianza con el mercado. Es decir, el mejor modo de acabar con el fundamentalismo unilateral y su cultura devastadora era inventarse un universalismo donde todos somos iguales, pero un universalismo que a su vez permitiera la posibilidad de generar una cultura antifundamentalista-universalista donde el mercado sería el que tutelase el intercambio cultural. Al mismo tiempo, esta estrategia de acabar con la cultura para generar una cultura de lo universal (o culturas), conllevaba desjerarquizar todo concepto de cultura. Así pues, hay tantos conceptos de cultura como seres humanos o como hobbys tengan estos. Pero he aquí que nos hallamos con el fundamentalismo más radical: el antifundamentalismo. ¿Qué comparte la cultura del automóvil con la cultura literaria? O mejor ¿qué comparten el Opel Astra y Luis Cernuda? Cada uno es cultura, a su modo y al mismo nivel, dirá el antifundamentalista.  Pero básicamente es una estupidez: si una bujía y un verso de Cernuda comparten un concepto de cultura ese concepto es, posiblemente, hueco. Y esto tiene que ver básicamente con la despolitización del concepto de cultura. Terry Eagleton lo expone mejor: “El capitalismo es antifundamentalista por naturaleza, desvanece en el aire todo lo sólido, y eso provoca reacciones fundamentalistas tanto dentro como fuera del mundo occidental. La cultura occidental se debate entre el evangelismo y la emancipación entre Forrest Gump  y Pulp Fiction […] El antifundamentalismo es reflejo de una cultura hedonista, pluralista y abierta que, desde luego, resulta mucho más tolerante que sus antecesoras, pero que también sirve para generar auténticos beneficios de mercado”. Una cultura despolitizada genera homogeneidad: es decir, coloca al mismo nivel cultural a Cernuda, Belén Esteban, y los tornillos de cabeza fresada. El mejor modo de despolitizar la cultura es, por tanto, afirmar que todo es cultura, que todo está al mismo nivel y que la cultura se relaciona con los beneficios.
…cultura pornográfica, cultura militante, cultura del bricolage, cultura de club, cultura participativa, cultura del ahorro, cultura del gasto, cultura del destornillador, cultura del terror, cultura del tabaco, cultura del alcohol, cultura de la automedicación…
Este discurso neoliberal (homogeneizador y, en cambio, pluralista) en torno a la cultura ha calado hondo. Todo es cultura. “Diga una palabra”, “Bolígrafo”. Fácil: “La cultura del bolígrafo”. Y desde ahí es posible describir un nostálgico ataque a las tecnologías o bien una defensa de la escritura, o bien defender la espiritualidad del lenguaje, o los problemas de mercado derivados de su uso. Otro. Otro. “”Lentejas”. “La cultura de la lenteja”. Ya está:  la legumbre en España como desafío empresarial. O bien los problemas de la agricultura, etc. La cultura vale para todo (es un wok conceptual) y por lo tanto es algo que ya no vale para nada. Cultura es un término fantasma (sinónimo de hobby en muchos casos) que pone sobre los aires a aquello que se coloca a su lado, separándolo de la tierra y, por tanto, desactivándolo.
Si nos fijamos en el modo de escenificar el problema en el lenguaje político encontramos dos casos llamativos: “Cultura empresarial”, “cultura emprendedora”. Un ejemplo. En la ponencia económica del 17 congreso del Partido popular leemos: “Una cultura empresarial innovadora genera empleo cualificado y sostenible gracias a la rentabilidad que obtiene de aplicar los resultados de la investigación en sus actividades económicas”. Y unas líneas más tarde se señala la necesidad de “acabar con la cultura de la subvención”. La misma palabra “cultura” desestabiliza el discurso sin decir nada. En la primera acepción la cultura desempeña el papel inspirador del cambio mientras que en la segunda es limosna. En la primera acepción la palabra “cultura” forma parte de la misma idea de cultura que trasciende lo terrenal para tocar el cielo, la cultura empresarial es una forma de religión. En la segunda acepción es basura. Otra fórmula. En la ley de emprendedores leemos: “Para fomentar la cultura del emprendimiento resulta necesario prestar especial  atención a las enseñanzas universitarias, de modo que las universidades lleven a cabo  tareas de información y asesoramiento para que los estudiantes se inicien en el emprendimiento”. Y así, de pronto, la cultura emprendedora necesita de la cultura universitaria y viceversa. El contagio es imparable. Otro caso. En la última conferencia política del PSOE leemos una concepción de la “cultura” llamativamente similar: “El emprendimiento y la creación de empresa debe ir acompañada de programas que fomenten una cultura empresarial responsable”, y más adelante se no habla de un “plan de fomento de la cultura empresarial basada en la innovación y emprendimiento”, o “Unas universidades más emprendedoras e innovadoras serán también los espacios idóneos para el fomento del espíritu innovador y emprendedor en sus estudiantes, en los futuros profesionales de nuestro país”. Esta conferencia del PSOE es realmente todo un manual de desactivación política de la cultura. Es esa cultura desactivada (antifundamentalista) la que la clase política favorece y que ella  misma necesita fomentar para que se mantenga su poder. Y así lo afrontan los partidos en sus diversos niveles y frentes. Decía Benedetto Croce con razón que la “experiencia muestra que el partido que gobierna […] es siempre uno solo, y tiene el consenso de todos los demás que fingen oponerse”. Y la cultura es un ejemplo de ese fingimiento. Lo mismo que la cultura del consenso.
Dicho esto, ¿qué hacer? Tal vez el hacer no sea el problema. Sin embargo, sí creo que en lugar de cultura o de políticas culturales lo que necesitamos es la politización de la cultura. Es necesario, por ejemplo, un nuevo arte de propaganda cuyo fin no sea tanto lo panfletario como lo desactivador. Hacen falta fundamentalistas que sostengan que la cultura puede ser un arma política y no un simple juego de pluralismo relativista. Que la cultura debería volver a ser en cierta medida un instrumento de desactivación y no de consenso. Pero…
Cultura popular, cultura terrorista, cultura transhumante, cultura del cepillado dental, cultura proctológica, cultura machista, cultura floral, cultura agrícola, cultura hospitalaria, cultura pedófila, cultura de las teleseries, cultura bibliotecaria, cultura femenina, cultura matrimonial, cultura apicultora, cultura periodística…

martes, 3 de diciembre de 2013

LA NUEVA MITOLOGÍA (Mariano Rajoy como Hesiodo)



En 2005, en el Congreso de los Diputados, escuchábamos esto: “Yo creo que quienes han redactado este texto pueden comprender que cualquier reforma que pretenda recortar la libertad de los ciudadanos invocando los presuntos derechos indefinidos de un pueblo metafísico tropezará con muchas dificultades en esta Cámara.” Y un par de líneas más tarde: “Porque este es el lenguaje de la democracia. Todo lo demás es mitología.”  Quien así habla es Mariano Rajoy. En concreto estas líneas forman parte de su intervención para frenar el ya lejano Plan Ibarreche. Y es cierto: todo lo demás es mitología. Sin embargo, más de ocho años después, observamos como esa mitología ha cambiado de bando. Es decir, podemos establecer que nuestro país, la España que vivimos hoy, es un recinto de mitologías. Dicho así, la mitología es, por naturaleza, un modo de producir relatos, relatos envolventes construidos desde la idea de que el lenguaje es un modelo de acción y no de significado.  Y esto es lo que se ha llamado el activismo de la derecha: separar constantemente el lenguaje de la realidad para diseñar mayores mitologías. Montoro es un experto mitólogo, por ejemplo. Como Hesiodo ha desarrollado una extensa cosmogonía, basada en el relato del origen de la salida de la crisis. Así, la derecha, desde su activismo lingüístico, se contenta con ofrecernos no futuros placenteros sino, como buen prestidigitador, presentes invisibles, o, algo tan extraño como utopías para el presente. Y así continúa el relato y los relatos. Pero los relatos, al mismo tiempo se expanden o se contraen. La “prima de riesgo” es ya una narración pasada. “Salida de la recesión” es una narración reciente. “Emprendedor” es una figura narrativa que sustituye a la vieja figura narrativa llamada “trabajador” o, incluso “pueblo”. Narrar. Narrar. Narrar. Eso es lo propio del nuevo mito español. Y no es casual que aquel lejano Rajoy enfrentase pueblo metafísico a mitología. Hoy somos todos un pueblo metafísico enfrentados a los vapores de la mitología fundamentalista. Pero si somos un ente metafísico deberíamos ejercer de tal y apropiarnos del lenguaje de la democracia.  Este, quizá, sea uno de las cuestiones que pueden o deben visualizarse. Desde su saber y hacer mitología el Partido Popular, desde su activismo de la derecha, ha establecido un secuestro altamente eficaz del lenguaje de la democracia. Este secuestro del lenguaje de la democracia ya se atisbaba antes de su llegada al poder. Un secuestro que funciona en dos movimientos: a) tomo la palabra X y la vacío de significado otorgándole un nuevo sentido, b) obligo a mi oponente a que acepte mi nuevo uso del lenguaje. He ahí el secuestro. En el mismo discurso de Rajoy, de febrero de 2005, leemos: “Si no modifican esos planteamientos o los guardan en el armario de las ilusiones remotas, como hemos hecho todos en lo que nos toca, no vamos a poder entendernos. Les diré por qué, señorías: En primer lugar porque ya no vivimos en el siglo XVIII. Todo el mundo tiene derecho a cultivar conceptos antiguos pero no se puede pretender que una democracia moderna los comparta”. Como hemos hecho todos en lo que nos toca, es decir, guardar ilusiones remotas (hasta que se cumplan, como pasa hoy). Y entre esas ilusiones remotas estaba la transformación del lenguaje y de su uso. Ahora la libertad es un deber (no un derecho) pero dentro de los límites de un nuevo concepto: seguridad. Aceptar su lenguaje es aceptar su destino. Si antes éramos pueblo, o ciudadano, ahora, por ejemplo, somos “activo”. Recientemente en Panamá, el presidente ha dicho: "Nuestro mayor activo son nuestros ciudadanos". Si aceptamos que somos “activo” o que debemos ser “emprendedores”, aceptamos una mitología que sólo sirve para crear esa “utopía del presente” que late detrás de todo esto. La mitología espiritual generada alrededor de la figura del emprendedor (cultura emprendedora/espíritu emprendedor) destruye la imagen del sujeto como trabajador (palabra ésta estigmatizada en la nueva mitología). Oímos también reformar el derecho de huelga, lo que implica que se trata de una batalla no por reformar tal derecho sino por vaciar de sentido la palabra “huelga”. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía Wittgenstein.

            En definitiva, Rajoy, ya en el discurso de investidura en diciembre de 2011 decía: “A la salida de la crisis no habitaremos el mismo planeta que hemos conocido. Habrán cambiado las reglas, habrán cambiado las condiciones de vida”, y, añadimos, habrá cambiado el lenguaje y, por extensión, la forma de vida de los ciudadanos. Sin embargo, si aceptamos que hay una salida de la crisis aceptamos que la crisis es un accidente temporal y espacial, que tiene entrada y salida. La crisis no es un territorio sino, quizá, un mapa que no manejamos. La crisis no es un planeta extraño. Ni Rajoy es Philip K. Dick.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

FOTOGRAFÍA Y DISPARO. LA ÚLTIMA IMAGEN DE (Y DE) LEONARDO HENRICHSEN AHORA QUE VA ESTAR PROHIBIDO GRABAR A LOS POLICIAS



1.

Cómo pensar una imagen es uno de esos problemas que acosan al filósofo y al teórico de la imagen. Cómo problematizar la imagen hasta hacerla dócil al lenguaje. Son muchos lo modos de escenificar el problema, y no pretendo ponerme a pensar en ello ahora. Simplemente intento trazar una línea. Esa línea tiene como punto de partida una ya vieja metáfora, la que une la cámara fotográfica y el arma. La imagen del fotógrafo como cazador de imágenes, el fotógrafo que dispara. Esta metáfora no sólo ha producido extensas reflexiones sino que también ha conllevado la proliferación de medios que pretenden hacer de la metáfora algo real, es decir, destruir el espíritu inmaterial de la metáfora. Una metáfora realizada ontológicamente es una metáfora destruida. Por ejemplo, una greguería de Ramón Gómez de la Serna realizada es una greguería fracasada (véase Chema Madoz). La inmaterialidad es el recinto de la metáfora, su imposibilidad material es su nutriente: alguien con dientes hechos de perlas es un puro espanto. En fin, volviendo al tema. La metáfora militar de la fotografía es un caso interesante. Veamos ejemplos:

Etienne Jules Marey




Etienne Jules Marey, Fusil fotográfico







Zenit Fotosniper tu subfusil fotográfico - Fotosniper (Fotosnaiper) fue inventado por la compañía soviética Zenit y, según parece, se empezó a comercializar durante la época final de la guerra fría (al parecer en la década de los 80). Zenit vendía el subfusil junto con la cámara y el teleobjetivo TAIR 300mm f/4.5 en un solo pack.



2.
Pero también existe el caso inverso. El caso de Leonardo Henrichsen, asesinado en junio de 1973  mientras informaba de la sublevación militar chilena denominada el Tanquetazo. En realidad él estaba en un hotel esperando para entrevistarse con el senador comunista Volodia Teitelboim. Exactamente se encontraba en el hotel Crillón cuando escuchó disparos en las calles, eran los primeros disparos de la sublevación del coronel Roberto Souper. Mientras se sucedía el sonido de los disparos, Henrichsen se decidió a fotografiar lo que ocurría, para tratar de hacer ver qué era lo que estaba pasando, para tratar de construir y visualizar el instante (del peligro). Fue entonces cuando hizo esta fotografía.



L. Henriksen fotografía su muerte, 29 de junio de 1973


En ella vemos a un hombre que apunta con su arma. Hoy sabemos incluso su nombre: Héctor Hernán Bustamante Gómez. Pero ¿qué contiene esta foto? Sencillamente la mirada, última mirada de Leonardo Henrichsen. El disparo que esta fotografiando es el disparo que lo asesina. Es su última mirada y su último disparo. Después, cayó muerto. Su fotografía, como ejercicio de resistencia, como retención de una imagen. Dos formas de atrapar un momento que muere: una forma que asesina el cuerpo, y otra forma que hace perdurar la imagen de la muerte.